Tal vez tenga razón Rahner cuando
afirma: “Nuestros días no son rutina,
nosotros convertimos en rutina nuestros días”. El encuentro con Dios no es
algo mecánico, automático, sino que son nuestras actitudes, nuestra manera de
vivir, las que hacen posible o nos dificultan descubrir a Dios presente en la
vida cotidiana. Por su parte los brazos están siempre tendidos, abiertos… con
un amor que se entrega sin medida.
Intentaré sugerir brevemente a
continuación algunas maneras mediante las que podamos lograr que nuestra vida
cotidiana sea cada vez más transparente a la presencia de Dios en ella. Darío
Mollá enumera algunas causas que reflejan muy acertadamente las razones que nos
pueden dificultar el encuentro con Dios. Vividas en positivo, pueden ser cauce
para un seguimiento de Cristo que nos facilite el encuentro con Dios.
a. Descubrir
el rostro auténtico del Dios de Jesús
Tal vez nos suceda que esperamos
encontrarnos a un dios que no es el Dios de Jesús, el verdadero Dios. Y el dios
que nos encontramos nos parece de poca categoría. Es algo parecido a lo que les
sucedió a muchos ilustres y piadosos de Israel cuando apareció Jesús: no le
reconocieron porque no daba la talla de Mesías, el Mesías no podía ser él, el
hijo del carpintero de Nazaret (Lc 4,22). Seguramente cayeron en la tentación
tan real y frecuente de hacer de Dios un ídolo, convirtiendo la representación
mental de Dios, la imagen que nos hacemos de Él, en su misma realidad. Quizás
también nosotros seguimos esperando a un dios aparatoso, triunfal,
espectacular, apabullante e innegable... O seguimos esperando a un dios que nos
resuelva los problemas, que nos libre de los malos tragos, que se anticipe a
nuestros sufrimientos para evitarlos... Seguimos esperando a un dios que
conceda privilegios a quienes creen en El... o que nos devuelva un puesto de
privilegio en la sociedad. Y ese no es el dios que se manifestó en Jesús, que
nos dijo en Jesús quién y cómo era; esa no es la lógica del Dios que nace pobre
en Belén y muere abandonado por casi todos los suyos fuera de la ciudad, en
soledad y pobreza, humillado y marginado; ese no es el Dios que «se despojó de su rango y tomó la condición
de esclavo, haciéndose uno de tantos» (Fil 2, 7).
b. Vivir
descentrados de nosotros mismos
Otras veces no encontramos a Dios
porque vamos tan embebidos y tan absortos en nosotros mismos que no le podemos
encontrar ni a Él ni a nadie. Dios no me va a sustituir a mí: voy a ser yo
quien tenga que afrontar el asunto. Tampoco Dios va a diluir mágicamente el
problema: va a seguir existiendo en toda su crudeza y con todas sus demandas.
Pero escuchar a Dios en medio de mis problemas me puede abrir a nuevas
perspectivas y soluciones. Vivir descentrado de uno mismo implica también la
presencia en la vida de personas con las que compartir nuestra experiencia
vital en profundidad. Muchas veces no encontramos a Dios porque buscamos en
solitario. Y cuando uno se empecina en buscar en solitario sucede que muchas
veces confunde el camino. Pedro necesitó que Juan le dijese «es el Señor» (Jn 21,7) para
descubrirle.
c.
Un estilo de vida adecuado
A cada uno de nosotros la vida
nos depara un conjunto de situaciones y condiciones que la configuran y que
están, muchas de ellas, fuera de nuestro control, nos vienen dadas. Esos
determinantes y condicionantes, de todo tipo (social, comunitario, familiar,
laboral...) son decisivos en la configuración de nuestra vida concreta. En
ellos, sean los que sean, hemos de buscar a Dios con la confianza de que «el que busca encuentra» (Mt 7,8). En
ocasiones nos empeñamos en pasar por encima de ellos en nuestra búsqueda de
Dios y eso es imposible. No se trata de añorar permanentemente condiciones más
favorables que pasaron, ni de anhelar las que no vendrán. No podemos huir de
nuestra vida concreta y real, aunque sea limitada, pequeña, mediocre. Se trata
por tanto de asumir la vida concreta que tenemos delante con un estilo tal que
nos permita encontrarnos con Dios en ella. Porque en eso sí que podemos actuar:
en las actitudes con las que afrontamos las cosas. No podemos cambiar muchas de
las condiciones dadas, pero sí las podemos afrontarlas con uno u otro talante.
