lunes, 17 de junio de 2013

Claves para el seguimiento de Cristo y el encuentro con Dios en lo cotidiano



Tal vez tenga razón Rahner cuando afirma: “Nuestros días no son rutina, nosotros convertimos en rutina nuestros días”. El encuentro con Dios no es algo mecánico, automático, sino que son nuestras actitudes, nuestra manera de vivir, las que hacen posible o nos dificultan descubrir a Dios presente en la vida cotidiana. Por su parte los brazos están siempre tendidos, abiertos… con un amor que se entrega sin medida.
Intentaré sugerir brevemente a continuación algunas maneras mediante las que podamos lograr que nuestra vida cotidiana sea cada vez más transparente a la presencia de Dios en ella. Darío Mollá enumera algunas causas que reflejan muy acertadamente las razones que nos pueden dificultar el encuentro con Dios. Vividas en positivo, pueden ser cauce para un seguimiento de Cristo que nos facilite el encuentro con Dios.
a. Descubrir el rostro auténtico del Dios de Jesús
Tal vez nos suceda que esperamos encontrarnos a un dios que no es el Dios de Jesús, el verdadero Dios. Y el dios que nos encontramos nos parece de poca categoría. Es algo parecido a lo que les sucedió a muchos ilustres y piadosos de Israel cuando apareció Jesús: no le reconocieron porque no daba la talla de Mesías, el Mesías no podía ser él, el hijo del carpintero de Nazaret (Lc 4,22). Seguramente cayeron en la tentación tan real y frecuente de hacer de Dios un ídolo, convirtiendo la representación mental de Dios, la imagen que nos hacemos de Él, en su misma realidad. Quizás también nosotros seguimos esperando a un dios aparatoso, triunfal, espectacular, apabullante e innegable... O seguimos esperando a un dios que nos resuelva los problemas, que nos libre de los malos tragos, que se anticipe a nuestros sufrimientos para evitarlos... Seguimos esperando a un dios que conceda privilegios a quienes creen en El... o que nos devuelva un puesto de privilegio en la sociedad. Y ese no es el dios que se manifestó en Jesús, que nos dijo en Jesús quién y cómo era; esa no es la lógica del Dios que nace pobre en Belén y muere abandonado por casi todos los suyos fuera de la ciudad, en soledad y pobreza, humillado y marginado; ese no es el Dios que «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos» (Fil 2, 7).
b. Vivir descentrados de nosotros mismos
Otras veces no encontramos a Dios porque vamos tan embebidos y tan absortos en nosotros mismos que no le podemos encontrar ni a Él ni a nadie. Dios no me va a sustituir a mí: voy a ser yo quien tenga que afrontar el asunto. Tampoco Dios va a diluir mágicamente el problema: va a seguir existiendo en toda su crudeza y con todas sus demandas. Pero escuchar a Dios en medio de mis problemas me puede abrir a nuevas perspectivas y soluciones. Vivir descentrado de uno mismo implica también la presencia en la vida de personas con las que compartir nuestra experiencia vital en profundidad. Muchas veces no encontramos a Dios porque buscamos en solitario. Y cuando uno se empecina en buscar en solitario sucede que muchas veces confunde el camino. Pedro necesitó que Juan le dijese «es el Señor» (Jn 21,7) para descubrirle.
            c. Un estilo de vida adecuado
A cada uno de nosotros la vida nos depara un conjunto de situaciones y condiciones que la configuran y que están, muchas de ellas, fuera de nuestro control, nos vienen dadas. Esos determinantes y condicionantes, de todo tipo (social, comunitario, familiar, laboral...) son decisivos en la configuración de nuestra vida concreta. En ellos, sean los que sean, hemos de buscar a Dios con la confianza de que «el que busca encuentra» (Mt 7,8). En ocasiones nos empeñamos en pasar por encima de ellos en nuestra búsqueda de Dios y eso es imposible. No se trata de añorar permanentemente condiciones más favorables que pasaron, ni de anhelar las que no vendrán. No podemos huir de nuestra vida concreta y real, aunque sea limitada, pequeña, mediocre. Se trata por tanto de asumir la vida concreta que tenemos delante con un estilo tal que nos permita encontrarnos con Dios en ella. Porque en eso sí que podemos actuar: en las actitudes con las que afrontamos las cosas. No podemos cambiar muchas de las condiciones dadas, pero sí las podemos afrontarlas con uno u otro talante. Y eso resulta decisivo para el encuentro con Dios.
