sábado, 28 de marzo de 2015

Esparcir la fragancia




Así oraba el cardenal Newman: “Señor, ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya” Es el eco de otras muchas súplicas que aparecen en el N.T.
– la del ciego que al saber que pasaba Jesús a su lado le grita: “Hijo de David, ten compasión de mí”.
– La de Pedro que cuando se hunde entre las olas encrespadas le suplica al Señor: “Sálvame”.
– La de Jairo, que angustiado por la grave enfermedad de su hija, le dice: “Ven y pon tu mano sobre ella”…
Como ellos y tantos otros, digámosle al Señor: “Señor, ayúdame”, porque sólo no puedo. Tú nos dijiste: “Sin mí, no podéis hacer nada”. No es que podamos hacer poco o mucho, nada. De ahí la urgencia de nuestro ruego: “Señor, ayúdame”. Sé tú mi fuerza, mi luz, mi guía… ¿Para qué pedimos ayuda? Para esparcir tu fragancia… La fragancia de Cristo no se ve, se siente, invade el ambiente, se transmite y expande, llega a todos sin distinción… Así ha de ser la fragancia de los cristianos… Testimonios de Dios desde lo que somos… No son suficientes nuestras palabras, es necesaria nuestra vida… Cada cristiano está llamado a aromatizar el mundo que le toca vivir, a perfumar con el aroma de la virtud la vida de los hermanos… A un hombre de Espíritu le preguntaron en qué consistía eso de experimentar y vivir la fe. Él, sin pensárselo dos veces contestó: «Consiste en oler a Dios». Viendo la extrañeza que causó su respuesta, la aclaró mejor contándoles esta historia: “Un día Dios llamó a tres personas y les regaló a cada una un pequeño frasco que contenía el perfume de la Vida Eterna. La primera de ellas, abrumada por tal regalo del mismísimo Dios, fue corriendo a por una cadenita de oro para colgarse el pequeño frasco del cuello. Eso le recordaría a Dios y le haría tenerlo siempre presente. La segunda marcho deprisa a su casa, derramó el perfume en un recipiente y comenzó a analizar su composición química hasta obtener la fórmula. Se la aprendió de memoria e hizo que los demás también se la aprendieran para que supieran en qué consistía el perfume de la Vida Eterna. La tercera persona abrió el pequeño frasco y vació todo el perfume sobre su cabeza y se marchó a perfumar el mundo”. Terminada la historia preguntó: «¿Quién de los tres dejó de oler como hombre para oler a Dios?» Los que le escuchaban contestaron evidentemente que el tercero. Y él añadió: «Pues en eso consiste experimentar y vivir la fe: en oler a Dios».
“Esparcir la fragancia”. Aprendamos de las flores. Que no le pongan límites a la rosa, la violeta o el nardo para que su aroma se encierre en un espacio concreto. Las flores esparcen su aroma sin regateos, sin reservárselo: Dios se lo dio para los demás, lo agradezcan o no. El viento puede llevar donde quiera la fragancia de la flor. Su lema es dar, sin otra ambición y sin pedir recompensa.
“Señor, ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya”
Somos el incienso que Cristo ofrece a Dios… Acojamos con entusiasmo esta vocación… Pero nosotros no podemos esparcir el olor de Cristo si antes no somos fragancia de Cristo, porque nadie da lo que no tiene…
“Ayúdanos, Señor, a ser olor de Cristo, que evoque: su entrega, su unión con Dios, su bondad, su misericordia, su amor incondicional a todos, especialmente a los más necesitados; que nuestra vida transparente la suya, que podamos decir con el apóstol san Pablo: “No vivo yo es Cristo quien vive en mí”.
Esto es ser fragancia de Cristo. Y, luego, “ayúdame, Señor, a esparcirla donde quiera que vaya”
No hay excusas: ni la edad, ni la enfermedad, ni el cansancio, ni la falta de preparación…
El mundo y la Iglesia lo esperan de nosotros…

