sábado, 21 de febrero de 2015

Milagros que nunca llegan



Quién más, quién menos ha rezado que el Señor le conceda un milagro en beneficio propio o de una persona querida. A diario nos topamos con situaciones que nos hacen elevar los ojos al cielo y pedir que el poder omnipotente de Dios cambie el curso de los acontecimientos, cancele una enfermedad, proteja de un peligro o doblegue la voluntad de un pobre hombre hacia el bien. Y parece que los milagros nunca llegan. Hay quien llega a perder el gusto por la oración porque nunca se realizan sus deseos. Quien posee la fe, al menos como un grano de mostaza, tiene esa lente maravillosa que le permite contemplar y gozar lo que otros no perciben. Esta fe le hace sentir la mano de Dios que nunca abandona. Y mientras unos piden el milagro de una curación y se lamentan de que no se produzca, el hombre creyente agradece la misericordia de Dios que lo sostiene en el sufrimiento y da un sentido de eternidad a su dolor. El hombre de fe vive en cada momento el milagro gozoso de un nuevo día, de una familia por la que luchar, de un mendrugo de pan que llevar a la boca, de un trabajo, del sentido para sus horas amargas, del consuelo de saberse amado no obstante las decepciones de la vida. El hombre de fe sabe que cada minuto de su existencia es un milagro del amor y que todo sucede según el designio amoroso de Dios. Todo es un milagro para él: su salud o enfermedad, la amistad o el desprecio, un día luminoso de primavera o una tarde gris de invierno. Sabe que los milagros que piden los hombres sin fe son los que no pueden ver por la ceguera de su alma. Y reza por ellos para que lleguen a experimentar la amistad de un Dios que sabe solo amar y perdonar. La verdad es que vivimos de puro milagro. Todo lo que nos rodea es un regalo del Señor, un prodigio de su bondad. Uno se queda sorprendido de la capacidad del hombre para sufrir, ¿no es un milagro? Uno no sabe cómo somos capaces de amar hasta dar la vida, ¿no es un milagro? Uno, acostumbrado a escuchar que el mundo está patas arriba, ve cada mañana el despuntar del sol, escucha los gritos felices de los niños, experimenta el cansancio esperanzador del padre de familia, recibe el amor de los seres queridos, ¿no es un milagro? Las lágrimas de una persona arrepentida, los esfuerzos de un niño por corregirse, el sudor de un obrero, las ilusiones de un adolescente, el oído atento y el tacto fino de un ciego, la entereza de una viuda, una madre a la cabecera del esposo moribundo... estos son los milagros que el Señor concede, pues su amor ha venido a compartir nuestra existencia tal y como es. Los milagros que nunca llegan son los que siempre están presentes. Basta verlos con los ojos de la fe. ¡Son maravillosos!
Álvaro Correa