En primer lugar, resulta imprescindible la actitud del que busca a Dios, consciente de que nunca llega a encontrarle por completo. Es la actitud de confianza (del que sabe que el Señor cumplirá su promesa de mostrarse a los que le buscan con sincero corazón), de la humildad (porque somos conscientes de que no está en nuestra mano el resultado de la búsqueda; Dios siempre nos sorprende; hasta el mismo deseo de buscar a Dios es un don), y de la misericordia (porque no somos poseedores o dispensadores de un Dios al que manejamos).
Son actitudes propias de aquellos que se saben en camino, en búsqueda. Actitudes muy distintas a la de aquellos que afirman que ya han encontrado a Dios, que se apoderan de Él y que viven utilizándolo o manipulándolo en beneficio propio o como arma arrojadiza contra otros.
Esta actitud de búsqueda nos puede permitir desarrollar una serie de capacidades.
+La primera es la de interioridad. Dios no es evidente, no está en la superficie de las cosas o de los acontecimientos, no es lo primero que se ve. Por eso la dispersión, superficialidad, banalidad, tan presente en nuestros ritmos de vida, en nuestra manera de mirar la realidad, de relacionarnos (sin dejarnos interrogar por la vida y las personas, desde posturas hechas, desde tópicos que nos tranquilizan…) no ayudan al encuentro con Él. Crecer en interioridad no es posible sin espacios para el silencio y la contemplación. Para encontrar a Dios hoy hay que prestar atención, caminar con atención y no distraídamente, tener sensibilidad para los detalles... La vida, cualquier vida, está llena de matices. Y en los matices y en los detalles está Dios, porque en los matices y en los detalles se percibe el amor. Para que se dé esa actitud o capacidad de atención, es necesario su ejercicio habitual; son necesarios espacios, tiempos, estructuras de atención, que nos ayuden a paramos y a mirar lo que normalmente nos pasaría desapercibido.
+La segunda actitud a cuidar es la capacidad de elección. Esto implica tener claro aquello que está en el centro de nuestra vida, y en función de ello no vivir a impulsos, sino marcando las prioridades y los ritmos desde dentro… que no sea la agenda la que
nos marque la vida.
+Una tercera capacidad es la gratuidad. En un lenguaje más clásico sería “pobreza de espíritu”, “descentramiento”, “abnegación”. La gratuidad es gratitud y generosidad, porque valoramos lo recibido y compartimos sin defender lo adquirido, que nos ha sido regalado. La gratuidad también tiene que ver con el despojarse, con aceptar serenamente los despojamientos que la vida nos va haciendo; vigor, atractivo físico, salud, cualidades intelectuales, autonomía, situaciones de relevancia y protagonismo…
+Una cuarta capacidad sería la del “encuentro” humano. Sin cultivar una capacidad de relación humana medianamente madura, es muy difícil mantener una relación con Dios de cierta hondura. Esto implica tanto el no desinteresarse por el otro, como el no vivir pendiente únicamente de uno mismo, así como el no generar dinámicas de relación posesivas, manipuladoras, dependientes… La auténtica relación supone dar, pero también recibir (eso sí, sin exigir ni manipular, sin pretender que se me responda igual que yo doy al otro… y volviéndome rencoroso o celoso cuando no se me da como espero).
