martes, 26 de junio de 2012

Personajes de la Biblia: el paralítico


El paralítico. Esperar por otro

Uno de los relatos más sorprendentes del Evangelio es el del paralítico llevado por cuatro hombres. Sorprendente en muchos aspectos. Ante todo, por la singularidad de introducir el camastro por el techo de la casa. Es verdad que las casas de Palestina en el siglo I eran fáciles de «desmontar». Pared de adobe y tejado de cañas y barro. Nada tenían que ver con nuestras modernas construcciones de hormigón. Bastaba levantar unas cañas… y ahí estaba el enfermo, a los pies de Jesús. Si no había manera de entrar por la puerta, se hacía por el techo. El caso era llegar al Maestro.
Como en tantos episodios evangélicos, desconocemos el nombre del enfermo y de sus porteadores. Pero sabemos algo esencial de ellos: tenían fe. Una fe capaz de subirse al tejado, desmontarlo y hacer bajar al paralítico justo delante de Jesús.
El propio evangelista lo dice: «Viendo Jesús la fe de ellos…» ¿También del paralítico? No lo sabemos. El «ellos» puede incluir a los cinco o sólo a los camilleros. En todo caso, el plural nos indica que son más de uno los que creen.
El paralítico no podía hacer nada. Tampoco ellos podían curarle. Pero podían hacer una cosa: ponerle a los pies de Jesús. Él se encargaría de lo demás.
El hecho de transportarle hasta Jesús y la fe con que lo hacen nos insinúa que esperaron por él. Tuviera o no él esta misma fe, en todo caso ellos confiaron este hombre a Jesús.
Y se desencadenó el milagro. Porque la fe es la puerta que deja libres las manos a Dios para hacer cosas grandes.
Lo que ocurre supera con creces lo que ellos esperaban. No sólo la sanación física, sino sobre todo la sanación espiritual («Hijo, tus pecados quedan perdonados»). Con gran escándalo de los fariseos de turno, por cierto.
Ellos no han curado al enfermo. Menos aún han perdonado sus pecados. Pero le han puesto ante Jesús. Han esperado por él. Esto es interceder.

Hay mucha gente paralítica en su alma. Agarrotada por el pecado, por la pereza, por la indolencia. Nosotros no podemos cambiarlos. Pero podemos presentarlos a Jesús. Podemos esperar por ellos. Llevándolos en nuestro corazón, lleno de fe y amor. De fe y confianza en Jesús como aquellos cuatro, aunque haya que superar dificultades.

Y también lleno de amor, como el de aquella otra gran intercesora, la mujer cananea, que sentía como propio el mal de su hija: «Señor, ten compasión de mí; mi hija tiene un demonio muy malo» (Mt 15,22).

Muchas veces se piensa –y se dice– que ante determinadas situaciones no hay nada que hacer. Esto indica falta de fe, pues «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Siempre podemos hacer algo: interceder, esperar por otro. Eso está al alcance de cualquiera que tenga fe. No todos podemos predicar o realizar grandes proyectos de caridad. Pero todos podemos interceder. Y entonces acontece el milagro, porque es Dios quien lo realiza… aunque haya que desmontar algún tejado.
(Texto bíblico: Mc 2,1-12)

ALONSO AMPUERO, J.: “Personajes bíblicos”    

