Llama mucho la atención
en la Biblia el miedo que los judíos tenían de ver a Dios. Al sentir su
presencia, se cubrían el rostro, porque podían morir con la vista del Señor.
Así lo hace Moisés ante la zarza ardiendo:
- Se cubrió el
rostro, porque tenía miedo de mirar a Dios.
Y el mismo Dios
le dijo:
- No podrás ver
mi rostro, porque nadie puede verme y seguir viviendo...
Y recordemos a
Jacob, a quien se aparece Dios, y exclama después:
- ¡He visto a
Dios, y sin embargo no he muerto!...
Por eso venía a
veces la nube, que manifestaba que Dios estaba allí, pero al mismo tiempo
ocultaba su presencia, como ocurrió en la inauguración del Templo de Salomón.
Y este miedo lo
tuvieron incluso los apóstoles, en el mismo Evangelio. En el Tabor, apenas oyen
la voz de Dios, escondido en la nube que aparece sobre el monte, caen aterrados
y apegan el rostro al suelo, hasta que se acerca Jesús y les anima:
- ¡No temáis!...
Así era la fe de
Israel. Pero viene Jesús, y en su sermón programático de las bienaventuranzas
proclama y promete:
- ¡Dichosos los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!
La gente que oía
a Jesús decir esto por primera vez, debió quedarse loca de alegría. -¿Cómo es
posible eso de que vamos a ver a Dios, si a Dios no lo ha visto ni lo puede ver
nadie? ¿Cómo es que ahora Jesús, el Maestro de Nazaret, que hace estos
prodigios y que enseña con esta autoridad, nos dice que vamos a ver al mismo
Dios?...
Los humildes, los
sencillos, los de conciencia recta, ven a Dios con una fe sin trabas ya en este
mundo, y después contemplarán a Dios cara a cara, sin velos.
Como nos dice
Pablo:
- Ahora vemos
como en espejo, después cara a cara.
Y completa Juan:
- Aún no se ha
manifestado lo que seremos, porque, cuando llegue, veremos a Dios tal como es Él..
¿Medimos lo que
esto significa?...
Sin darnos
cuenta, estamos contando un imposible. ¿Cómo una criatura puede ver al Dios
invisible, al que es santísimo, al que supera todas las fuerzas humanas y las
de los mismos ángeles? Sin embargo, lo que es imposible para los hombres, es
posible para Dios. Y esto es lo que Dios nos promete: que lo veremos tal como
es: lo contemplaremos sin velos, cara a cara, en una dicha y en un gozo
inenarrables, metidos en Él de tal manera que miraremos a Dios con los ojos del
mismo Dios...
Esta es la gracia
de las gracias. Todas las gracias que Dios nos hace van dirigidas a esta final:
a verle a Él en la Gloria. Y, cuando lo veamos y poseamos, ya no desearemos
nada más, porque se habrán colmado para siempre todos los anhelos del corazón.
El Catecismo de
la Iglesia Católica nos resume todo con estas palabras famosas de San Agustín:
- Allí
descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo
que acontecerá en el fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino
que no tendrá fin?...
Todo esto es un
sueño, el feliz sueño de los creyentes. Un sueño bendito, no producido por una
droga alucinante, sino por la Palabra de Dios, que nos lo promete con toda su
seriedad divina:
- ¡Verán a
Dios!... ¡Lo veremos cara a cara!... ¡Lo veremos tal como es Él!...
Esta llamada de
Dios a su visión y a su gloria tiene su precio. No es una imposición, es una
oferta. Es un regalo, pero condicionado. Dios nos crea y nos pone en este mundo
con una dirección precisa. Nos coloca en el principio de la carretera, y nos
dice:
- ¡Adelante, y
hasta el fin! No te desvíes. No te salgas de la autopista. En un cruce que se
atraviese, no te vayas ni a derecha ni a izquierda...
El gran Catecismo
de la Iglesia Católica nos repite lo que aprendimos de niños en el pequeño
catecismo de nuestra parroquia: que Dios nos ha puesto en el mundo para
conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. Esta es la carretera, la
autopista real que conduce a Dios.
Lo conocemos y lo
aceptamos con la fe.
Le servimos con
nuestra adoración, nuestro culto y nuestra entrega a los hermanos que nos
necesitan. Así le amamos con todo el corazón.
El ver a Dios
será regalo y será premio. Dios se nos ofrece, pero nos exige esfuerzo.
Requiere perseverancia hasta el fin. Por eso nos repite la Carta a los Hebreos:
- La
perseverancia os es necesaria para alcanzar la promesa, todo eso que Dios nos
ha ofrecido por nuestra fidelidad a su Palabra.
- ¡Oh Dios, Tú
eres mi Dios! repetimos con el salmo, mi alma está sedienta de ti... ¡Y cuándo
llegaré, para ver el rostro de mi Dios!...
Lo veremos sin
morir, sino viviendo siempre, siempre...
García, P., misionero
Claretiano