Niños sin fe



En muchos hogares ya no se habla de Dios. Los niños no pueden aprender a ser creyentes junto a sus padres. Nadie en casa les inicia en la fe. Sus preguntas religiosas resultan embarazosas y son pronto desviadas hacia cosas más prácticas. Lo que se transmite de padres a hijos no es fe, sino indiferencia y silencio religioso. No es, pues, extraño que encontremos entre nosotros un número cada vez más elevado de niños sin fe. ¿Cómo van a creer en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo se va a despertar su fe religiosa en un hogar indiferente? La actuación de los padres es diversa. Hay algunos a los que no les preocupa en absoluto la fe de sus hijos. Hace tiempo que ellos mismos se instalaron en la indiferencia. Hoy no saben si creen o no creen. ¿Qué pueden transmitir a sus hijos? Hay también padres que, aun sintiéndose creyentes, dimiten fácilmente de su propia responsabilidad y lo dejan todo en manos de los colegios y catequistas. Parecen ignorar que nada puede sustituir el ambiente de fe del propio hogar y el testimonio vivo de unos padres creyentes. Pero hay también padres preocupados, que no saben qué hacer en concreto. Padres que buscan apoyo y orientación y no siempre lo encuentran. Puede ser oportuno recordar algunas cosas sencillas pero básicas. Lo más importante es que los hijos puedan comprobar que sus padres se sienten creyentes. Que puedan intuir que Dios es alguien importante en su vida, que la fe les anima a vivir de manera positiva y les sostiene en los momentos de sufrimiento y prueba. Pero no es posible transmitir lo que no se vive. No se puede enseñar a rezar al hijo cuando uno no reza nunca. No se le puede explicar por qué el domingo es fiesta si en casa no se celebra ese día de manera cristiana. No se le puede hablar en serio de Jesucristo si el hijo nunca nos va a ver leer el Evangelio. Es importante, también, preocuparse directamente de educar la fe de los hijos. Comprarles alguna «Biblia para niños», ayudarles a leer esas publicaciones tan hermosas orientadas a presentarles la fe y enseñarles a orar, ver con ellos esos «vídeos» de iniciación a la fe. Nadie mejor que los padres para despertar en los hijos la experiencia religiosa. Al mismo tiempo, son los padres los que han de acercar al niño a la comunidad cristiana a la que pertenece. Enseñarle el templo parroquial. Mostrarle la pila bautismal donde fue bautizado. Seguir de cerca su proceso en la catequesis. Participar con él en la Eucaristía dominical. Celebrar las grandes fiestas cristianas de la Navidad, Semana Santa y Pascua. La fe o la increencia de las nuevas generaciones se juega en buena parte en la familia. Hay un relato evangélico que nos hace una invitación que no debiéramos olvidar: «Este es mi Hijo amado. Escuchadlo». Quizá necesitemos recordar que ser cristiano es vivir escuchando a Jesús. También los niños están llamados a escucharlo. Pero difícilmente lo podrán hacer si nadie les habla de Él.

