jueves, 28 de junio de 2012
martes, 26 de junio de 2012
Personajes de la Biblia: el paralítico
El paralítico. Esperar por otro
Uno de los relatos más sorprendentes del Evangelio es el del
paralítico llevado por cuatro hombres. Sorprendente en muchos aspectos. Ante
todo, por la singularidad de introducir el camastro por el techo de la casa. Es verdad que las casas de Palestina en el siglo I eran
fáciles de «desmontar». Pared de adobe y tejado de cañas y barro. Nada tenían
que ver con nuestras modernas construcciones de hormigón. Bastaba levantar unas
cañas… y ahí estaba el enfermo, a los pies de Jesús. Si no había manera de entrar
por la puerta, se hacía por el techo. El caso era llegar al Maestro.
Como en tantos episodios evangélicos, desconocemos el nombre
del enfermo y de sus porteadores. Pero sabemos algo esencial de ellos: tenían
fe. Una fe capaz de subirse al tejado, desmontarlo y hacer bajar al paralítico
justo delante de Jesús.
El propio evangelista lo dice: «Viendo Jesús la fe de ellos…» ¿También del paralítico? No lo
sabemos. El «ellos» puede incluir a los cinco o sólo a los camilleros. En todo
caso, el plural nos indica que son más de uno los que creen.
El paralítico no podía hacer nada. Tampoco ellos podían
curarle. Pero podían hacer una cosa: ponerle a los pies de Jesús. Él se
encargaría de lo demás.
El hecho de transportarle hasta Jesús y la fe con que lo
hacen nos insinúa que esperaron por él. Tuviera o no él esta misma fe, en todo
caso ellos confiaron este hombre a Jesús.
Y se desencadenó el milagro. Porque la fe es la puerta que
deja libres las manos a Dios para hacer cosas grandes.
Lo que ocurre supera con creces lo que ellos esperaban. No
sólo la sanación física, sino sobre todo la sanación espiritual («Hijo, tus pecados quedan perdonados»).
Con gran escándalo de los fariseos de turno, por cierto.
Ellos no han curado al enfermo. Menos aún han perdonado sus
pecados. Pero le han puesto ante Jesús. Han esperado por él. Esto es
interceder.
Hay mucha gente paralítica en su alma. Agarrotada por el
pecado, por la pereza, por la indolencia. Nosotros no podemos cambiarlos. Pero
podemos presentarlos a Jesús. Podemos esperar por ellos. Llevándolos en nuestro
corazón, lleno de fe y amor. De fe y confianza en Jesús como aquellos cuatro,
aunque haya que superar dificultades.
Y también lleno de amor, como el de aquella otra gran
intercesora, la mujer cananea, que sentía como propio el mal de su hija: «Señor, ten compasión de mí; mi hija tiene
un demonio muy malo» (Mt 15,22).
Muchas veces se piensa –y se dice– que ante determinadas
situaciones no hay nada que hacer. Esto indica falta de fe, pues «para Dios nada hay imposible» (Lc
1,37). Siempre podemos hacer algo: interceder, esperar por otro. Eso está al
alcance de cualquiera que tenga fe. No todos podemos predicar o realizar
grandes proyectos de caridad. Pero todos podemos interceder. Y entonces acontece
el milagro, porque es Dios quien lo realiza… aunque haya que desmontar algún
tejado.
(Texto bíblico: Mc 2,1-12)
ALONSO AMPUERO, J.: “Personajes bíblicos”
jueves, 14 de junio de 2012
miércoles, 13 de junio de 2012
martes, 12 de junio de 2012
Personajes de la Biblia: Abraham
Abraham: la prueba del desarraigo
Uno de los
personajes más conocidos del A.T. es Abraham. También es de los más
importantes. Y de los más antiguos. Su vida de sitúa hacia el año 1800 a.C.
aproximadamente.
Originario
de Ur de los Caldeos, en Mesopotamia, en la fértil cuenca de los ríos Tigris y
Eúfrates (en el territorio del actual Iraq), su vida está marcada por sucesivos
desplazamientos.
