A veces, cuando hablo de Dios
con algunas personas que han abandonado toda práctica religiosa, me doy cuenta
de que, seguramente, nunca han tenido la experiencia de encontrarse con él. Han oído hablar de un Dios que
prohíbe ciertas cosas, y que promete la "vida eterna" a quienes le obedecen, pero no sabrían decir mucho más.
Si a ti te ha pasado algo de esto, es normal que
la fe no te resulte atractiva: ¿qué te puede aportar?, ¿qué puedes salir
ganando con preocuparte de estas cosas?, ¿para qué sirve creer? Hoy quiero hablar contigo de esto.
Tú sabes muy bien que los creyentes tenemos
los mismos problemas y sufrimientos que todo el mundo. La fe no le dispensa a nadie de las preocupaciones y
dificultades de cada día. Pero si un creyente cuida en el fondo de su corazón la confianza en Dios, descubre una
luz, un estímulo y un horizonte nuevo para vivir.
En
primer lugar, el creyente puede acoger la
vida cada mañana como un regalo de Dios. La vida no es una casualidad; tampoco
es una lucha solitaria frente a las adversidades. Dios me regala un nuevo día.
No estoy solo en la vida. Alguien cuida de mí. Viviré este día confiando en él.
El
creyente puede conocer también la alegría de saberse perdonado. En medio de sus
errores y mediocridad puede experimentar la inmensa comprensión de Dios. Yo no
soy mejor que los demás. Conozco mi pecado y mi fragilidad. Mi suerte es poder sentirme perdonado y renovado interiormente para
comenzar siempre de nuevo una vida más humana.
El
creyente cuenta también con una luz
nueva frente al mal. La fe no es una droga ni un tranquilizante frente a las desgracias. Yo no me
veo liberado del sufrimiento, pero le puedo dar un sentido nuevo y diferente. Dios quiere verme feliz. Puedo
vivir sin autodestruirme ni caer en la desesperación.
¿Para
qué creer? Para sentirme acogido por Dios cuando me veo solo e incomprendido;
para sentirme consolado en el momento del dolor y la depresión; para verme fortalecido en
mi impotencia y pequeñez; para sentirme invitado a vivir, a amar, a crear vida a pesar
de mi fragilidad.
¿Para
qué creer? Para situar las cosas en su verdadera perspectiva y dimensión; para
vivir incluso los acontecimientos que
parecen pequeños e insignificantes con más hondura; para tener más fuerza para
amar a las personas.
¿Para qué creer? Para no ahogar en mí el
deseo de vida hasta el infinito; para defender mi libertad y no terminar esclavo de cualquier
ídolo esclavizador; para vivir abierto a la verdad última de la vida; para no
perder la esperanza en el ser humano y en la vida.
¿Para qué creer? Para no vivir a medias; para no
contentarme con "ir tirando"; para no ser un «vividor»; para vivir de una manera digna y gratificante; para no estancarme
en la vida; para ir aprendiendo desde el evangelio maneras nuevas y más humanas
de trabajar y disfrutar, de sufrir y de vivir.
Siempre me ha conmovido esa postura noble del
gran científico ateo lean Rostand. Cuentan que le gustaba repetir a sus amigos cristianos:
"vosotros tenéis la suerte de
creer". Y, cuando planteaba la cuestión de
la fe, solía afirmar: "de lo que yo estoy seguro es que me
gustaría que Dios existiera". Son palabras que hacen pensar.
Son bastantes las personas que, poco a poco,
han arrinconado a Dios de su vida. Ya no cuentan con él a la hora de orientar y dar sentido
a su vivir diario. No les preocupa que Dios exista o deje de existir. Piensan que
tener fe es creer una serie de cosas extrañas que nada tienen que ver con la vida. Si quieres reavivar tu fe,
tienes que abrirte a un Dios vivo, que te quiere ver lleno o llena de vida. Un Dios que puede ser para ti
el mejor estímulo y la mejor ayuda para vivir.
Hoy se habla mucho de quienes se alejan de la
fe, pero no se dice que hay personas
que, no sólo no abandonan su fe, sino que se preocupan más que nunca de
cuidarla y purificarla porque
sienten que Dios les ayuda a enfrentarse a la vida de una manera más humana.
Pagola, J.A. “Aranzazu” 2006-4