lunes, 17 de junio de 2013

El encuentro con Dios



La vida de cada día es lugar inexcusable para el seguimiento de Jesucristo. En primer lugar, la misma Palabra de Dios nos recuerda en muchas ocasiones que la vida cotidiana es el lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El simple recuerdo de algunas de ellas nos puede ayudar a situar la cuestión. En el Antiguo Testamento el profeta Isaías nos dice: «Así dice el Señor: "No te hablé a escondidas, en un país tenebroso”, no dije a la estirpe de Jacob: “Buscadme en el vacío".» (Isaías 45, 15.26).
El mismo Jesús, al final del Evangelio de Marcos, tras la Resurrección, da un recado a las mujeres: “decid a mis discípulos que vayan a Galilea, allí me verán”. (Cfr. Mc 16, 7). (Galilea es para los discípulos, entre otras cosas, el lugar de lo cotidiano, de la familia, del trabajo, de las cosas sencillas y corrientes). Y vuelve a insistir al final del Evangelio de Mt (28, 20): “estaré con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
La misma vida de Jesús nos muestra una espiritualidad hecha de referencias a lo cotidiano como ocasión de encuentro con Dios: vive el amor en relaciones humanas de familia y amistad; su sensibilidad aprecia los valores auténticos y sencillos (la generosidad de la viuda, la fidelidad del joven rico que se le acerca, la fe del oficial pagano que no conoce la Ley, las tareas sencillas de la gente del campo); pone a las personas por encima de las normas religiosas como la del sábado; levanta el corazón al Padre en medio de los acontecimientos cotidianos y sencillos; enseña a la mujer samaritana que no se trata de adorar en una montaña o en un templo, sino “en espíritu y verdad” (Cfr. Jn 4, 23); y cuando pide a su Padre por sus seguidores y amigos, no le pide que los saque del mundo, sino únicamente que los preserve del mal. (Jn 17, 15).
Las Cartas del Nuevo Testamento nos confirman que es la vida cotidiana el lugar donde vivir nuestra fe y seguir a Cristo. “Y todo lo que hagáis o digáis hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de Él”. (Col 3, 17).
También la liturgia se hace eco de ello:
“El mismo Señor viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino” (Prefacio III Adviento).
La experiencia de muchos santos, hombres y mujeres que se adentraron profundamente en la experiencia de Dios, viene a confirmar lo dicho hasta ahora. Desde la experiencia de que Dios es siempre mayor que las expectativas que nos hacemos de Él (San Agustín), muchos santos llegan a la conclusión de que Dios nos sale al encuentro donde quiere, cuando quiere y como quiere. Tal vez se ha banalizado una expresión de Teresa de Jesús, que recordaba a sus hermanas que entre los pucheros andaba el Señor. Más allá de la expresión concreta, lo importante es que la Santa nos recuerda que el encuentro con Dios se realiza allá donde su voluntad nos quiera encontrar (y nosotros nos dejemos, claro): dando clase, en la capilla, en el comedor, en la habitación, en el grupo de catequesis, paseando por la calle, hablando con un hermano o con un amigo, haciendo deporte, en una excursión, orando, en una reunión…
Eso sí, tal vez sea necesario dejarnos desbordar por la manera de hacer de Dios y salir de nuestros prejuicios. Las maneras, los caminos, los tiempos, las mediaciones de Dios para llegar a cada uno son inabarcables e insondables… están inmersas en el misterio de la libertad infinita de Dios y la libertad relativa del ser humano. Dios puede acercarse a cada uno de nosotros de infinitas maneras para tocar nuestro corazón.
San Ignacio de Loyola nos deja una experiencia, plasmada en un lema esencial para la espiritualidad ignaciana, referido a la experiencia de Dios en lo cotidiano: “buscar y encontrar a Dios en todas las cosas”. Por eso no se elimina ningún ámbito, ni de la interioridad, ni de la actividad exterior, ni de los explícitamente religiosos, ni de los que no lo son.
Karl Rahner insiste en que la relación personal e inmediata con Dios va a ser ineludible para el cristiano del futuro (para nosotros ya del presente). Pero esta relación no podrá consistir ni en largas horas de oración o contemplación, ni en episodios extraordinarios alejados de la sensibilidad cotidiana, ni en visiones o revelaciones especiales... Ha de consistir en algo mucho más sencillo: en desarrollar la sensibilidad para encontrar a Dios, para captar su lenguaje, para sentir su presencia amorosa en la vida cotidiana. Si desvinculamos a Dios de nuestra vida cotidiana, es muy posible que nos quedemos sin Dios, pues nuestro ambiente social no nos invita a verle y hacerle presente (y tampoco podemos vivir al margen de nuestra sociedad y de nuestra época). Sólo si le descubrimos, le hablamos, le amamos, en los hechos cotidianos, con el lenguaje de cada día, en las preocupaciones que nos abruman... podremos ser creyentes en este tiempo, en una sociedad que ya no es mayoritariamente cristiana, que ya no nos recuerda a Dios a cada paso, al contrario, una sociedad que en muchas ocasiones nos “vela” y “oculta” la presencia de Dios, que prescinde de ella y la convierte en insignificante.
Xabier Zubiri nos recuerda que Dios no es trascendente a la vida, sino en la vida. Por eso toda realidad (actividad, relación, experiencia, etc.) es penúltima, no tiene su fundamento en ella misma, pero por eso también toda realidad nos remite a Aquél que la fundamenta y sostiene.
No se nos está invitando, por tanto, a alejarnos a algún desierto para allí tranquilamente, sin líos, sin problemas, sin disgustos, sin contacto con otros seres humanos... descubrir a Dios; ese modelo sirvió en muchos momentos de la historia, y tal vez a algunas personas aún les sirva, pero no es la norma general para nuestro momento histórico. Se nos llama, por el contrario, a profundizar lo cotidiano, a buscar a Dios en el bullicio de una vida que quizá no es al cien por cien la que nosotros elegiríamos, sino la que es, con todas sus posibilidades y también con sus limitaciones.
Mateos, J.A.