El primer artículo del Credo, que confiesa a Dios como
Creador, está estrechamente relacionado con el último, que habla de
resurrección de los muertos. Ambos artículos se refieren a la vida: Dios, como
Creador, está en el origen de la vida; él hace surgir el ser del no ser, llama
a la existencia a lo que no es. Y el Dios que resucita a los muertos es también
un Dios amante de la vida, que quiere seguir amando por toda la eternidad a
aquellos a los que ha amado desde el comienzo. El Credo se abre y se cierra con
la vida. Todo él está al servicio de la vida. Nuestro Dios es un Dios de
salvación. Entre creación y resurrección hay una relación estrecha, profunda e
indisociable. En efecto, la resurrección presupone la creación (sin vida previa
no hay resurrección), y la resurrección encuentra su mejor fundamento en la
creación: si Dios puede dar vida una vez, ¿por qué no va a poder darla de
nuevo? Mejor aún: si Dios puede dar vida, ¿por qué no va a poder mantenerla?
¿Para que se necesita más poder, para sacar vida de la nada o para mantener la
vida en el ser? La mejor “prueba” de la resurrección (de la capacidad que Dios
tiene de dar vida) es la creación. De este modo, la creación aparece como una
verdad llena de esperanza. Se crea o no se crea en Dios, la pregunta por el
poder que ha dado origen a la vida, sea cual sea, aunque sea la casualidad, es
también la pregunta por la posibilidad de que la vida aparezca de nuevo o
permanezca: ¿por qué lo que ha ocurrido una vez no puede repetirse? ¿Por qué la
buena suerte no va a poder tocar dos veces? Si además, Dios existe, entonces la
fe en la resurrección resulta sumamente creíble, sobre todo si la fundamentamos
en el poder y en el amor de Dios. El poder de Dios, que en la creación se ha
manifestado con capacidad absoluta para dar vida, puede en la resurrección
seguir ejerciéndose con la misma facilidad. Y si la creación tiene su origen en
el amor de Dios hacia la criatura, entonces la resurrección resulta una
consecuencia de este amor, pues el amante quiere siempre estar con el amado.
Martín Gelabert Ballester