Envejecer no es una desgracia. Nuestra vida tiene su ritmo y no lo
podemos alterar. La verdadera sabiduría consiste en saber aceptarlo sin
amargura ni enojos inútiles, tal como Dios lo ha querido para cada uno de
nosotros. Saber caminar en paz, al ritmo de cada edad, disfrutando del encanto
y las posibilidades que nos ofrece cada día que vivimos. En una sencilla
parábola, Jesús nos pone en guardia ante un peligro que acecha siempre al ser
humano pero que puede acentuarse en los últimos años. El peligro de gastarnos,
“quedarnos sin aceite”, dejar que el espíritu se apague en nosotros. Sin duda,
la vejez trae consigo limitaciones inevitables. Nuestro cuerpo no nos responde
como quisiéramos. Nuestra mente no es tan lúcida como en otros tiempos. El
contacto con el mundo que nos rodea puede hacerse más difícil. Pero nuestro
mundo interior puede crecer y ensancharse. Cuando han terminado ya otras
preocupaciones y trabajos que nos han tenido tantos años lejos de nosotros
mismos, puede ser el momento de encontrarnos por fin con nosotros y con Dios. Es
el momento de dedicarnos a lo realmente importante. Tenemos tiempo para
disfrutar de cada cosa por pequeña que nos parezca. Podemos vivir más despacio.
Descansar. Hacer balance de las experiencias acumuladas a lo largo de los años.
Tal vez, sólo el anciano puede vivir con verdadera sabiduría, con sensatez y
hasta con humor. El sabe mejor que nadie cómo funciona la vida, cuánta
importancia le damos a cosas que apenas la tienen. Sus años le permiten mirarlo
todo con más realismo, con más comprensión y ternura. Lo importante es no
perder la energía interior. Cuando nos quedamos vacíos por dentro, es fácil
caer en la amargura, el aburrimiento, el desequilibrio emocional y mental. Por
eso, cuánto bien puede hacerle al hombre avanzado en años el pararse a rezar
despacio y sin prisas, con una confianza total en ese Dios que mira nuestra
vida y nuestras debilidades con amor y comprensión infinitas. Ese Dios que
comprende nuestra soledad y nuestras penas. El Dios que nos espera con los
brazos abiertos. Jesús tenía razón. Hemos de cuidar que no se nos apague por
dentro la vida. Si no encontramos la paz y la felicidad dentro de nosotros, no
las encontraremos en ninguna parte. Como ha dicho alguien con ingenio, lo
importante no es añadir años a nuestra vida sino añadir vida a nuestros años.