Quién
más, quién menos ha rezado que el Señor le conceda un milagro en beneficio
propio o de una persona querida. A diario nos topamos con situaciones que nos
hacen elevar los ojos al cielo y pedir que el poder omnipotente de Dios cambie
el curso de los acontecimientos, cancele una enfermedad, proteja de un peligro
o doblegue la voluntad de un pobre hombre hacia el bien. Y parece que los
milagros nunca llegan. Hay quien llega a perder el gusto por la oración porque
nunca se realizan sus deseos. Quien posee la fe, al menos como un grano de
mostaza, tiene esa lente maravillosa que le permite contemplar y gozar lo que
otros no perciben. Esta fe le hace sentir la mano de Dios que nunca abandona. Y
mientras unos piden el milagro de una curación y se lamentan de que no se produzca,
el hombre creyente agradece la misericordia de Dios que lo sostiene en el
sufrimiento y da un sentido de eternidad a su dolor. El hombre de fe vive en
cada momento el milagro gozoso de un nuevo día, de una familia por la que
luchar, de un mendrugo de pan que llevar a la boca, de un trabajo, del sentido
para sus horas amargas, del consuelo de saberse amado no obstante las
decepciones de la vida. El hombre de fe sabe que cada minuto de su existencia
es un milagro del amor y que todo sucede según el designio amoroso de Dios.
Todo es un milagro para él: su salud o enfermedad, la amistad o el desprecio,
un día luminoso de primavera o una tarde gris de invierno. Sabe que los
milagros que piden los hombres sin fe son los que no pueden ver por la ceguera
de su alma. Y reza por ellos para que lleguen a experimentar la amistad de un
Dios que sabe solo amar y perdonar. La verdad es que vivimos de puro milagro.
Todo lo que nos rodea es un regalo del Señor, un prodigio de su bondad. Uno se
queda sorprendido de la capacidad del hombre para sufrir, ¿no es un milagro?
Uno no sabe cómo somos capaces de amar hasta dar la vida, ¿no es un milagro?
Uno, acostumbrado a escuchar que el mundo está patas arriba, ve cada mañana el
despuntar del sol, escucha los gritos felices de los niños, experimenta el
cansancio esperanzador del padre de familia, recibe el amor de los seres
queridos, ¿no es un milagro? Las lágrimas de una persona arrepentida, los
esfuerzos de un niño por corregirse, el sudor de un obrero, las ilusiones de un
adolescente, el oído atento y el tacto fino de un ciego, la entereza de una
viuda, una madre a la cabecera del esposo moribundo... estos son los milagros
que el Señor concede, pues su amor ha venido a compartir nuestra existencia tal
y como es. Los milagros que nunca llegan son los que siempre están presentes.
Basta verlos con los ojos de la fe. ¡Son maravillosos!
Álvaro
Correa