La vida está cargada de ironías. Galileo Galilei se pasó la vida
mirando a las estrellas, a la luna y al sol. Se diría que miró más al cielo que
a la tierra. O si se prefiere, Galileo miró a la tierra pasando por el cielo. Entre 1640 y 1641 mantuvo una gran discusión científica sobre la luz
de la luna con su ex alumno Fortunato Liceti. El 13 de febrero de 1638, cinco
años antes de su muerte, el inquisidor de Florencia Muzzarelli escribió al
Cardenal Francesco Barberini, sobre las condiciones de salud de Galileo. Entre
otras cosas dice: “Lo he
encontrado completamente ciego. Aunque él alienta la esperanza de curarse, el
médico considera que su mal, unas cataratas que padece desde hace seis meses,
es prácticamente irreversible, habida cuenta de que el enfermo está próximo a
cumplir los setenta y cinco años”. Toda la vida
mirando a las estrellas, discutiendo sobre el problema de la luz, y Galileo
termina su vida, prácticamente ciego. La vela de su vida se apaga también el 8
de enero de 1642. El hombre de la luz y las estrellas, el amigo del sol y de la
luna, ahora se ve reducido a la luz interior de su corazón. Dado el tiempo en el que le tocó vivir, su ciencia nació más de su
experiencia sobre la realidad que desde los grandes instrumentos astronómicos
de que disponemos hoy. Toda la vida mirando a la luz. Y muere ciego. Toda la vida mirando a las estrellas. Y muere mirándose a sí mismo por
dentro. Toda la vida mirando al sol. Y muere de espaldas al sol. Quienes han vivido siempre de cara a la luz, no necesitan ya de la luz
que les viene de afuera, porque tienen suficiente dentro de ellos mismos. Hay quienes viven siempre de espaldas a la luz. Nunca han visto nada. Y hasta se imaginan que ellos son la luz. Quienes viven de espaldas al
sol, sólo llevan por delante su propia sombra. Quienes caminan mirando al sol,
la sombra les queda a la espalda. Quienes
han vivido con los ojos abiertos a la luz, terminan llenándose de luz. Son como
una especie de baterías que uno recarga de electricidad para poder luego
alumbrar a los demás. Galileo fue como
un largo día. Una luz que apunta de madrugada en su espíritu. Que se hace clara
luminosidad de mediodía y que luego entra en ese lento atardecer en el que la
luz se va apagando y la tierra se comienza a poblar de nuevas luminarias. Los grandes espíritus son así. Espíritus
abiertos siempre a la búsqueda siempre insatisfechos. Espíritus abiertos siempre a la verdad conquistada cada día. Espíritus abiertos siempre a las novedades de Dios en la historia. Espíritus abiertos siempre a los nuevos andares de Dios por la vida. Espíritus que, de tanto exponerse a la luz de Dios, a la luz de las
cosas, a la luz de la historia, terminan siendo ellos mismos luz. La barra de luz que alumbra nuestro cuarto o nuestra biblioteca, o
nuestros pasillos, no se ve a sí misma. La luz no necesita que alguien la
ilumine. Ella está llamada a iluminar a los demás. Esa me parece ser la suerte de tantos hombres y mujeres que se han
pasado toda la vida abiertos a la luz de la gracia. Llega un momento en sus
vidas, en los que la gracia se hace luz en sus vidas. Vidas que alumbran. Vidas
que iluminan el firmamento de la Iglesia. Vidas llamadas a iluminar los caminos
de los demás hombres y mujeres. La Iglesia los llama santos. También ellos tienen su atardecer otoñal. Sus vidas comienzan por
perder interés y hasta es posible que se hagan una carga para los demás.
Necesitan ser atendidos y llevados de un lugar a otro. Mueren y sus vidas
comienza a iluminar con mayor intensidad. Hasta que llega el momento en el que
la Iglesia los reconoce oficialmente como modelos de Evangelio para los
hombres. Las estrellas pueden apagarse en los ojos de Galileo. Pero comienzan a
brillar en su espíritu. Las estrellas
pueden apagarse en la importancia social de muchos creyentes. Pero, como han
vivido siempre de la luz y en la luz, terminan haciéndose luz. Me encantan las estrellas, porque ellas tienen la misión de iluminar
precisamente de noche, cuando todas las otras luces se apagan. Me encantan las estrellas, precisamente porque se hacen tan pequeñas,
que su luz no molesta a nadie. Me encantan las estrellas, porque me hacen ver
el camino cuando todo está oscuro. Me encantan las estrellas, porque saben
retirarse cuando aparece el sol. Me encantan las estrellas, porque me hacen ver
el cielo cuando la tierra entra en la oscuridad.
Me
encantan las estrellas, porque me parecen los guiños de Dios cuando mi alma se
nubla de sombras.
¡Señor, ilumina mi vida. Que con mi bondad y mi fe en Ti sea una
estrella para quienes viven a mi lado!