Todo lo anterior no es posible sin capacidad de fortaleza, pues las experiencias humanas más auténticas no son baratas. Tampoco la experiencia de Dios que vivió Jesús lo fue. Y los que le seguimos tenemos que tener muy claro que los lugares cristianos donde Dios ha prometido por excelencia su presencia son la cruz de Jesús y el sufrimiento de los inocentes. La persona que busca a Dios sigue adelante aunque el viento sople fuerte y arrecie la tempestad. En una sociedad como la que vivimos nosotros, es ilusorio pensar que nadie pueda encontrar a Dios sin un mínimo de sentido crítico, de mantener su propio criterio cuando no está de moda, cuando no es “políticamente correcto”, cuando hay que pagar un precio en popularidad, en imagen, en puestos…
El desarrollo de estas capacidades nos acercará a un estilo de vida que nos permita el encuentro con Dios en la vida cotidiana, y que presenta unos rasgos concretos:
Austeridad, es decir, ser dueños de nosotros mismos, incluso en la posesión y uso de los bienes necesarios. La austeridad también tiene que ver con el ayuno de la tradición cristiana. Ayuno de alimentación, pero también de pensamientos, ruido, imágenes, información…
También es necesario en nuestro estilo de vida, el orden y control de las actividades. Se trata de la adecuada organización de las necesarias e imprescindibles, del discernimiento de las complementarias, y de la limitación y supresión de las que incluso siendo atractivas, no tengan cabida, salvo pagando un precio muy costoso en calidad de vida humana y espiritual.
Resulta asimismo imprescindible llevar un ritmo de vida humano y equilibrado, en el que haya espacios y tiempos para la atención, el descanso, la escucha de Dios y de los demás... Muchas veces se nos impone desde fuera un ritmo vital muy fuerte. Pero en otras ocasiones, somos nosotros mismos los que forzamos nuestros ritmos de vida para ocultar problemas personales y relacionales, o para alcanzar metas que sólo nos son exigidas desde nuestro orgullo o ambición, o desde nuestros problemas de estima. Muchas veces vivimos acelerados porque nos da miedo parar y caer en un enorme agujero vacío. Este ritmo de vida nos lleva directamente al autocentramiento y a la insensibilidad para Dios y para los demás. Se trata de vivir a ritmo humano, aunque sea intenso y fuerte, pero humano. Necesitamos espacios o zonas verdes de aireación humana y espiritual. Y para eso es preciso decidir conscientemente sobre el uso de nuestro tiempo, que es un bien limitado. La importancia que damos a las cosas se manifiesta en el tiempo que empleamos en ellas, en cantidad y en calidad.
Y por supuesto, en este estilo de vida, ha de haber tiempo explícito para Dios, tiempo personal para estar con Él, para mirar desde Él y con Él la vida cotidiana, para descubrir su lenguaje, para captar la manera que tiene de hablarme en los acontecimientos, para profundizar y ahondar en lo que tengo ante mí cada día. No es tiempo para huir de la vida, sino para estar más profundamente en ella. Sin esos momentos explícitos de oración personal, es imposible salir de la superficie de las cosas, perforar lo cotidiano para hallar la presencia del Señor de la vida. Y en esto hemos de ser conscientes de que la oración comunitaria no suple el esfuerzo personal… porque Dios habla en la vida de la comunidad, pero también en la mía, y de un modo propio, peculiar, que necesita también un tiempo propio, personal.
            d. La acogida a los hermanos
Hay mediaciones privilegiadas, lugares preferentes, para el encuentro con Dios, ahora y siempre. Uno de esos lugares por excelencia es la persona humana, el otro. Se ha dicho preciosamente que el otro, y particularmente el otro al que excluimos, el distinto, el extraño, el extranjero, es la metáfora de Dios: en ese rostro que yo reconozco, Dios se pone a hablar, se hace audible. Dicho en el lenguaje mismo del evangelio, en la medida en que yo «me haga prójimo» (Lc 10,36) del otro, especialmente del caído al margen del camino, descubriré a Dios. Cuando olvidamos al hermano no ya en nuestros discursos, sino en nuestro estilo de vida y nuestras decisiones, no sólo hacemos un acto de inhumanidad o de injusticia, sino que nos negamos a nosotros mismos la posibilidad de ser radicalmente cristianos, de ser prójimos, y desperdiciamos la mediación más evangélica para sentir en nuestra vida la acogida del Señor (Mt 25, 34).
Mateos, J.A.