El paralítico. Esperar por otro
Uno de los relatos más sorprendentes del Evangelio es el del
paralítico llevado por cuatro hombres. Sorprendente en muchos aspectos. Ante
todo, por la singularidad de introducir el camastro por el techo de la casa. Es verdad que las casas de Palestina en el siglo I eran
fáciles de «desmontar». Pared de adobe y tejado de cañas y barro. Nada tenían
que ver con nuestras modernas construcciones de hormigón. Bastaba levantar unas
cañas… y ahí estaba el enfermo, a los pies de Jesús. Si no había manera de entrar
por la puerta, se hacía por el techo. El caso era llegar al Maestro.
Como en tantos episodios evangélicos, desconocemos el nombre
del enfermo y de sus porteadores. Pero sabemos algo esencial de ellos: tenían
fe. Una fe capaz de subirse al tejado, desmontarlo y hacer bajar al paralítico
justo delante de Jesús.
El propio evangelista lo dice: «Viendo Jesús la fe de ellos…» ¿También del paralítico? No lo
sabemos. El «ellos» puede incluir a los cinco o sólo a los camilleros. En todo
caso, el plural nos indica que son más de uno los que creen.
El paralítico no podía hacer nada. Tampoco ellos podían
curarle. Pero podían hacer una cosa: ponerle a los pies de Jesús. Él se
encargaría de lo demás.
El hecho de transportarle hasta Jesús y la fe con que lo
hacen nos insinúa que esperaron por él. Tuviera o no él esta misma fe, en todo
caso ellos confiaron este hombre a Jesús.
Y se desencadenó el milagro. Porque la fe es la puerta que
deja libres las manos a Dios para hacer cosas grandes.
Lo que ocurre supera con creces lo que ellos esperaban. No
sólo la sanación física, sino sobre todo la sanación espiritual («Hijo, tus pecados quedan perdonados»).
Con gran escándalo de los fariseos de turno, por cierto.
Ellos no han curado al enfermo. Menos aún han perdonado sus
pecados. Pero le han puesto ante Jesús. Han esperado por él. Esto es
interceder.
Hay mucha gente paralítica en su alma. Agarrotada por el
pecado, por la pereza, por la indolencia. Nosotros no podemos cambiarlos. Pero
podemos presentarlos a Jesús. Podemos esperar por ellos. Llevándolos en nuestro
corazón, lleno de fe y amor. De fe y confianza en Jesús como aquellos cuatro,
aunque haya que superar dificultades.
Y también lleno de amor, como el de aquella otra gran
intercesora, la mujer cananea, que sentía como propio el mal de su hija: «Señor, ten compasión de mí; mi hija tiene
un demonio muy malo» (Mt 15,22).
Muchas veces se piensa –y se dice– que ante determinadas
situaciones no hay nada que hacer. Esto indica falta de fe, pues «para Dios nada hay imposible» (Lc
1,37). Siempre podemos hacer algo: interceder, esperar por otro. Eso está al
alcance de cualquiera que tenga fe. No todos podemos predicar o realizar
grandes proyectos de caridad. Pero todos podemos interceder. Y entonces acontece
el milagro, porque es Dios quien lo realiza… aunque haya que desmontar algún
tejado.
(Texto bíblico: Mc 2,1-12)
ALONSO AMPUERO, J.: “Personajes bíblicos”