«Lo
propio de Dios es hacer y lo propio del hombre es dejarse hacer». obispo
de Lyon, san Ireneo. «Dejarme
hacer por Dios». Quizá esta sea la clave del camino Cuaresmal. Si os dais un paseo por
la playa tendréis la oportunidad de acariciar multitud de cantos rodados de
matices diferentes. Los hay blancos, pardos, grises, negros. Algunos irisados con escamas brillantes de mica que reflejan los rayos de sol…;
pero todos tienen un denominador común. Son suaves, no dañan, ni siquiera
atraen la atención de los que pasan cercanos como las conchas. La gente los
pisa y los olvida. Al fin y al cabo son piedras.
¿Cómo
llegaron a ser lo que son? me pregunto. ¿Qué eran antes? ¿Cómo se logró su
transformación? La respuesta es clara: Se dejaron hacer. Se dejaron hacer. Su origen, un trozo de piedra dura, que el mar
arrancó en su bravura al acantilado. El tesón de las mareas y el fragor de las
olas los moldeó con fuerza… Pasó tiempo… Rueda que rueda, entre las algas y la
arena, aquellas aristas cortantes, poco a poco, con el roce continuado se
fueron limando. Hoy no es una roca punzante, es una piedra rodada, un canto que
el pleamar mañanero acercó a las playas tenazmente. Juguete para los niños. Sus formas son caprichosas, también lo es su color. Lo
importante es que son tan suaves y mansos que todos pueden cogerlos sin que les
causen dolor. Un trozo de piedra dura por el roce con las otras, limada por las
arenas, por el viento, el agua, el sol, el flujo de las mareas, el tiempo lo
transformó en suave canto rodado. ¡Qué
examen para nuestra vida! Si así obra la naturaleza en un ser inanimado, ¿qué
filigranas no hará el Señor en cada uno de nosotros, si nos dejamos hacer por
Dios? ¡Dejar que esta piedra mía se transforme un día en canto rodado es un
reclamo, Señor! Las aristas de mi vida se suavizan con el roce incesante del
cotidiano vivir. Debo dar gracias a Dios porque el trato con los otros me
enriquece, me transforma, pule esquinas cortantes y mi vida se hace canto
rodado, que en la convivencia diaria no produce ni molestias, ni dolor. Regreso, despacio, lleno de paz y de deseos al corazón. La llamada ha
sido fuerte. La agradezco. «Dejarme
hacer por Dios». Un lema para la vida. ¡Dejarme hacer por Dios! sin protestas, ni
quejidos cuando las circunstancias imprevistas y desagradables pulan las
asperezas y aristas que hay en mi corazón. ¡Dejarme
hacer por Dios! acogiendo con gratitud el bálsamo del consuelo que tantas veces
recibo de los que amo y cuya unción tan suave alisa esquirlas pequeñas de mi
vida. ¡Delicadezas de su amor! ¡Dejarme hacer
por Dios! es abandonarme a su Voluntad santificadora siendo dócil a la acción
que el Espíritu suscita en mi interior. ¡Qué
grande es la enseñanza del obispo de Lyon: «Lo propio de Dios es hacer y lo propio del hombre es dejarse hacer»!