Y eso resulta decisivo para el encuentro con Dios.
En primer lugar, resulta
imprescindible la actitud del que busca a Dios, consciente de que nunca llega a
encontrarle por completo. Es la actitud de confianza (del que sabe que el Señor
cumplirá su promesa de mostrarse a los que le buscan con sincero corazón), de
la humildad (porque somos conscientes de que no está en nuestra mano el
resultado de la búsqueda; Dios siempre nos sorprende; hasta el mismo deseo de
buscar a Dios es un don), y de la misericordia (porque no somos poseedores o
dispensadores de un Dios al que manejamos).
Son actitudes propias de aquellos
que se saben en camino, en búsqueda. Actitudes muy distintas a la de aquellos
que afirman que ya han encontrado a Dios, que se apoderan de Él y que viven
utilizándolo o manipulándolo en beneficio propio o como arma arrojadiza contra
otros.
Esta actitud de búsqueda nos
puede permitir desarrollar una serie de capacidades.
+La primera es la de interioridad.
Dios no es evidente, no está en la superficie de las cosas o de los
acontecimientos, no es lo primero que se ve. Por eso la dispersión,
superficialidad, banalidad, tan presente en nuestros ritmos de vida, en nuestra
manera de mirar la realidad, de relacionarnos (sin dejarnos interrogar por la
vida y las personas, desde posturas hechas, desde tópicos que nos
tranquilizan…) no ayudan al encuentro con Él. Crecer en interioridad no es
posible sin espacios para el silencio y la contemplación. Para encontrar a Dios
hoy hay que prestar atención, caminar con atención y no distraídamente, tener
sensibilidad para los detalles... La vida, cualquier vida, está llena de
matices. Y en los matices y en los detalles está Dios, porque en los matices y
en los detalles se percibe el amor. Para que se dé esa actitud o capacidad de
atención, es necesario su ejercicio habitual; son necesarios espacios, tiempos,
estructuras de atención, que nos ayuden a paramos y a mirar lo que normalmente
nos pasaría desapercibido.
+La segunda actitud a cuidar es la
capacidad de elección. Esto implica tener claro aquello que está en el centro de
nuestra vida, y en función de ello no vivir a impulsos, sino marcando las
prioridades y los ritmos desde dentro… que no sea la agenda la que
nos marque la vida.
+Una tercera capacidad es la
gratuidad. En un lenguaje más clásico sería “pobreza de espíritu”,
“descentramiento”, “abnegación”. La gratuidad es gratitud y generosidad, porque
valoramos lo recibido y compartimos sin defender lo adquirido, que nos ha sido
regalado. La gratuidad también tiene que ver con el despojarse, con aceptar
serenamente los despojamientos que la vida nos va haciendo; vigor, atractivo
físico, salud, cualidades intelectuales, autonomía, situaciones de relevancia y
protagonismo…
+Una cuarta capacidad sería la del
“encuentro” humano. Sin cultivar una capacidad de relación humana medianamente
madura, es muy difícil mantener una relación con Dios de cierta hondura. Esto
implica tanto el no desinteresarse por el otro, como el no vivir pendiente
únicamente de uno mismo, así como el no generar dinámicas de relación
posesivas, manipuladoras, dependientes… La auténtica relación supone dar, pero
también recibir (eso sí, sin exigir ni manipular, sin pretender que se me
responda igual que yo doy al otro… y volviéndome rencoroso o celoso cuando no
se me da como espero).
