Me parece que la primera cosa que tendríamos que enseñar a todo hombre
que llega a la adolescencia es que los humanos no nacemos felices ni infelices,
sino que aprendemos a ser una cosa u otra y que, en una gran parte, depende de
nuestra elección el que nos llegue la felicidad o la desgracia. Que no es
cierto, como muchos piensan, que la dicha pueda encontrarse como se encuentra
por la calle una moneda o que pueda tocar como una lotería, sino que es algo
que se construye, ladrillo a ladrillo, como una casa. Habría también que
enseñarles que la felicidad nunca es completa en este mundo, pero que, aun así,
hay raciones más que suficientes de alegría para llenar una vida de jugo y de
entusiasmo y que una de las claves está precisamente en no renunciar o ignorar
los trozos de felicidad que poseemos por pasarse la vida soñando o esperando la
felicidad entera. Sería también necesario decirles que no hay «recetas» para la
felicidad, porque, en primer lugar, no hay una sola, sino muchas felicidades y
que cada hombre debe construir la suya, que puede ser muy diferente de la de
sus vecinos. Y porque, en segundo lugar, una de las claves para ser felices
está en descubrir «qué» clase de felicidad es la mía propia. Añadir después
que, aunque no haya recetas infalibles, sí hay una serie de caminos por los
que, con certeza, se puede caminar hacia ella. A mí se me ocurren, así de
repente, unos cuantos:
– Valorar y reforzar las fuerzas positivas de nuestra alma. Descubrir y
disfrutar de todo lo bueno que tenemos. No tener que esperar a encontrarnos con
un ciego para enterarnos de lo hermosos e importantes que son nuestros ojos. No
necesitar conocer a un sordo para descubrir la maravilla de oír. Sacar jugo al gozo
de que nuestras manos se muevan sin que sea preciso para este descubrimiento
ver las manos muertas de un paralítico.
– Asumir después serenamente las partes negativas o deficitarias de
nuestra existencia. No encerrarnos masoquistamente en nuestros dolores. No
magnificar las pequeñas cosas que nos faltan. No sufrir por temores o sueños de
posibles desgracias que probablemente nunca nos llegarán.
– Vivir abiertos hacia el prójimo. Pensar que es preferible que nos
engañen cuatro o cinco veces en la vida que pasarnos la vida desconfiando de
los demás. Tratar de comprenderles y de aceptarles tal y como son, distintos a
nosotros. Pero buscar también en todos más lo que nos une que lo que nos
separa, más aquello en lo que coincidimos que en lo que discrepamos. Ceder
siempre que no se trate de valores esenciales. No confundir los valores
esenciales con nuestro egoísmo.
– Tener un gran ideal, algo que centre nuestra existencia y hacia lo
que dirigir lo mejor de nuestras energías. Caminar hacia él incesantemente, aunque
sea con algunos retrocesos. Aceptar la lenta maduración de todas las cosas,
comenzando por nuestra propia alma. Aspirar siempre a más, pero no a demasiado
más. Dar cada día un paso. No confiar en los golpes de la fortuna.
– Creer descaradamente en el bien. Tener confianza en que a la larga -y
a veces muy a la larga- terminará siempre por imponerse. No angustiarse si
otros avanzan aparentemente más deprisa por caminos torcidos. Creer en la
también lenta eficacia del amor. Saber esperar.
– En el amor, preocuparse más por amar que por ser amados. Tener el
alma siempre joven y, por tanto, siempre abierta a nuevas experiencias. Estar
siempre dispuestos a revisar nuestras propias ideas, pero no cambiar fácilmente
de ellas. Decidir no morirse mientras estemos vivos.
– Elegir, si se puede, un trabajo que nos guste. Y si esto es
imposible, tratar de amar el trabajo que tenemos, encontrando en él sus
aspectos positivos.
– Revisar constantemente nuestras escalas de valores. Cuidar de que el
dinero no se apodere de nuestro corazón, pues es un ídolo difícil de arrancar
de él cuando nos ha hecho sus esclavos. Descubrir que la amistad, la belleza de
la naturaleza, los placeres artísticos y muchos otros valores son infinitamente
más rentables que lo crematístico.
– Descubrir que Dios es alegre, que una religiosidad que atenaza o
estrecha el alma no puede ser la verdadera, porque Dios o es el Dios de la vida
o es un ídolo.
– Procurar sonreír con ganas o sin ellas. Estar seguros de que el
hombre es capaz de superar muchos dolores, mucho más de lo que el mismo hombre
sospecha.
La lista podría ser más larga. Pero creo que, tal vez, esas pocas lecciones podrían servir para iniciar el estudio de la asignatura más importante de nuestra carrera de hombres: la construcción de la felicidad.
La lista podría ser más larga. Pero creo que, tal vez, esas pocas lecciones podrían servir para iniciar el estudio de la asignatura más importante de nuestra carrera de hombres: la construcción de la felicidad.