Si
lo esencial del milagro es que constituya un «signo», se comprende fácilmente
que el propio hecho, su cara visible, puede variar de una época a otra. Lo
importante es que -hable» en la época en que surge. Hay ciertos hechos que
pueden muy bien ser extraordinarios en una época y no ser llamativos en otra.
Cuando los primeros hombres desembarcaron en la luna, todos nos quedamos la noche
entera ante la televisión y comprendimos que estaba pasando algo que modificaba
nuestra visión del universo. A medida que se iba renovando ese hecho, aquel
acontecimiento era distinto, uno más entre otros, y pasó a ocupar la última
página de los periódicos. Algunos de los milagros del evangelio, realizados en
nuestra época, quizás no nos plantearían ninguna cuestión, ya que podría
explicarlos la ciencia. Es posible que algún milagro con· creta,
científicamente comprobado en Lourdes en la actualidad, no sea ya «milagro»
dentro de cincuenta años. Y esto no tiene por qué preocuparnos. Si el milagro
fuera una «prueba», sería poco honrado, de parte de Dios, aprovecharse de
nuestra ignorancia para inducirnos a creer, lo mismo que si un misionero
quisiera «probar» a Dios a unas poblaciones ignorantes de nuestra civilización
mostrándoles una televisión o un magnetofón. Si el milagro es un «signo», una
cuestión que pone en camino, no tiene tanta importancia el que se le pueda
explicar algún día, ya que no se cree por causa de él, sino por causa de la
verdad del mensaje. Un día me contó un sacerdote su vocación: entró en el
seminario menor porque estaba allí su hermano; el hermano se marchó, y él se quedó.
Pero si se quedó y llegó a ser sacerdote, no fue porque su hermano había ido al seminario,
sino porque descubrió personalmente la llamada de Jesucristo. El hermano no fue
para él más que el «signo», el más adaptado sin duda a su conciencia de niño,
que le obligó a plantearse la cuestión. Pero a esa cuestión él respondió por
otros motivos... Si un incrédulo es testigo de un «milagro» en Lourdes, si
reflexiona y se convierte, no se convertirá apoyándose en ese milagro como si
fuera una "prueba», sino descubriendo personalmente a Jesucristo. Y si
cincuenta años más tarde se entera de que aquel «milagro» resulta entonces
explicable, eso no cambiará nada en su fe, porque Jesucristo realmente no ha
cambiado."
El
antiguo catecismo nos decía que Jesús probó su divinidad haciendo milagros.
Esto no es históricamente exacto y resulta muy peligroso afirmarlo así, ya que
es querer basar nuestra fe en lo que nos parece poco sólido, con razón o sin
ella. Nuestra fe no reposa en los milagros, sino que es adhesión a Jesús
resucitado. El centro de nuestra fe, aquello en lo que reposa, es la
resurrección de Cristo. Veste acontecimiento no es un milagro; es un misterio
percibido en la fe? De este acontecimiento es de donde, según creo, habría que
partir para una catequesis sobre los milagros. Si yo creo que Dios ha
intervenido en la vida de ese hombre, Jesús, la mañana de pascua, no tengo
ninguna razón para rechazar a priori que pudo también intervenir en su vida,
por medio de milagros. Finalmente, es a la luz de este misterio como pueden
resultar «signos»,... milagros», ciertos hechos extraordinarios. Se puede decir
incluso que a la luz de la resurrección todo se convierte en signo para el
creyente... “Un nacimiento es un
milagro...“, decía un muchacho de diez años, coincidiendo sin saberlo con el
patriarca Atenágoras: "Para el que
sabe mirar, toda es milagro... La resurrección es el comienzo de la
transfiguración de la tierra”.
Charpentier, E.