martes, 12 de junio de 2012

Personajes de la Biblia: Abraham


Abraham: la prueba del desarraigo

            Uno de los personajes más conocidos del A.T. es Abraham. También es de los más importantes. Y de los más antiguos. Su vida de sitúa hacia el año 1800 a.C. aproximadamente.
            Originario de Ur de los Caldeos, en Mesopotamia, en la fértil cuenca de los ríos Tigris y Eúfrates (en el territorio del actual Iraq), su vida está marcada por sucesivos desplazamientos.
            Su historia se abre, casi como «ex abrupto», con un mandato divino: «Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gen 12,1).
            Quizá era el suyo un clan seminómada, pues ya su padre Téraj había emigrado de Ur a Jarán en el extremo opuesto del valle del Tigris y el Eúfrates. En todo caso, resulta llamativa esta invitación tan radical a salir.
            En efecto, ese salir suponía una auténtica expropiación. Abraham deja todo lo que ha constituido su vida hasta ahora (su tierra, su patria, su familia, sus amigos...) y se pone en camino hacia lo desconocido. Deja sus seguridades, el ambiente en que es querido y valorado, los lugares, personas y costumbres que le son familiares... y emigra.
            Abraham queda a la intemperie. Si en medio de su clan podía encontrar protección frente a peligros y agresores, ahora queda a merced de la buena o mala voluntad de quien encuentre en su camino. Por donde quiera que pase será un extranjero, un forastero, un extraño a quien se mirará con distancias y con reservas.
            ¡Cuántos emigrantes a lo largo de los siglos han experimentado y continúan experimentando esto mismo! El cambio externo de lugar es también un desarraigo. Se conmueven las raíces más hondas de la propia persona. Como un árbol que fuera arrancado de raíz para ser transplantado a otra tierra, a otro clima...
            Y, sin embargo, Abraham nos muestra una faceta fundamental de todo ser humano: su condición de peregrino. Está hecho para ir siempre adelante, sin instalarse. Cuando se instala, deja de crecer; se anquilosa, se empobrece... se esteriliza.
            Este desarraigo es en Abraham tanto más hondo cuanto que ignora el futuro. No sabe lo que le espera, no tiene seguridades o garantías, no controla nada. Vive a la intemperie.
            Y se añade, además, su edad avanzada. Aunque los 75 años que se nos dice tenía cuando salió de Jarán sean en realidad menos, porque siguen un cómputo diverso, lo que parece cierto es que Abraham no era precisamente un joven. Y sabemos que si en la juventud puede haber gusto por la aventura, no suele ser así en absoluto en la edad madura.
           
            «Sal de tu tierra». Esta invitación nos es dirigida constantemente a cada uno de nosotros. Somos llamados a no conformarnos con lo ya logrado, a no anclarnos en lo conocido y experimentado, a remar mar adentro. Conformarnos con lo que ya vivimos es negarnos a crecer. Y por eso –como a Abraham– Dios de vez en cuando nos desestabiliza, para obligarnos a ir adelante.
           
