lunes, 17 de marzo de 2014

El misterio de la resurrección



La resurrección de Jesús como misterio Al desbordar las coordenadas del espacio y del tiempo, situándose más allá de la realidad histórica accesible a nuestro conocimiento inmediato ­ya sensible, ya intelectual­, es evidente que no podemos lograr un esclarecimiento pleno de lo que la resurrección es en todos sus detalles. No existen cartas náuticas que puedan ya guiarnos en pleno mar abierto, una vez cruzados los umbrales de nuestro «mare nostrum». No disponemos de un mapa de la escatología, ni es ésta un panorama que el hombre pueda abarcar con su mirada como quien reconoce y describe un paisaje familiar en torno. Hemos de contentarnos sólo con los escuetos datos que nos transmite la palabra de Dios, sin pretender ir más allá de aquellos limites que la revelación misma nos impone. Lo contrario seria, en cierto modo, querer arrebatar los frutos primigenios del «árbol de la vida», recayendo en el pecado primordial humano. Porque la realidad futura es más objeto de esperanza que de posesión ­ni siquiera cognoscitiva­, y la palabra de Dios como promesa es la única prueba válida que poseemos de un misterio que aún no nos es dado contemplar cara a cara (cf.Heb 11,1; 1 Cor 13,12). Quizá sea aplicable también en este caso aquella antigua afirmación del Éxodo de que nadie puede ver a Dios sin morir (Éx 33,20; Núm 4,20), «porque mi faz nadie la puede ver, ya que no puede hombre verla, y vivir» (Ex 33,22s). Tanto la teología como la predicación y la catequesis han hecho, a veces, demasiado hincapié en ciertas imágenes fisicistas de la resurrección de Jesús, buscando en ellas la apoyatura sensible que  sirviese de base a una demostración apologética de la realidad del  Resucitado. Y, sin embargo, la contextura más profunda de lo que la resurrección es, se nos escapa, porque pertenece a aquella plenitud futura de unos nuevos cielos y una nueva tierra que, en definitiva, no son otra cosa que la riqueza insondable de la divinidad, meta última del ser y del existir de la creación entera. Por eso no cabe una descripción directa y detallada de la realidad de la resurrección, ante la que nos hallamos como el ciego ante los colores: es imposible describir a un ciego de nacimiento la rica gama de color con la que se reviste la naturaleza. Sólo cabe una aproximación periférica a los efectos de la resurrección ­lo que el Nuevo Testamento llama las apariciones o la tumba vacía­, ya que el hecho en sí mismo nos es inaccesible. En realidad, los evangelios nunca nos hablan de un testigo directo e inmediato del acontecimiento puntual de la resurrección de Jesús: por ésta, el Señor abandona el mundo visible, y en lo que encierra de más profundo, el «paso a la derecha del Padre, desborda la capacidad del ojo humano. Sin embargo, aun cuando resulte muy difícil dar una definición adecuada de lo que la resurrección es en sí misma, ya que su núcleo central nos es inaccesible, sí podemos decir con claridad lo que no es. Se hace necesario huir, a este respecto, de dos extremos inaceptables. La resurrección de Jesús no es, por una parte, una mera realidad subjetiva ­una alucinación o un puro recuerdo del pasado­ que «resurge» en el corazón o en la mente de los discípulos, despertando en ellos una fe renovada o una nueva interpretación de la vida y la actuación del Jesús histórico. Esta concepción meramente interiorizante de la resurrección resulta insuficiente. Pero, por el otro extremo, habrá que evitar asimismo otra concepción demasiado carnal de la resurrección como si ésta fuese un simple retorno a la vida terrena o a una existencia en todo similar a la presente. La resurrección de Jesús es mucho más que la mera reanimación de un cadáver (a lo que con frecuencia se la reduce): existe una disparidad absoluta entre la resurrección de Jesús y la resurrección de Lázaro o la del hijo de la viuda de Naín, aunque tantas veces se hayan identificado agrupándolas bajo la categoría, puramente apologética, de milagro. El realidad, Lázaro, al revivir, retorna hacia el pasado de la vida terrena, hacia la existencia cotidiana, mientras que la resurrección de Jesús significa el avance absoluto hacia el futuro sin retorno, hacia Dios Padre como meta última a la vez que origen primero de su caminar histórico. Se trata, pues, de dinamismos contrapuestos. De Lázaro podemos decir que revive o es «reanimado»; de Jesús hay que decir mucho más: es «consumado» (cf. Jn 19,30), ya que por su muerte y su resurrección alcanza la meta suprema de la plenitud y la consumación total. 
GESTEIRA GARZA, M.