Nuestra vida, al igual que las calles de una ciudad tiene una cara
soleada y otra de sombra. Y las personas, sin necesidad de que nos empujen a
ello, elegimos sin vacilar la soleada en los meses de invierno y la sombra en
los de verano. ¿Quién es el masoquista que en plena canícula elige esa acera
sobre la que el sol cae como fuego? En cambio hay un enorme número de personas
que parece que en su vida eligieron siempre las aceras en sombra en pleno
invierno. Se pasan las horas remasticando sus dolores o sus fracasos, en lugar
de paladear sus alegrías o alimentarse de, sus esperanzas; dedican más tiempo a
quejarse y lamentarse que a proclamar el gozo de vivir. Ciertamente hay
circunstancias en que se nos obliga a caminar por la sombra: cuando llegan esos
dolores que son inesquivables. Pero, aun en estos casos, un hombre debería
recordar que lo mismo que en las aceras en sombra de vez en cuando el sol mete
su cuchillo luminoso entre casa y casa, también en todo dolor hay misteriosas
ráfagas de alegría o, cuando menos, de consuelo. Si, por ejemplo, caigo
enfermo, es evidente que sufro y que difícilmente puedo escaparme del dolor.
Pero el dolor no debe hacerme olvidar que, por ejemplo, en ese momento tengo
siempre alguna o muchas personas que me quieren y que, seguramente, en el dolor
me quieren más, precisamente porque estoy enfermo. Entonces yo puedo, ante esa
enfermedad, asumir dos posturas: una, entregarme a mi sufrimiento, con lo cual
consigo doblarlo; otra, pensar en el cariño con que me acompañan mis amigos,
con lo que estoy reduciendo mi dolor a la mitad. ¿Cuándo aprenderemos que, incluso
en los momentos más amargos de nuestra vida, tenemos en nuestro coraje la
posibilidad de disminuirlo? Cuánto más agradable sería nuestra existencia (¡y
la de los que nos rodean!) si nos atreviésemos a apostar descaradamente por la
alegría, si descubriéramos que de cada cien de nuestros ataques de nervios,
noventa -por lo menos- provienen de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo o de
nuestra terquedad. Todas las cosas del mundo -y nuestra vida también- tienen
una cara soleada, pero nos parece frívolo el confesarlo y nos sentimos más
«heroicos» dando la impresión de que caminamos cargando con dolores y problemas
espantosos. Y la tristeza no es ciertamente un pecado. A ratos es inevitable.
Pero lo que sí es inevitable y lo que seguramente es un pecado es la tristeza
voluntaria. No sin razón Dante coloca en lo más hondo de su infierno a los que
viven voluntariamente tristes, a cuantos –no se sabe por qué complejo- tienen
la tendencia (o manía) de ir en verano por toda la solana y en invierno por
donde más viento sopla.