            Pero en cierto modo, el proceso de desarraigo nunca se completa del todo en la vida de una persona. Abraham era de edad avanzada, y su mujer era estéril. Le dolía en lo más profundo del corazón morir sin descendencia. Era como acabarse, pues los hijos eran el futuro del padre; la vida del padre se prolongaba, se perpetuaba en ellos.
            Milagrosamente, sin embargo, Sara llega a ser madre. Isaac es la «sonrisa de Dios» que alegra el corazón de Abraham en su camino hacia la vejez y hacia la muerte. Ahora tiene futuro.
            Y sin embargo... Dios le pide que le sacrifique su hijo. Sí, Isaac, el hijo querido, el que Dios mismo le había prometido, el que había recibido como regalo gratuito de Dios en su ancianidad, aquel en quien depositaba todas sus esperanzas e ilusiones...
            No podemos imaginar lo que supuso para Abraham esta prueba. Se sintió morir. Pues Isaac era todo: su presente y su futuro. Más aún: estaban en juego las promesas de Dios. Él estaba seguro que Isaac era el cumplimiento de esas promesas: ¿cómo podía Dios desdecirse?
            Sin embargo, Abraham acepta también este despojamiento. Ahora su desarraigo es completo. Ha aceptado perderlo todo. Porque por encima de todo se fía de su Dios. Sabe que de ningún modo puede fallarle. No sabe nada. No entiende. No puede explicarse cómo Dios cumplirá sus promesas. Pero no duda. Y acepta este último desarraigo, el que más hondas raíces tiene en su corazón.
            Abraham se encuentra totalmente desposeído. Aunque con dolor, ha aceptado desprenderse de todo. Lo ha entregado todo. Y es libre. Libre para Dios. Libre para los proyectos grandes de Dios. Ya no está encerrado en sus propios planes, por hermosos e interesantes que fueran. Ahora puede volar, libre como el viento. Es libre para dejarse llevar... por encima de sí mismo.
            Dios le reserva a su hijo. Quería su corazón, no su hijo. Quería su libertad. Le quería libre de sí mismo, de sus miras y proyectos, de sus concepciones limitadas... Con el dolor del desarraigo Abraham ha sido ensanchado. Su capacidad se ha hecho en cierto sentido ilimitada.
            Gracias a los sucesivos despojamientos Abraham alcanza una fecundidad ilimitada. Ya no será sólo padre de un pueblo a través de su hijo Isaac. Será padre de multitudes como las estrellas del cielo y la arena de las playas marinas. De él nacerá el Mesías. Y se convertirá en padre de todos los creyentes. Su fe será referencia y motivación a lo largo de los siglos y en todos los pueblos de la tierra.
            Al aceptar perderlo todo, Abraham ha ganado infinitamente más de lo que podía anhelar o desear. Con su apertura ilimitada se ha convertido en cauce de vida para generaciones y generaciones. Su desarraigo se ha convertido en fuente de bendición. Y todo en silencio, porque Abraham es hombre de pocas palabras.
            Sólo poseemos lo que aceptamos perder. Sólo tenemos vida y nos convertimos en fuente de vida cuando aceptamos morir. Sólo en el desarraigo y en el desprendimiento hay fecundidad.
(Texto bíblico: Génesis 12-25)

ALONSO AMPUERO, J. “Personajes bíblicos”

Al morir... tres deseos


Encontrándose al borde de la muerte, Alejandro Magno convocó a sus generales y les comunicó sus tres últimos deseos:

1 - Que su ataúd fuese llevado en hombros y transportado por los mejores médicos de la época.
2 - Que los tesoros que había conquistado (plata, oro, piedras preciosas), fueran esparcidos por el camino hasta su tumba, y...
3 - Que sus manos quedaran balanceándose en el aire, fuera del ataúd, y a la vista de todos.

Uno de sus generales, asombrado por tan insólitos deseos, le preguntó a Alejandro cuáles eran sus razones.

Alejandro le explicó:
1 - Quiero que los más eminentes médicos carguen mi ataúd para así mostrar que ellos NO tienen, ante la muerte, el poder de curar.
2 - Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para que todos puedan ver que los bienes materiales aquí conquistados, aquí permanecen.
3 - Quiero que mis manos se balanceen al viento, para que las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías, y con las manos vacías partimos, cuando se nos termina el más valioso tesoro que es el tiempo.

Al morir no nos llevaremos nada material.
¡Ojalá que, presentarnos delante de Dios, podemos ofrecerle una vida rica en buenas acciones!

Eclesiastés 3, 1-2:
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora: tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado...”