Su historia
se abre, casi como «ex abrupto», con un mandato divino: «Sal de tu tierra, y de
tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gen
12,1).
Quizá era
el suyo un clan seminómada, pues ya su padre Téraj había emigrado de Ur a Jarán
en el extremo opuesto del valle del Tigris y el Eúfrates. En todo caso, resulta
llamativa esta invitación tan radical a salir.
En efecto,
ese salir suponía una auténtica expropiación. Abraham deja todo lo que ha
constituido su vida hasta ahora (su tierra, su patria, su familia, sus
amigos...) y se pone en camino hacia lo desconocido. Deja sus seguridades, el
ambiente en que es querido y valorado, los lugares, personas y costumbres que
le son familiares... y emigra.
Abraham
queda a la intemperie. Si en medio de su clan podía encontrar protección frente
a peligros y agresores, ahora queda a merced de la buena o mala voluntad de
quien encuentre en su camino. Por donde quiera que pase será un extranjero, un
forastero, un extraño a quien se mirará con distancias y con reservas.
¡Cuántos
emigrantes a lo largo de los siglos han experimentado y continúan
experimentando esto mismo! El cambio externo de lugar es también un desarraigo.
Se conmueven las raíces más hondas de la propia persona. Como un árbol que
fuera arrancado de raíz para ser transplantado a otra tierra, a otro clima...
Y, sin
embargo, Abraham nos muestra una faceta fundamental de todo ser humano: su
condición de peregrino. Está hecho para ir siempre adelante, sin instalarse.
Cuando se instala, deja de crecer; se anquilosa, se empobrece... se esteriliza.
Este
desarraigo es en Abraham tanto más hondo cuanto que ignora el futuro. No sabe
lo que le espera, no tiene seguridades o garantías, no controla nada. Vive a la
intemperie.
Y se añade,
además, su edad avanzada. Aunque los 75 años que se nos dice tenía cuando salió
de Jarán sean en realidad menos, porque siguen un cómputo diverso, lo que
parece cierto es que Abraham no era precisamente un joven. Y sabemos que si en
la juventud puede haber gusto por la aventura, no suele ser así en absoluto en
la edad madura.
«Sal de tu tierra». Esta invitación nos es
dirigida constantemente a cada uno de nosotros. Somos llamados a no
conformarnos con lo ya logrado, a no anclarnos en lo conocido y experimentado,
a remar mar adentro. Conformarnos con lo que ya vivimos es negarnos a crecer. Y
por eso –como a Abraham– Dios de vez en cuando nos desestabiliza, para
obligarnos a ir adelante.
Pero en
cierto modo, el proceso de desarraigo nunca se completa del todo en la vida de
una persona. Abraham era de edad avanzada, y su mujer era estéril. Le dolía en
lo más profundo del corazón morir sin descendencia. Era como acabarse, pues los
hijos eran el futuro del padre; la vida del padre se prolongaba, se perpetuaba
en ellos.
Milagrosamente,
sin embargo, Sara llega a ser madre. Isaac es la «sonrisa de Dios» que alegra
el corazón de Abraham en su camino hacia la vejez y hacia la muerte. Ahora
tiene futuro.
Y sin
embargo... Dios le pide que le sacrifique su hijo. Sí, Isaac, el hijo querido,
el que Dios mismo le había prometido, el que había recibido como regalo
gratuito de Dios en su ancianidad, aquel en quien depositaba todas sus
esperanzas e ilusiones...
No podemos
imaginar lo que supuso para Abraham esta prueba. Se sintió morir. Pues Isaac
era todo: su presente y su futuro. Más aún: estaban en juego las promesas de
Dios. Él estaba seguro que Isaac era el cumplimiento de esas promesas: ¿cómo
podía Dios desdecirse?
Sin
embargo, Abraham acepta también este despojamiento. Ahora su desarraigo es
completo. Ha aceptado perderlo todo. Porque por encima de todo se fía de su
Dios. Sabe que de ningún modo puede fallarle. No sabe nada. No entiende. No
puede explicarse cómo Dios cumplirá sus promesas. Pero no duda. Y acepta este
último desarraigo, el que más hondas raíces tiene en su corazón.