El lado soleado de la vida



Nuestra vida, al igual que las calles de una ciudad tiene una cara soleada y otra de sombra. Y las personas, sin necesidad de que nos empujen a ello, elegimos sin vacilar la soleada en los meses de invierno y la sombra en los de verano. ¿Quién es el masoquista que en plena canícula elige esa acera sobre la que el sol cae como fuego? En cambio hay un enorme número de personas que parece que en su vida eligieron siempre las aceras en sombra en pleno invierno. Se pasan las horas remasticando sus dolores o sus fracasos, en lugar de paladear sus alegrías o alimentarse de, sus esperanzas; dedican más tiempo a quejarse y lamentarse que a proclamar el gozo de vivir. Ciertamente hay circunstancias en que se nos obliga a caminar por la sombra: cuando llegan esos dolores que son inesquivables. Pero, aun en estos casos, un hombre debería recordar que lo mismo que en las aceras en sombra de vez en cuando el sol mete su cuchillo luminoso entre casa y casa, también en todo dolor hay misteriosas ráfagas de alegría o, cuando menos, de consuelo. Si, por ejemplo, caigo enfermo, es evidente que sufro y que difícilmente puedo escaparme del dolor. Pero el dolor no debe hacerme olvidar que, por ejemplo, en ese momento tengo siempre alguna o muchas personas que me quieren y que, seguramente, en el dolor me quieren más, precisamente porque estoy enfermo. Entonces yo puedo, ante esa enfermedad, asumir dos posturas: una, entregarme a mi sufrimiento, con lo cual consigo doblarlo; otra, pensar en el cariño con que me acompañan mis amigos, con lo que estoy reduciendo mi dolor a la mitad. ¿Cuándo aprenderemos que, incluso en los momentos más amargos de nuestra vida, tenemos en nuestro coraje la posibilidad de disminuirlo? Cuánto más agradable sería nuestra existencia (¡y la de los que nos rodean!) si nos atreviésemos a apostar descaradamente por la alegría, si descubriéramos que de cada cien de nuestros ataques de nervios, noventa -por lo menos- provienen de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo o de nuestra terquedad. Todas las cosas del mundo -y nuestra vida también- tienen una cara soleada, pero nos parece frívolo el confesarlo y nos sentimos más «heroicos» dando la impresión de que caminamos cargando con dolores y problemas espantosos. Y la tristeza no es ciertamente un pecado. A ratos es inevitable. Pero lo que sí es inevitable y lo que seguramente es un pecado es la tristeza voluntaria. No sin razón Dante coloca en lo más hondo de su infierno a los que viven voluntariamente tristes, a cuantos –no se sabe por qué complejo- tienen la tendencia (o manía) de ir en verano por toda la solana y en invierno por donde más viento sopla.