viernes, 8 de junio de 2012

Veremos a Dios

¿Qué es lo que esperamos en la otra vida? Nosotros no tenemos la menor duda: ¡Veremos a Dios! Pero, al asegurar esto, ¿sabemos lo que nos decimos? ¿sabemos lo que significa ver a Dios?...
Llama mucho la atención en la Biblia el miedo que los judíos tenían de ver a Dios. Al sentir su presencia, se cubrían el rostro, porque podían morir con la vista del Señor. Así lo hace Moisés ante la zarza ardiendo:
- Se cubrió el rostro, porque tenía miedo de mirar a Dios.
Y el mismo Dios le dijo:
- No podrás ver mi rostro, porque nadie puede verme y seguir viviendo...
Y recordemos a Jacob, a quien se aparece Dios, y exclama después:
- ¡He visto a Dios, y sin embargo no he muerto!...
Por eso venía a veces la nube, que manifestaba que Dios estaba allí, pero al mismo tiempo ocultaba su presencia, como ocurrió en la inauguración del Templo de Salomón.
Y este miedo lo tuvieron incluso los apóstoles, en el mismo Evangelio. En el Tabor, apenas oyen la voz de Dios, escondido en la nube que aparece sobre el monte, caen aterrados y apegan el rostro al suelo, hasta que se acerca Jesús y les anima:
- ¡No temáis!...
Así era la fe de Israel. Pero viene Jesús, y en su sermón programático de las bienaventuranzas proclama y promete:
- ¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!
La gente que oía a Jesús decir esto por primera vez, debió quedarse loca de alegría. -¿Cómo es posible eso de que vamos a ver a Dios, si a Dios no lo ha visto ni lo puede ver nadie? ¿Cómo es que ahora Jesús, el Maestro de Nazaret, que hace estos prodigios y que enseña con esta autoridad, nos dice que vamos a ver al mismo Dios?...
Los humildes, los sencillos, los de conciencia recta, ven a Dios con una fe sin trabas ya en este mundo, y después contemplarán a Dios cara a cara, sin velos.
Como nos dice Pablo:
- Ahora vemos como en espejo, después cara a cara.
Y completa Juan:
- Aún no se ha manifestado lo que seremos, porque, cuando llegue, veremos a Dios tal como es Él..
¿Medimos lo que esto significa?...
Sin darnos cuenta, estamos contando un imposible. ¿Cómo una criatura puede ver al Dios invisible, al que es santísimo, al que supera todas las fuerzas humanas y las de los mismos ángeles? Sin embargo, lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Y esto es lo que Dios nos promete: que lo veremos tal como es: lo contemplaremos sin velos, cara a cara, en una dicha y en un gozo inenarrables, metidos en Él de tal manera que miraremos a Dios con los ojos del mismo Dios...
Esta es la gracia de las gracias. Todas las gracias que Dios nos hace van dirigidas a esta final: a verle a Él en la Gloria. Y, cuando lo veamos y poseamos, ya no desearemos nada más, porque se habrán colmado para siempre todos los anhelos del corazón.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos resume todo con estas palabras famosas de San Agustín:
- Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá en el fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin?...
Todo esto es un sueño, el feliz sueño de los creyentes. Un sueño bendito, no producido por una droga alucinante, sino por la Palabra de Dios, que nos lo promete con toda su seriedad divina:
- ¡Verán a Dios!... ¡Lo veremos cara a cara!... ¡Lo veremos tal como es Él!...
Esta llamada de Dios a su visión y a su gloria tiene su precio. No es una imposición, es una oferta. Es un regalo, pero condicionado. Dios nos crea y nos pone en este mundo con una dirección precisa. Nos coloca en el principio de la carretera, y nos dice:
- ¡Adelante, y hasta el fin! No te desvíes. No te salgas de la autopista. En un cruce que se atraviese, no te vayas ni a derecha ni a izquierda...
El gran Catecismo de la Iglesia Católica nos repite lo que aprendimos de niños en el pequeño catecismo de nuestra parroquia: que Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. Esta es la carretera, la autopista real que conduce a Dios.
Lo conocemos y lo aceptamos con la fe.
Le servimos con nuestra adoración, nuestro culto y nuestra entrega a los hermanos que nos necesitan. Así le amamos con todo el corazón.
El ver a Dios será regalo y será premio. Dios se nos ofrece, pero nos exige esfuerzo. Requiere perseverancia hasta el fin. Por eso nos repite la Carta a los Hebreos:
- La perseverancia os es necesaria para alcanzar la promesa, todo eso que Dios nos ha ofrecido por nuestra fidelidad a su Palabra.
- ¡Oh Dios, Tú eres mi Dios! repetimos con el salmo, mi alma está sedienta de ti... ¡Y cuándo llegaré, para ver el rostro de mi Dios!...
Lo veremos sin morir, sino viviendo siempre, siempre...

 García, P., misionero Claretiano