Abraham se
encuentra totalmente desposeído. Aunque con dolor, ha aceptado desprenderse de
todo. Lo ha entregado todo. Y es libre. Libre para Dios. Libre para los
proyectos grandes de Dios. Ya no está encerrado en sus propios planes, por
hermosos e interesantes que fueran. Ahora puede volar, libre como el viento. Es
libre para dejarse llevar... por encima de sí mismo.
Dios le
reserva a su hijo. Quería su corazón, no su hijo. Quería su libertad. Le quería
libre de sí mismo, de sus miras y proyectos, de sus concepciones limitadas...
Con el dolor del desarraigo Abraham ha sido ensanchado. Su capacidad se ha
hecho en cierto sentido ilimitada.
Gracias a
los sucesivos despojamientos Abraham alcanza una fecundidad ilimitada. Ya no
será sólo padre de un pueblo a través de su hijo Isaac. Será padre de
multitudes como las estrellas del cielo y la arena de las playas marinas. De él
nacerá el Mesías. Y se convertirá en padre de todos los creyentes. Su fe será
referencia y motivación a lo largo de los siglos y en todos los pueblos de la
tierra.
Al aceptar
perderlo todo, Abraham ha ganado infinitamente más de lo que podía anhelar o
desear. Con su apertura ilimitada se ha convertido en cauce de vida para
generaciones y generaciones. Su desarraigo se ha convertido en fuente de
bendición. Y todo en silencio, porque Abraham es hombre de pocas palabras.
Sólo
poseemos lo que aceptamos perder. Sólo tenemos vida y nos convertimos en fuente
de vida cuando aceptamos morir. Sólo en el desarraigo y en el desprendimiento
hay fecundidad.
(Texto bíblico: Génesis 12-25)
ALONSO AMPUERO, J. “Personajes
bíblicos”
Al morir... tres deseos
Encontrándose al borde de la muerte, Alejandro Magno convocó a sus
generales y les comunicó sus tres últimos deseos:
1 - Que su ataúd fuese llevado en hombros y transportado por
los mejores médicos de la época.
2 - Que los tesoros que había conquistado (plata, oro,
piedras preciosas), fueran esparcidos por el camino hasta su tumba, y...
3 - Que sus manos quedaran balanceándose en el aire, fuera
del ataúd, y a la vista de todos.
Uno de sus generales, asombrado por tan insólitos deseos, le
preguntó a Alejandro cuáles eran sus razones.
Alejandro le explicó:
1 - Quiero que los más eminentes médicos carguen mi ataúd
para así mostrar que ellos NO tienen, ante la muerte, el poder de curar.
2 - Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para
que todos puedan ver que los bienes materiales aquí conquistados, aquí
permanecen.
3 - Quiero que mis manos se balanceen al viento, para que
las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías, y con las manos
vacías partimos, cuando se nos termina el más valioso tesoro que es el tiempo.
Al morir no nos llevaremos nada material.
¡Ojalá que,
presentarnos delante de Dios, podemos ofrecerle una vida rica en buenas
acciones!
Eclesiastés 3, 1-2:
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene
su hora: tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de
arrancar lo plantado...”
viernes, 8 de junio de 2012
Veremos a Dios
Llama mucho la atención
en la Biblia el miedo que los judíos tenían de ver a Dios. Al sentir su
presencia, se cubrían el rostro, porque podían morir con la vista del Señor.
Así lo hace Moisés ante la zarza ardiendo:
- Se cubrió el
rostro, porque tenía miedo de mirar a Dios.
Y el mismo Dios
le dijo:
- No podrás ver
mi rostro, porque nadie puede verme y seguir viviendo...
Y recordemos a
Jacob, a quien se aparece Dios, y exclama después:
- ¡He visto a
Dios, y sin embargo no he muerto!...
Por eso venía a
veces la nube, que manifestaba que Dios estaba allí, pero al mismo tiempo
ocultaba su presencia, como ocurrió en la inauguración del Templo de Salomón.
