Dios se
presenta como don, como gracia, como hallazgo. Puede ocurrir algo parecido a lo
que pasa cuando alguien busca con afán algo que cree haber extraviado: rebusca
en rincones inverosímiles, y de golpe descubre que lo tenía delante de sus ojos
y no había caído en la cuenta de ello. Encuentran a Dios los que se disponen a
buscarlo y a reconocerlo donde está y como es. Difícilmente encontrarán a Dios
los que intentan «probarlo» -que puede ser una especie de aquel pecado de
«tentar a Dios»- con una argumentación estrictamente deductiva, como si Dios
pudiese «deducirse» de lo que no es Dios; o con una argumentación inductiva,
como si Dios fuese un objeto o una causa más -aunque fuese la última- en una
sucesión de objetos y causas. Estará en disposición de encontrar a Dios, de
reconocer a Dios, el que llegue a tomar conciencia de que su vida es gracia,
don gratuito, en la precariedad, en la no autosuficiencia de su propia
existencia y de la de las cosas que le rodean, constatando que nada tiene razón
de existir por sí mismo, que todo podría dejar de existir, transformarse o ser
de otra manera. Es la constatación vivencial, experimental, de que todo lo que
es podría muy bien no ser o ser de otra manera. Esto puede llevar a un
sentimiento de interrogación expectante, tal vez de admiración, quizás hasta de
angustia: y todo esto, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿qué sentido puede tener?, ¿qué
valor? Y yo, ¿quién soy, qué hago en medio de todo esto? Las ciencias positivas
sólo dan respuestas parciales: relacionan unos fenómenos con otros y establecen
complicadas cadenas de causas y efectos entre los «hechos» experimentables.
Pero las ciencias ya no saben decir por qué existe la totalidad de estos hechos
ligados con aquella red de relaciones causales, ni qué valor o sentido último
pueden tener. El filósofo L. Wittgenstein, un hombre en verdad positivista, que
valoraba como pocos la ciencia como conocimiento riguroso y sistemático de los
hechos y datos de nuestra experiencia, escribía en sus Diarios: «Creer en Dios significa que no todo puede
reducirse a los hechos de este mundo», es decir, del mundo de la
experiencia inmediata (Schriften I,167). La ciencia explica hechos, pero deja
sin explicar el por qué, el sentido y el valor del conjunto de estos hechos. Lo
que llamamos ciencia, con todo su valor y con toda su utilidad para resolver
los mil problemas de nuestra vida práctica, puede ser sólo como una cortina de
humo que oculta nuestra radical impotencia para existir, nuestra radical
ignorancia del último hondón de todo, o como un juego de evasión con el que nos
entretenemos para no plantearnos aquellas preguntas, por miedo a que nos
desconcierten o nos angustien. Pero sólo el que tiene la osadía de plantearse
aquellas preguntas radicales sobre el ser y el sentido de la globalidad de todo
lo que es, sólo el que se mantiene en la exigencia y hasta en la obstinación de
no contentarse con ninguna explicación que sea solamente parcial o provisional,
rinde realmente honor a lo que es el hombre. Dejar de lado aquellas preguntas
es hacer como el avestruz, es autorreducirse a la condición animal, vivir
únicamente de lo inmediato. Sí: ante la pregunta por el sentido total, el
hombre puede quedar azorado y como descentrado, pero no puede escabullirse del
intento de buscar una respuesta. En realidad le quedan únicamente tres posibles
caminos: o contestar «no lo sé» e
intentar ir viviendo como pueda en su ignorancia confesada (agnosticismo); o
afirmar que en el fondo nada tiene sentido ni valor, que todo es puro azar y,
en definitiva, un absurdo (nihilismo); o afirmar que todo ha de tener un
sentido último, un fundamento y una razón de ser: que ha de haber un principio
de explicación última o primera de todo -depende desde dónde se mire-, un
principio que lo explica todo sin que él se haya de explicar por nada, que a la
vez es la necesidad y la gratuidad primeras, la gracia inicial, el dato
fundamental y único del que todo se deriva. Ante estos caminos sí que uno ha de
hacer una opción estrictamente personal, aunque no gratuita y arbitraria. Habrá
quien crea que no puede salirse de aquel camino oscuro de la confesada
ignorancia. Habrá quien crea que puede ir más adelante y afirmar el absurdo
total de todo: se podría preguntar, entonces, desde dónde se afirma el absurdo
y si no será igualmente absurda la misma afirmación de aquel absurdo total.
Finalmente, habrá quien crea que lo más razonable es admitir un Principio
primero de comunicación de ser y de sentido: principio que no es directamente
conocido ni experimentado como tal, pero que ha de ser postulado, exigido,
afirmado, para que no quede todo absolutamente ininteligible. A este principio
los hombres le dan un nombre que, de momento, quizás sólo es una especie de
cifra o denotación cómoda -demasiado cómoda- para referirnos a aquello que
realmente hemos de decir que no conocemos: lo llaman «Dios».
Es
incomprensible que se haya dicho que la afirmación de Dios implica la negación
del mundo y del hombre. Al contrario, es la única manera de poder afirmarlos y
amarlos. Creer es tener el atrevimiento de amarse y de estimar toda realidad
hasta el fondo, aunque uno vea su propia realidad tan endeble y tan precaria, y
las otras realidades tan esmirriadas y vulnerables. Sólo el que mantiene su
inteligencia y su corazón abiertos al infinito que reclaman, llegará a afirmar
el Infinito. La referencia a la conocida frase de San Agustín se hace
inevitable: «Señor, nos has hecho para
Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». El hombre
que se entrega al dinamismo que bulle dentro de sí «no se llena con menos que
infinito», decía San Juan de la Cruz. Y no se diga que quizá todo es sólo una
«gran ilusión», la proyección ilusoria al infinito de deseos y sueños que nunca
se cumplirán. Ciertamente, todos habremos vivido muchas ilusiones religiosas, y
todos habremos intentado construirnos imágenes de Dios que respondan a nuestros
deseos y a nuestros sueños más o menos conscientes o inconscientes. Pero el
creyente, cuando ha hallado a Dios verdaderamente, sabe que ha encontrado al
que es anterior a sí y a todos sus sueños, y que le ha de reconocer como tal
entregándose a El totalmente, incondicionalmente. Dios entonces se impone como
alguien que sobrepasa y anonada todas nuestras posibles expectativas sobre Él.
Dios se nos impone, entonces, no ya como aquello que nosotros necesitábamos,
deseábamos o imaginábamos, sino como alguien que en su soberanía primera y
absoluta se revela como una crítica demoledora de todo nuestro ser y hacer
inauténticos y de todos nuestros deseos pueriles, interpelándonos y
obligándonos a salir de nosotros mismos, para que seamos y deseemos aquello que
por nosotros mismos nunca habríamos sido o deseado. El verdadero creyente,
cuando llega a reconocer a Dios, reconoce que no le puede constituir o
configurar a partir del propio «yo», sino que es al revés: es Dios quien
constituye libre y soberanamente el «yo», que desde aquel momento ya sólo puede
ser vivido y pensado como una realidad surgida de Dios.
JOSEP VIVES