La
resurrección de Jesús como misterio Al desbordar las coordenadas del espacio y
del tiempo, situándose más allá de la realidad histórica accesible a nuestro conocimiento
inmediato ya sensible, ya intelectual, es evidente que no podemos lograr
un esclarecimiento pleno de lo que la resurrección es en todos sus
detalles. No existen cartas náuticas que puedan ya guiarnos en pleno mar
abierto, una vez cruzados los umbrales de nuestro «mare nostrum». No
disponemos de un mapa de la escatología, ni es ésta un panorama que el
hombre pueda abarcar con su mirada como quien reconoce y describe un paisaje
familiar en torno. Hemos de contentarnos sólo con los escuetos datos que
nos transmite la palabra de Dios, sin pretender ir más allá de aquellos
limites que la revelación misma nos impone. Lo contrario seria, en cierto
modo, querer arrebatar los frutos primigenios del «árbol de la
vida», recayendo en el pecado primordial humano. Porque la realidad
futura es más objeto de esperanza que de posesión ni siquiera
cognoscitiva, y la palabra de Dios como promesa es la única prueba válida
que poseemos de un misterio que aún no nos es dado contemplar cara a cara
(cf.Heb 11,1; 1 Cor 13,12). Quizá sea aplicable también en este caso
aquella antigua afirmación del Éxodo de que nadie puede ver a Dios sin
morir (Éx 33,20; Núm 4,20), «porque mi faz nadie la puede ver, ya que no
puede hombre verla, y vivir» (Ex 33,22s). Tanto la teología como la
predicación y la catequesis han hecho, a veces, demasiado hincapié en
ciertas imágenes fisicistas de la resurrección de Jesús, buscando en ellas
la apoyatura sensible que sirviese de base a una demostración apologética
de la realidad del Resucitado. Y, sin embargo, la contextura más profunda
de lo que la resurrección es, se nos escapa, porque pertenece a aquella
plenitud futura de unos nuevos cielos y una nueva tierra que, en
definitiva, no son otra cosa que la riqueza insondable de la divinidad,
meta última del ser y del existir de la creación entera. Por eso no cabe
una descripción directa y detallada de la realidad de la resurrección,
ante la que nos hallamos como el ciego ante los colores: es imposible
describir a un ciego de nacimiento la rica gama de color con la que se
reviste la naturaleza. Sólo cabe una aproximación periférica a los
efectos de la resurrección lo que el Nuevo Testamento llama las
apariciones o la tumba vacía, ya que el hecho en sí mismo nos es
inaccesible. En realidad, los evangelios nunca nos hablan de un testigo
directo e inmediato del acontecimiento puntual de la resurrección de Jesús:
por ésta, el Señor abandona el mundo visible, y en lo que encierra de
más profundo, el «paso a la derecha del Padre, desborda la capacidad
del ojo humano. Sin embargo, aun cuando resulte muy difícil dar una definición
adecuada de lo que la resurrección es en sí misma, ya que su núcleo
central nos es inaccesible, sí podemos decir con claridad lo que no es. Se
hace necesario huir, a este respecto, de dos extremos inaceptables. La
resurrección de Jesús no es, por una parte, una mera realidad subjetiva una
alucinación o un puro recuerdo del pasado que «resurge» en el corazón o
en la mente de los discípulos, despertando en ellos una fe renovada o una
nueva interpretación de la vida y la actuación del Jesús histórico. Esta
concepción meramente interiorizante de la resurrección resulta
insuficiente. Pero, por el otro extremo, habrá que evitar asimismo otra
concepción demasiado carnal de la resurrección como si ésta fuese un
simple retorno a la vida terrena o a una existencia en todo similar a la
presente. La resurrección de Jesús es mucho más que la mera reanimación de
un cadáver (a lo que con frecuencia se la reduce): existe una disparidad absoluta
entre la resurrección de Jesús y la resurrección de Lázaro o la del hijo
de la viuda de Naín, aunque tantas veces se hayan identificado agrupándolas
bajo la categoría, puramente apologética, de milagro. El realidad, Lázaro,
al revivir, retorna hacia el pasado de la vida terrena, hacia la
existencia cotidiana, mientras que la resurrección de Jesús significa el
avance absoluto hacia el futuro sin retorno, hacia Dios Padre como meta
última a la vez que origen primero de su caminar histórico. Se trata,
pues, de dinamismos contrapuestos. De Lázaro podemos decir que revive o es
«reanimado»; de Jesús hay que decir mucho más: es «consumado» (cf. Jn
19,30), ya que por su muerte y su resurrección alcanza la meta suprema de
la plenitud y la consumación total.
GESTEIRA GARZA, M.