Y este miedo lo
tuvieron incluso los apóstoles, en el mismo Evangelio. En el Tabor, apenas oyen
la voz de Dios, escondido en la nube que aparece sobre el monte, caen aterrados
y apegan el rostro al suelo, hasta que se acerca Jesús y les anima:
- ¡No temáis!...
Así era la fe de
Israel. Pero viene Jesús, y en su sermón programático de las bienaventuranzas
proclama y promete:
- ¡Dichosos los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!
La gente que oía
a Jesús decir esto por primera vez, debió quedarse loca de alegría. -¿Cómo es
posible eso de que vamos a ver a Dios, si a Dios no lo ha visto ni lo puede ver
nadie? ¿Cómo es que ahora Jesús, el Maestro de Nazaret, que hace estos
prodigios y que enseña con esta autoridad, nos dice que vamos a ver al mismo
Dios?...
Los humildes, los
sencillos, los de conciencia recta, ven a Dios con una fe sin trabas ya en este
mundo, y después contemplarán a Dios cara a cara, sin velos.
Como nos dice
Pablo:
- Ahora vemos
como en espejo, después cara a cara.
Y completa Juan:
- Aún no se ha
manifestado lo que seremos, porque, cuando llegue, veremos a Dios tal como es Él..
¿Medimos lo que
esto significa?...
Sin darnos
cuenta, estamos contando un imposible. ¿Cómo una criatura puede ver al Dios
invisible, al que es santísimo, al que supera todas las fuerzas humanas y las
de los mismos ángeles? Sin embargo, lo que es imposible para los hombres, es
posible para Dios. Y esto es lo que Dios nos promete: que lo veremos tal como
es: lo contemplaremos sin velos, cara a cara, en una dicha y en un gozo
inenarrables, metidos en Él de tal manera que miraremos a Dios con los ojos del
mismo Dios...
Esta es la gracia
de las gracias. Todas las gracias que Dios nos hace van dirigidas a esta final:
a verle a Él en la Gloria. Y, cuando lo veamos y poseamos, ya no desearemos
nada más, porque se habrán colmado para siempre todos los anhelos del corazón.
El Catecismo de
la Iglesia Católica nos resume todo con estas palabras famosas de San Agustín:
- Allí
descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo
que acontecerá en el fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino
que no tendrá fin?...
Todo esto es un
sueño, el feliz sueño de los creyentes. Un sueño bendito, no producido por una
droga alucinante, sino por la Palabra de Dios, que nos lo promete con toda su
seriedad divina:
- ¡Verán a
Dios!... ¡Lo veremos cara a cara!... ¡Lo veremos tal como es Él!...
Esta llamada de
Dios a su visión y a su gloria tiene su precio. No es una imposición, es una
oferta. Es un regalo, pero condicionado. Dios nos crea y nos pone en este mundo
con una dirección precisa. Nos coloca en el principio de la carretera, y nos
dice:
- ¡Adelante, y
hasta el fin! No te desvíes. No te salgas de la autopista. En un cruce que se
atraviese, no te vayas ni a derecha ni a izquierda...
El gran Catecismo
de la Iglesia Católica nos repite lo que aprendimos de niños en el pequeño
catecismo de nuestra parroquia: que Dios nos ha puesto en el mundo para
conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. Esta es la carretera, la
autopista real que conduce a Dios.
Lo conocemos y lo
aceptamos con la fe.
Le servimos con
nuestra adoración, nuestro culto y nuestra entrega a los hermanos que nos
necesitan. Así le amamos con todo el corazón.
El ver a Dios
será regalo y será premio. Dios se nos ofrece, pero nos exige esfuerzo.
Requiere perseverancia hasta el fin. Por eso nos repite la Carta a los Hebreos:
- La
perseverancia os es necesaria para alcanzar la promesa, todo eso que Dios nos
ha ofrecido por nuestra fidelidad a su Palabra.
- ¡Oh Dios, Tú
eres mi Dios! repetimos con el salmo, mi alma está sedienta de ti... ¡Y cuándo
llegaré, para ver el rostro de mi Dios!...
Lo veremos sin
morir, sino viviendo siempre, siempre...
García, P., misionero
Claretiano
Suscribirse a:
Entradas (Atom)