A Jesús lo mataron los romanos a
instancias de los jefes de su propio pueblo. En el estipes de la cruz un
letrero decía, en burla, El rey de los judíos. Se trató, en este caso, de la
aplicación de la pena capital de parte de los romanos, la única autoridad que
poseía el ius gladii. Fariseos, escribas, saduceos hicieron ver a los romanos
que las expectativas mesiánicas que Jesús despertaba eran peligrosas para la
estabilidad social y política de Palestina. No tuvieron que invocar como causa
lo que realmente les resultaba insoportable: la desautorización que Jesús hacía
de la religiosidad de la época, y de ellos en particular, pues interpretaba la
Ley y se comportaba respecto del Templo con una libertad inaudita. Jesús, en
sus actuaciones, subordinó la Ley y el Templo a la obediencia a Dios, la cual
en todos los casos y siempre ha debido consistir en la liberación de personas
concretas.
Este fue, en su núcleo, el contenido del
reino que Jesús quiso inaugurar como voluntad del Dios que él consideró su
Padre. A este Padre no se le encontraría mejor en lugares y tiempos
"sagrados" que en los valles, las montañas y entre las olas del mar
de Galilea, de mañana o por la tarde. Jesús, en vez de erigirse en el guardián
de la diferencia entre lo sagrado y lo profano, la saltó, la ridiculizó a veces
y, con su muerte en cruz, la aniquiló para siempre.
Costadoat, J.