Espacios verdes



Ahora que se habla tanto -y me parece estupendo- del ecologismo, quisiera yo decir algo del «ecologismo espiritual», del que, me parece, no suele hablarse tanto. Y que es más importante que el material. Porque es bueno que los hombres y las mujeres-sobre todo los jóvenes- estén recuperando el valor de la naturaleza, que les preocupe la contaminación del medio ambiente, que luchen por los espacios verdes en estas asfixiantes ciudades que hemos construido. Pero habría que pensar que nuestras almas padecen parecidas o más graves agresiones. Hay en el mundo -por de pronto- una contaminación de nervios, de tensiones, de gritos, que hace tan irrespirable la existencia como el aire. La gente vive devorada por la prisa; nadie sabe conversar sin discutir; nos atenazan los gases de la angustia y la incertidumbre; la gente necesita pastillas para dormir. A diario, periódicos, radios, anuncios, televisores nos llenan el alma de residuos y excrementos como se estercolan las playas; se talan despreocupadamente los árboles de los antiguos valores sin percibir que son ellos quienes impiden los corrimientos de tierras; apenas hay en las almas espacios verdes en los que respirar. Y habría que explicarle a la gente que el alma necesita -como las grandes ciudades- del pulmón de los parques y jardines, de los espacios verdes del espíritu. Y señalar que es necesario impedir que la especulación del suelo del alma termine por convertirla en inhabitable. Un alma convertida en desván de trastos viejos es tan inhumana como las colmenas en que se nos obliga a vivir. Tendríamos, por ello, que ir descubriendo, señalando, algunos espacios verdes que urge respetar.
El primero -aunque parezca ridículo- es el sueño. La vida humana, con su alternancia de sueño y de vigilia, está muy bien construida. Pero cuando se la desnivela con ingenuos trasnoches, pronto queda también mutilada la vigilia. «Para estar bien despiertos, hace falta estar bien dormidos. Y se diría que muchos hombres pasan sus días sumergidos en una soñarrera por la simple razón de que no han dormido. Quien lo probó lo sabe: demasiados años con la obsesión de que, robándole horas a la noche, se produciría más se da cuenta de que esas horas robadas se pagan, al día siguiente, con el cansancio y la mediocridad.
El segundo gran espacio verde es el ocio constructivo. Odiar la vagancia en la misma medida en que se estima el ocio creador. Un mundo mejor no es aquel en el que consigamos más horas de trabajo, sino aquel en el que, con menos horas de trabajo, puedan conseguir todos mayor número de horas entregados a hacer por gusto y devoción aquello que, porque lo aman, les llena y les descansa a la vez.
Uno de los fallos más grandes de nuestra civilización es que sólo hemos enseñado dos cosas a los hombres: a trabajar y a perder el tiempo. ¿Y todo el infinito campo que queda entre las dos? ¿Y ese trabajo que no lo es del todo porque se hace por placer? ¿Y todas esas maneras de divertirse que nos enriquecen? El hombre de hoy parece no conocer otros caminos que el de trabajar como un burro, aburrirse como un gato o saltar de tontería en tontería como un mosquito. Entre el sudor y el fútbol (o la televisión rumiante) se divide nuestra vida, sin otra alternativa. Por eso aterra a tantos la jubilación: porque no saben hacer más que lo que siempre han hecho. ¡Con la infinidad de espacios verdes que quedan para el alma! Pienso ahora en las artes relajantes. No me refiero a los espectáculos, que suelen ser otra forma de excitación. Me refiero a todas esas otras formas de enriquecer el alma: el placer de escuchar buena música dejándola crecer dentro de nosotros en el silencio; el gusto por pintar; la maravilla de sentarse al aire libre, quizá debajo de un árbol, a leer -lentamente y paladeándola- poesía. ¡Y qué gran espacio verde la lectura! Me refiero ahora a leer por el placer de leer. Estudiar es construir una casa, no un espacio verde. Leer una novela por curiosidad puede ser una variante de los telefilmes. Hablo aquí de esa lectura «que no sirve para nada», de esos libros que no «ayudan a triunfar» (como decía aquel viejo eslogan idiota), que sirven sólo (¡sólo!) para enriquecer el alma.
El tercer -y quizá más hermoso- espacio verde es la amistad. ¡Ningún tiempo más ganado que el que se «pierde» con un verdadero amigo! La charla sin prisa -tal vez mientras delante se enfría un café-, los viejos recuerdos -que provocan la risa o quizá la sonrisa-, el encuentro de dos almas -¡qué mayor enriquecimiento!- son sedantes que no tienen precio. Sí, esas visitas que siempre dejamos «para cuando tengamos tiempo» serían el mejor modo de aprovechar el que tenemos. ¡Qué hermoso un mundo en el que nadie mirase a su reloj cuando se reúne con sus amigos! ¡Qué maravilla el día en que alguien venga a vernos y no sea para pedirnos nada, sino para estar con nosotros! Decimos que el tiempo es oro, pero nunca decimos qué tiempo vale oro y cuál vale sólo oropel. Oro puro es, por ejemplo, el que un padre dedica a jugar con sus hijos, a conversar sin prisa con la mujer que ama, a contemplar un paisaje en silencio, a examinar con mimo una obra de arte. Tiempo de estaño es el que gastamos en ganar dinero o en aburrirnos ante un televisor.
Y no quiero olvidarme de un magnífico espacio verde del alma que es la oración. Se trata de buscar algunos minutos al día de pausa cordial y mental para el encuentro con Dios -si sois creyentes- o con las fuerzas positivas de vuestra alma -si creéis que no lo sois-. Allí, en el pozo del alma, alejándose de los ruidos del mundo, dejando por un rato de lado las preocupaciones que os agobian, que intentéis buscar vuestra propia verdad. Que os preguntéis quiénes sois y qué amáis. Que os dejéis amar. Que toméis, por ejemplo, el Evangelio -y esto tanto si sois creyentes como si no lo sois-, que leáis una frase, unas pocas líneas, y las dejéis calar dentro de vosotros, como la lluvia cae sobre la tierra. Que las repitáis muchas veces hasta que las entendáis. Que las paladeéis. Que permanezcáis luego en silencio, dejándolas crecer dentro, chupando de ellas como si fueseis una planta que necesita desarrollarse. Así, sólo unos pocos minutos. Pero todos los días. Un día os encontraréis milagrosamente florecidos. Dejadme que os lo repita: vuestra alma merece ser tan cuidada como el mundo. Y no sería inteligente vivir preocupados por el aire que respiramos y olvidarnos del que alimenta la sangre de nuestra alma.