lunes, 17 de marzo de 2014

La fe y la ciencia



Dios se presenta como don, como gracia, como hallazgo. Puede ocurrir algo parecido a lo que pasa cuando alguien busca con afán algo que cree haber extraviado: rebusca en rincones inverosímiles, y de golpe descubre que lo tenía delante de sus ojos y no había caído en la cuenta de ello. Encuentran a Dios los que se disponen a buscarlo y a reconocerlo donde está y como es. Difícilmente encontrarán a Dios los que intentan «probarlo» -que puede ser una especie de aquel pecado de «tentar a Dios»- con una argumentación estrictamente deductiva, como si Dios pudiese «deducirse» de lo que no es Dios; o con una argumentación inductiva, como si Dios fuese un objeto o una causa más -aunque fuese la última- en una sucesión de objetos y causas. Estará en disposición de encontrar a Dios, de reconocer a Dios, el que llegue a tomar conciencia de que su vida es gracia, don gratuito, en la precariedad, en la no autosuficiencia de su propia existencia y de la de las cosas que le rodean, constatando que nada tiene razón de existir por sí mismo, que todo podría dejar de existir, transformarse o ser de otra manera. Es la constatación vivencial, experimental, de que todo lo que es podría muy bien no ser o ser de otra manera. Esto puede llevar a un sentimiento de interrogación expectante, tal vez de admiración, quizás hasta de angustia: y todo esto, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿qué sentido puede tener?, ¿qué valor? Y yo, ¿quién soy, qué hago en medio de todo esto? Las ciencias positivas sólo dan respuestas parciales: relacionan unos fenómenos con otros y establecen complicadas cadenas de causas y efectos entre los «hechos» experimentables. Pero las ciencias ya no saben decir por qué existe la totalidad de estos hechos ligados con aquella red de relaciones causales, ni qué valor o sentido último pueden tener. El filósofo L. Wittgenstein, un hombre en verdad positivista, que valoraba como pocos la ciencia como conocimiento riguroso y sistemático de los hechos y datos de nuestra experiencia, escribía en sus Diarios: «Creer en Dios significa que no todo puede reducirse a los hechos de este mundo», es decir, del mundo de la experiencia inmediata (Schriften I,167). La ciencia explica hechos, pero deja sin explicar el por qué, el sentido y el valor del conjunto de estos hechos. Lo que llamamos ciencia, con todo su valor y con toda su utilidad para resolver los mil problemas de nuestra vida práctica, puede ser sólo como una cortina de humo que oculta nuestra radical impotencia para existir, nuestra radical ignorancia del último hondón de todo, o como un juego de evasión con el que nos entretenemos para no plantearnos aquellas preguntas, por miedo a que nos desconcierten o nos angustien. Pero sólo el que tiene la osadía de plantearse aquellas preguntas radicales sobre el ser y el sentido de la globalidad de todo lo que es, sólo el que se mantiene en la exigencia y hasta en la obstinación de no contentarse con ninguna explicación que sea solamente parcial o provisional, rinde realmente honor a lo que es el hombre. Dejar de lado aquellas preguntas es hacer como el avestruz, es autorreducirse a la condición animal, vivir únicamente de lo inmediato. Sí: ante la pregunta por el sentido total, el hombre puede quedar azorado y como descentrado, pero no puede escabullirse del intento de buscar una respuesta. En realidad le quedan únicamente tres posibles caminos: o contestar «no lo sé» e intentar ir viviendo como pueda en su ignorancia confesada (agnosticismo); o afirmar que en el fondo nada tiene sentido ni valor, que todo es puro azar y, en definitiva, un absurdo (nihilismo); o afirmar que todo ha de tener un sentido último, un fundamento y una razón de ser: que ha de haber un principio de explicación última o primera de todo -depende desde dónde se mire-, un principio que lo explica todo sin que él se haya de explicar por nada, que a la vez es la necesidad y la gratuidad primeras, la gracia inicial, el dato fundamental y único del que todo se deriva. Ante estos caminos sí que uno ha de hacer una opción estrictamente personal, aunque no gratuita y arbitraria. Habrá quien crea que no puede salirse de aquel camino oscuro de la confesada ignorancia. Habrá quien crea que puede ir más adelante y afirmar el absurdo total de todo: se podría preguntar, entonces, desde dónde se afirma el absurdo y si no será igualmente absurda la misma afirmación de aquel absurdo total. Finalmente, habrá quien crea que lo más razonable es admitir un Principio primero de comunicación de ser y de sentido: principio que no es directamente conocido ni experimentado como tal, pero que ha de ser postulado, exigido, afirmado, para que no quede todo absolutamente ininteligible. A este principio los hombres le dan un nombre que, de momento, quizás sólo es una especie de cifra o denotación cómoda -demasiado cómoda- para referirnos a aquello que realmente hemos de decir que no conocemos: lo llaman «Dios».
Es incomprensible que se haya dicho que la afirmación de Dios implica la negación del mundo y del hombre. Al contrario, es la única manera de poder afirmarlos y amarlos. Creer es tener el atrevimiento de amarse y de estimar toda realidad hasta el fondo, aunque uno vea su propia realidad tan endeble y tan precaria, y las otras realidades tan esmirriadas y vulnerables. Sólo el que mantiene su inteligencia y su corazón abiertos al infinito que reclaman, llegará a afirmar el Infinito. La referencia a la conocida frase de San Agustín se hace inevitable: «Señor, nos has hecho para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». El hombre que se entrega al dinamismo que bulle dentro de sí «no se llena con menos que infinito», decía San Juan de la Cruz. Y no se diga que quizá todo es sólo una «gran ilusión», la proyección ilusoria al infinito de deseos y sueños que nunca se cumplirán. Ciertamente, todos habremos vivido muchas ilusiones religiosas, y todos habremos intentado construirnos imágenes de Dios que respondan a nuestros deseos y a nuestros sueños más o menos conscientes o inconscientes. Pero el creyente, cuando ha hallado a Dios verdaderamente, sabe que ha encontrado al que es anterior a sí y a todos sus sueños, y que le ha de reconocer como tal entregándose a El totalmente, incondicionalmente. Dios entonces se impone como alguien que sobrepasa y anonada todas nuestras posibles expectativas sobre Él. Dios se nos impone, entonces, no ya como aquello que nosotros necesitábamos, deseábamos o imaginábamos, sino como alguien que en su soberanía primera y absoluta se revela como una crítica demoledora de todo nuestro ser y hacer inauténticos y de todos nuestros deseos pueriles, interpelándonos y obligándonos a salir de nosotros mismos, para que seamos y deseemos aquello que por nosotros mismos nunca habríamos sido o deseado. El verdadero creyente, cuando llega a reconocer a Dios, reconoce que no le puede constituir o configurar a partir del propio «yo», sino que es al revés: es Dios quien constituye libre y soberanamente el «yo», que desde aquel momento ya sólo puede ser vivido y pensado como una realidad surgida de Dios.
JOSEP VIVES