Ahora que se habla tanto -y me parece estupendo- del ecologismo,
quisiera yo decir algo del «ecologismo espiritual», del que, me parece, no
suele hablarse tanto. Y que es más importante que el material. Porque es bueno
que los hombres y las mujeres-sobre todo los jóvenes- estén recuperando el
valor de la naturaleza, que les preocupe la contaminación del medio ambiente,
que luchen por los espacios verdes en estas asfixiantes ciudades que hemos
construido. Pero habría que pensar que nuestras almas padecen parecidas o más
graves agresiones. Hay en el mundo -por de pronto- una contaminación de
nervios, de tensiones, de gritos, que hace tan irrespirable la existencia como
el aire. La gente vive devorada por la prisa; nadie sabe conversar sin
discutir; nos atenazan los gases de la angustia y la incertidumbre; la gente
necesita pastillas para dormir. A diario, periódicos, radios, anuncios,
televisores nos llenan el alma de residuos y excrementos como se estercolan las
playas; se talan despreocupadamente los árboles de los antiguos valores sin
percibir que son ellos quienes impiden los corrimientos de tierras; apenas hay
en las almas espacios verdes en los que respirar. Y habría que explicarle a la
gente que el alma necesita -como las grandes ciudades- del pulmón de los
parques y jardines, de los espacios verdes del espíritu. Y señalar que es
necesario impedir que la especulación del suelo del alma termine por
convertirla en inhabitable. Un alma convertida en desván de trastos viejos es
tan inhumana como las colmenas en que se nos obliga a vivir. Tendríamos, por
ello, que ir descubriendo, señalando, algunos espacios verdes que urge
respetar.
El primero -aunque parezca ridículo- es el sueño. La vida
humana, con su alternancia de sueño y de vigilia, está muy bien construida.
Pero cuando se la desnivela con ingenuos trasnoches, pronto queda también
mutilada la vigilia. «Para estar bien despiertos, hace falta estar bien
dormidos. Y se diría que muchos hombres pasan sus días sumergidos en una
soñarrera por la simple razón de que no han dormido. Quien lo probó lo sabe: demasiados
años con la obsesión de que, robándole horas a la noche, se produciría más se
da cuenta de que esas horas robadas se pagan, al día siguiente, con el
cansancio y la mediocridad.
El segundo gran espacio verde es el ocio constructivo. Odiar
la vagancia en la misma medida en que se estima el ocio creador. Un mundo mejor
no es aquel en el que consigamos más horas de trabajo, sino aquel en el que,
con menos horas de trabajo, puedan conseguir todos mayor número de horas entregados
a hacer por gusto y devoción aquello que, porque lo aman, les llena y les
descansa a la vez.
Uno de los fallos más grandes de nuestra civilización es que sólo hemos
enseñado dos cosas a los hombres: a trabajar y a perder el tiempo. ¿Y todo el
infinito campo que queda entre las dos? ¿Y ese trabajo que no lo es del todo
porque se hace por placer? ¿Y todas esas maneras de divertirse que nos
enriquecen? El hombre de hoy parece no conocer otros caminos que el de trabajar
como un burro, aburrirse como un gato o saltar de tontería en tontería como un
mosquito. Entre el sudor y el fútbol (o la televisión rumiante) se divide
nuestra vida, sin otra alternativa. Por eso aterra a tantos la jubilación:
porque no saben hacer más que lo que siempre han hecho. ¡Con la infinidad de
espacios verdes que quedan para el alma! Pienso ahora en las artes relajantes.
No me refiero a los espectáculos, que suelen ser otra forma de excitación. Me
refiero a todas esas otras formas de enriquecer el alma: el placer de escuchar
buena música dejándola crecer dentro de nosotros en el silencio; el gusto por
pintar; la maravilla de sentarse al aire libre, quizá debajo de un árbol, a
leer -lentamente y paladeándola- poesía. ¡Y qué gran espacio verde la lectura!
Me refiero ahora a leer por el placer de leer. Estudiar es construir una casa,
no un espacio verde. Leer una novela por curiosidad puede ser una variante de
los telefilmes. Hablo aquí de esa lectura «que no sirve para nada», de esos
libros que no «ayudan a triunfar» (como decía aquel viejo eslogan idiota), que
sirven sólo (¡sólo!) para enriquecer el alma.
El tercer -y quizá más hermoso- espacio verde es la amistad.
¡Ningún tiempo más ganado que el que se «pierde» con un verdadero amigo! La
charla sin prisa -tal vez mientras delante se enfría un café-, los viejos
recuerdos -que provocan la risa o quizá la sonrisa-, el encuentro de dos almas
-¡qué mayor enriquecimiento!- son sedantes que no tienen precio. Sí, esas
visitas que siempre dejamos «para cuando tengamos tiempo» serían el mejor modo
de aprovechar el que tenemos. ¡Qué hermoso un mundo en el que nadie mirase a su
reloj cuando se reúne con sus amigos! ¡Qué maravilla el día en que alguien
venga a vernos y no sea para pedirnos nada, sino para estar con nosotros!
Decimos que el tiempo es oro, pero nunca decimos qué tiempo vale oro y cuál
vale sólo oropel. Oro puro es, por ejemplo, el que un padre dedica a jugar con
sus hijos, a conversar sin prisa con la mujer que ama, a contemplar un paisaje
en silencio, a examinar con mimo una obra de arte. Tiempo de estaño es el que
gastamos en ganar dinero o en aburrirnos ante un televisor.
Y no quiero olvidarme de un magnífico espacio verde del alma que es la
oración. Se trata de buscar algunos minutos al día de pausa cordial y
mental para el encuentro con Dios -si sois creyentes- o con las fuerzas
positivas de vuestra alma -si creéis que no lo sois-. Allí, en el pozo del
alma, alejándose de los ruidos del mundo, dejando por un rato de lado las
preocupaciones que os agobian, que intentéis buscar vuestra propia verdad. Que
os preguntéis quiénes sois y qué amáis. Que os dejéis amar. Que toméis, por
ejemplo, el Evangelio -y esto tanto si sois creyentes como si no lo sois-, que
leáis una frase, unas pocas líneas, y las dejéis calar dentro de vosotros, como
la lluvia cae sobre la tierra. Que las repitáis muchas veces hasta que las
entendáis. Que las paladeéis. Que permanezcáis luego en silencio, dejándolas
crecer dentro, chupando de ellas como si fueseis una planta que necesita
desarrollarse. Así, sólo unos pocos minutos. Pero todos los días. Un día os
encontraréis milagrosamente florecidos. Dejadme que os lo repita: vuestra
alma merece ser tan cuidada como el mundo. Y no sería inteligente vivir
preocupados por el aire que respiramos y olvidarnos del que alimenta la sangre
de nuestra alma.