La vida de cada día es lugar
inexcusable para el seguimiento de Jesucristo. En primer lugar, la misma
Palabra de Dios nos recuerda en muchas ocasiones que la vida cotidiana es el
lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El simple recuerdo de algunas de
ellas nos puede ayudar a situar la cuestión. En el Antiguo Testamento el
profeta Isaías nos dice: «Así dice el
Señor: "No te hablé a escondidas, en un país tenebroso”, no dije a la
estirpe de Jacob: “Buscadme en el vacío".» (Isaías 45, 15.26).
El mismo Jesús, al final del
Evangelio de Marcos, tras la Resurrección, da un recado a las mujeres: “decid a mis discípulos que vayan a Galilea,
allí me verán”. (Cfr. Mc 16, 7). (Galilea es para los discípulos, entre
otras cosas, el lugar de lo cotidiano, de la familia, del trabajo, de las cosas
sencillas y corrientes). Y vuelve a insistir al final del Evangelio de Mt (28,
20): “estaré con nosotros todos los días,
hasta el fin del mundo”.
La misma vida de Jesús nos
muestra una espiritualidad hecha de referencias a lo cotidiano como ocasión de
encuentro con Dios: vive el amor en relaciones humanas de familia y amistad; su
sensibilidad aprecia los valores auténticos y sencillos (la generosidad de la
viuda, la fidelidad del joven rico que se le acerca, la fe del oficial pagano
que no conoce la Ley, las tareas sencillas de la gente del campo); pone a las
personas por encima de las normas religiosas como la del sábado; levanta el
corazón al Padre en medio de los acontecimientos cotidianos y sencillos; enseña
a la mujer samaritana que no se trata de adorar en una montaña o en un templo, sino “en espíritu y verdad” (Cfr. Jn 4,
23); y cuando pide a su Padre por sus seguidores y amigos, no le pide que los
saque del mundo, sino únicamente que los preserve del mal. (Jn 17, 15).
Las Cartas del Nuevo Testamento
nos confirman que es la vida cotidiana el lugar donde vivir nuestra fe y seguir
a Cristo. “Y todo lo que hagáis o digáis
hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de
Él”. (Col 3, 17).
También la liturgia se hace eco
de ello:
“El mismo Señor viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en
cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos
testimonio de la espera dichosa de su reino” (Prefacio III Adviento).
La experiencia de muchos santos,
hombres y mujeres que se adentraron profundamente en la experiencia de Dios,
viene a confirmar lo dicho hasta ahora. Desde la experiencia de que Dios es
siempre mayor que las expectativas que nos hacemos de Él (San Agustín), muchos
santos llegan a la conclusión de que Dios nos sale al encuentro donde quiere,
cuando quiere y como quiere. Tal vez se ha banalizado una expresión de Teresa
de Jesús, que recordaba a sus hermanas que entre los pucheros andaba el Señor.
Más allá de la expresión concreta, lo importante es que la Santa nos recuerda
que el encuentro con Dios se realiza allá donde su voluntad nos quiera
encontrar (y nosotros nos dejemos, claro): dando clase, en la capilla, en el
comedor, en la habitación, en el grupo de catequesis, paseando por la calle,
hablando con un hermano o con un amigo, haciendo deporte, en una excursión,
orando, en una reunión…
Eso sí, tal vez sea necesario
dejarnos desbordar por la manera de hacer de Dios y salir de nuestros
prejuicios. Las maneras, los caminos, los tiempos, las mediaciones de Dios para
llegar a cada uno son inabarcables e insondables… están inmersas en el misterio
de la libertad infinita de Dios y la libertad relativa del ser humano. Dios
puede acercarse a cada uno de nosotros de infinitas maneras para tocar nuestro
corazón.
San Ignacio de Loyola nos deja
una experiencia, plasmada en un lema esencial para la espiritualidad ignaciana,
referido a la experiencia de Dios en lo cotidiano: “buscar y encontrar a Dios en todas las cosas”. Por eso no se
elimina ningún ámbito, ni de la interioridad, ni de la actividad exterior, ni
de los explícitamente religiosos, ni de los que no lo son.
Karl Rahner insiste en que la
relación personal e inmediata con Dios va a ser ineludible para el cristiano
del futuro (para nosotros ya del presente). Pero esta relación no podrá
consistir ni en largas horas de oración o contemplación, ni en episodios extraordinarios
alejados de la sensibilidad cotidiana, ni en visiones o revelaciones
especiales... Ha de consistir en algo mucho más sencillo: en desarrollar la
sensibilidad para encontrar a Dios, para captar su lenguaje, para sentir su
presencia amorosa en la vida cotidiana. Si desvinculamos a Dios de nuestra vida
cotidiana, es muy posible que nos quedemos sin Dios, pues nuestro ambiente
social no nos invita a verle y hacerle presente (y tampoco podemos vivir al
margen de nuestra sociedad y de nuestra época). Sólo si le descubrimos, le
hablamos, le amamos, en los hechos cotidianos, con el lenguaje de cada día, en
las preocupaciones que nos abruman... podremos ser creyentes en este tiempo, en
una sociedad que ya no es mayoritariamente cristiana, que ya no nos recuerda a
Dios a cada paso, al contrario, una sociedad que en muchas ocasiones nos “vela”
y “oculta” la presencia de Dios, que prescinde de ella y la convierte en
insignificante.
Xabier Zubiri nos recuerda que
Dios no es trascendente a la vida, sino en la vida. Por eso toda realidad
(actividad, relación, experiencia, etc.) es penúltima, no tiene su fundamento
en ella misma, pero por eso también toda realidad nos remite a Aquél que la
fundamenta y sostiene.
No se nos está invitando, por
tanto, a alejarnos a algún desierto para allí tranquilamente, sin líos, sin
problemas, sin disgustos, sin contacto con otros seres humanos... descubrir a
Dios; ese modelo sirvió en muchos momentos de la historia, y tal vez a algunas
personas aún les sirva, pero no es la norma general para nuestro momento
histórico. Se nos llama, por el contrario, a profundizar lo cotidiano, a buscar
a Dios en el bullicio de una vida que quizá no es al cien por cien la que
nosotros elegiríamos, sino la que es, con todas sus posibilidades y también con
sus limitaciones.
Mateos, J.A.