Todo lo anterior no es posible
sin capacidad de fortaleza, pues las experiencias humanas más auténticas no son
baratas. Tampoco la experiencia de Dios que vivió Jesús lo fue. Y los que le
seguimos tenemos que tener muy claro que los lugares cristianos donde Dios ha
prometido por excelencia su presencia son la cruz de Jesús y el sufrimiento de
los inocentes. La persona que busca a Dios sigue adelante aunque el viento
sople fuerte y arrecie la tempestad. En una sociedad como la que vivimos
nosotros, es ilusorio pensar que nadie pueda encontrar a Dios sin un mínimo de
sentido crítico, de mantener su propio criterio cuando no está de moda, cuando
no es “políticamente correcto”, cuando hay que pagar un precio en popularidad,
en imagen, en puestos…
El desarrollo de estas
capacidades nos acercará a un estilo de vida que nos permita el encuentro con
Dios en la vida cotidiana, y que presenta unos rasgos concretos:
Austeridad, es decir, ser dueños
de nosotros mismos, incluso en la posesión y uso de los bienes necesarios. La
austeridad también tiene que ver con el ayuno de la tradición cristiana. Ayuno
de alimentación, pero también de pensamientos, ruido, imágenes, información…
También es necesario en nuestro
estilo de vida, el orden y control de las actividades. Se trata de la adecuada
organización de las necesarias e imprescindibles, del discernimiento de las
complementarias, y de la limitación y supresión de las que incluso siendo
atractivas, no tengan cabida, salvo pagando un precio muy costoso en calidad de
vida humana y espiritual.
Resulta asimismo imprescindible
llevar un ritmo de vida humano y equilibrado, en el que haya espacios y tiempos
para la atención, el descanso, la escucha de Dios y de los demás... Muchas
veces se nos impone desde fuera un ritmo vital muy fuerte. Pero en otras
ocasiones, somos nosotros mismos los que forzamos nuestros ritmos de vida para
ocultar problemas personales y relacionales, o para alcanzar metas que sólo nos
son exigidas desde nuestro orgullo o ambición, o desde nuestros problemas de
estima. Muchas veces vivimos acelerados porque nos da miedo parar y caer en un
enorme agujero vacío. Este ritmo de vida nos lleva directamente al
autocentramiento y a la insensibilidad para Dios y para los demás. Se trata de
vivir a ritmo humano, aunque sea intenso y fuerte, pero humano. Necesitamos
espacios o zonas verdes de aireación humana y espiritual. Y para eso es preciso
decidir conscientemente sobre el uso de nuestro tiempo, que es un bien
limitado. La importancia que damos a las cosas se manifiesta en el tiempo que
empleamos en ellas, en cantidad y en calidad.
Y por supuesto, en este estilo de
vida, ha de haber tiempo explícito para Dios, tiempo personal para estar con
Él, para mirar desde Él y con Él la vida cotidiana, para descubrir su lenguaje,
para captar la manera que tiene de hablarme en los acontecimientos, para
profundizar y ahondar en lo que tengo ante mí cada día. No es tiempo para huir
de la vida, sino para estar más profundamente en ella. Sin esos momentos
explícitos de oración personal, es imposible salir de la superficie de las
cosas, perforar lo cotidiano para hallar la presencia del Señor de la vida. Y
en esto hemos de ser conscientes de que la oración comunitaria no suple el
esfuerzo personal… porque Dios habla en la vida de la comunidad, pero también
en la mía, y de un modo propio, peculiar, que necesita también un tiempo
propio, personal.
d.
La acogida a los hermanos
Hay mediaciones privilegiadas,
lugares preferentes, para el encuentro con Dios, ahora y siempre. Uno de esos
lugares por excelencia es la persona humana, el otro. Se ha dicho preciosamente
que el otro, y particularmente el otro al que excluimos, el distinto, el
extraño, el extranjero, es la metáfora de Dios: en ese rostro que yo reconozco,
Dios se pone a hablar, se hace audible. Dicho en el lenguaje mismo del
evangelio, en la medida en que yo «me
haga prójimo» (Lc 10,36) del otro, especialmente del caído al margen del
camino, descubriré a Dios. Cuando olvidamos al hermano no ya en nuestros
discursos, sino en nuestro estilo de vida y nuestras decisiones, no sólo
hacemos un acto de inhumanidad o de injusticia, sino que nos negamos a nosotros
mismos la posibilidad de ser radicalmente cristianos, de ser prójimos, y
desperdiciamos la mediación más evangélica para sentir en nuestra vida la acogida
del Señor (Mt 25, 34).
Mateos, J.A.