Así oraba el cardenal Newman: “Señor,
ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya” Es el eco de otras
muchas súplicas que aparecen en el N.T.
– la del ciego que al saber que pasaba Jesús a su lado le grita: “Hijo de David, ten compasión de mí”.
– La de Pedro que cuando se hunde entre las olas encrespadas le suplica
al Señor: “Sálvame”.
– La de Jairo, que angustiado por la grave enfermedad de su hija, le
dice: “Ven y pon tu mano sobre ella”…
Como ellos y tantos otros, digámosle al Señor: “Señor, ayúdame”, porque sólo no puedo. Tú nos dijiste: “Sin mí, no podéis hacer nada”. No es
que podamos hacer poco o mucho, nada. De ahí la urgencia de nuestro ruego: “Señor, ayúdame”. Sé tú mi fuerza, mi
luz, mi guía… ¿Para qué pedimos ayuda? Para esparcir tu fragancia… La fragancia
de Cristo no se ve, se siente, invade el ambiente, se transmite y expande,
llega a todos sin distinción… Así ha de ser la fragancia de los cristianos…
Testimonios de Dios desde lo que somos… No son suficientes nuestras palabras,
es necesaria nuestra vida… Cada cristiano está llamado a aromatizar el mundo
que le toca vivir, a perfumar con el aroma de la virtud la vida de los hermanos…
A un hombre de Espíritu le preguntaron en qué consistía eso de experimentar y
vivir la fe. Él, sin pensárselo dos veces contestó: «Consiste en oler a Dios».
Viendo la extrañeza que causó su respuesta, la aclaró mejor contándoles esta
historia: “Un día Dios llamó a tres personas y les regaló a cada una un pequeño
frasco que contenía el perfume de la Vida Eterna. La primera de ellas, abrumada
por tal regalo del mismísimo Dios, fue corriendo a por una cadenita de oro para
colgarse el pequeño frasco del cuello. Eso le recordaría a Dios y le haría
tenerlo siempre presente. La segunda marcho deprisa a su casa, derramó el
perfume en un recipiente y comenzó a analizar su composición química hasta
obtener la fórmula. Se la aprendió de memoria e hizo que los demás también se
la aprendieran para que supieran en qué consistía el perfume de la Vida Eterna.
La tercera persona abrió el pequeño frasco y vació todo el perfume sobre su
cabeza y se marchó a perfumar el mundo”. Terminada la historia preguntó:
«¿Quién de los tres dejó de oler como hombre para oler a Dios?» Los que le
escuchaban contestaron evidentemente que el tercero. Y él añadió: «Pues en eso
consiste experimentar y vivir la fe: en oler a Dios».
“Esparcir la fragancia”. Aprendamos de las flores. Que no le pongan
límites a la rosa, la violeta o el nardo para que su aroma se encierre en un
espacio concreto. Las flores esparcen su aroma sin regateos, sin reservárselo:
Dios se lo dio para los demás, lo agradezcan o no. El viento puede llevar donde
quiera la fragancia de la flor. Su lema es dar, sin otra ambición y sin pedir
recompensa.
“Señor, ayúdame a esparcir
tu fragancia donde quiera que vaya”
Somos el incienso que Cristo ofrece a Dios… Acojamos con entusiasmo
esta vocación… Pero nosotros no podemos esparcir el olor de Cristo si antes no
somos fragancia de Cristo, porque nadie da lo que no tiene…
“Ayúdanos, Señor, a ser olor de Cristo, que evoque: su entrega, su unión con Dios, su bondad, su misericordia, su amor incondicional a todos, especialmente a los más necesitados; que nuestra vida transparente la suya, que podamos decir con el apóstol san Pablo: “No vivo yo es Cristo quien vive en mí”.
“Ayúdanos, Señor, a ser olor de Cristo, que evoque: su entrega, su unión con Dios, su bondad, su misericordia, su amor incondicional a todos, especialmente a los más necesitados; que nuestra vida transparente la suya, que podamos decir con el apóstol san Pablo: “No vivo yo es Cristo quien vive en mí”.
Esto es ser fragancia de Cristo. Y, luego, “ayúdame, Señor, a esparcirla donde quiera que vaya”…
No hay excusas: ni la edad, ni la enfermedad, ni el cansancio, ni la
falta de preparación…
El mundo y la Iglesia lo esperan de nosotros…