martes, 15 de octubre de 2013

El encuentro definitivo con Dios en Jesús



En la muerte se desvanece todo tiempo. Por eso, al traspasar la muerte, experimenta el hombre no sólo su propia plenitud, sino, al mismo tiempo, la plenitud y consumación del mundo. Cuando el Nuevo Testamento habla de la vida eterna, es decir, de aquello que acontece en la muerte y al Fin del Mundo, no habla jamás sólo de Dios, sino siempre conjuntamente de Jesucristo. Y lo mismo hace toda la tradición cristiana. Nuestra muerte es el gran y definitivo encuentro con Cristo; El aparecerá ante nosotros; El es nuestro juez y salvador; El transformará nuestro pobre cuerpo asemejándolo a la figura de su cuerpo resucitado; El juzgará al mundo y otorgará la vida eterna: Todo esto lo afirma de Jesucristo el Nuevo Testamento. Esta presencia conjunta de Dios y de Jesucristo en los acontecimientos finales no es mera yuxtaposición de dos presencias. Si somos exactos, tenemos que decir: Nosotros encontraremos a Dios en Jesucristo. En El resplandecerá Dios ante nosotros. En su presencia contemplaremos nosotros la presencia de Dios. En el encuentro con El experimentaremos el Juicio de Dios. En Él nos concederá Dios su misericordia. En Él encontraremos la vida eterna de Dios. En una palabra: nuestro definitivo encuentro con Dios acontece en Jesucristo. Cabe preguntarse por qué es esto así; por qué encontraremos definitivamente a Dios en Jesucristo. Y la respuesta no puede ser más que ésta: Porque así ha sido también en la historia. Dios nos ha hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras; pero su última, definitiva e insuperable palabra nos la ha dicho en Jesucristo. En El, Dios se ha convertido en la definitiva revelación y en la definitiva presencia en este mundo. En El se ha vinculado Dios definitivamente a este mundo. En El se ha revelado el sí amoroso de Dios al mundo y al hombre de un modo definitivo y para siempre. Quien desde ahora desee saber quién es Dios, tiene que contemplar a Jesús. El que le ve a Él, ve también al Padre. Jesús es el lugar en el que la acción liberadora y redentora de Dios para con el mundo ha alcanzado su máxima profundidad. Ahora bien, si Jesús es el lugar en el que se ha instituido de ese modo la manifestación y la acción definitiva de Dios en nuestra historia y si la historia terrena no tiene sencillamente una proIongación en el más allá, sino que encuentra allí su definitivo estado permanente en el que queda inmerso todo lo que ha sido esencial alguna vez en la historia terrena, entonces será también Jesucristo, más allá de toda la historia, el auténtico lugar de nuestro encuentro con Dios. El será, ya para toda la eternidad, lo que ha sido ya aquí en la tierra: Aquel en quien Dios nos comunica la palabra eterna de su amor. Dios nos ha aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan entrañablemente, que solo nos quiere encontrar, por toda la eternidad, en el hombre Jesús; sí: encontraremos, para siempre y eternamente, a Dios mismo en el corazón de un Hombre y allí nos veremos envueltos en el amor infinito de Dios.
GERHARD LOHFINK

El tiempo y los otros después de la muerte



Es uno de los conocimientos básicos de la antropología actual que el hombre no puede realizarse a sí mismo sin el encuentro con los demás hombres. Existencia significa vivir en contacto con los demás. Existir significa recoger experiencias en contacto con los demás. Sólo el que de niño ha experimentado la bondad de sus padres puede ser más tarde, él mismo, bondadoso y bueno. Sólo aquel que ha sido amado profundamente es capaz de amar, él mismo, más adelante. Sólo el que ha conocido y admitido a otros hombres en su rica y multiforme diversidad puede conocerse a sI mismo. El hombre se realiza realmente como hombre en relación con los demás, en una vivencia común del mundo. He dicho anteriormente que cada hombre posee su mundo propio y personal y que lleva consigo ese mundo a Dios. Y ahora tengo que añadir: A este mundo propio y personal pertenecen también los demás hombres con los que cada uno ha convivido durante su vida. A este mundo pertenecen el padre y la madre, la hermana y el hermano, la esposa y el esposo, los hijos, los parientes, los amigos, aquellos por quienes se asumió una responsabilidad y otros muchos hombres más. Todos ellos han dejado su impronta en nosotros; todos ellos pertenecen a la historia de nuestra vida. Nuestra realización humana no es ni siquiera pensable sin los múltiples vínculos que nos ligan a los hombres que viven en nuestro entorno. Si es verdad que nosotros nos presentamos ante Dios con todo nuestro mundo, es verdad también que nos presentamos ante El con todos estos hombres. Y si pensamos ahora que los hombres con quienes estamos vinculados nosotros están ellos, a su vez, vinculados con otros muchos más y así sucesivamente, entonces comprenderemos que no sólo se puede hablar del encuentro de cada hombre con Dios, sino que se tiene que hablar también y al mismo tiempo del encuentro de todos los hombres con Dios; sí, del encuentro de toda la historia con Dios. El resto del mundo y toda la historia están indisolublemente vinculados con nuestro propio mundo personal. Por eso, en el momento de la muerte, se presenta juntamente con nosotros, ante Dios, todo el resto de la historia. También la Iglesia ha creído siempre que toda la historia se presentará ante Dios; que Dios aparecerá ante todos los hombres y ante la historia toda; que El juzgará a todos los hombres y a toda la historia; y finalmente, que no participaremos de la vida de Dios como individuos particulares, sino en la comunidad de los santos. La teología dogmática tradicional desplazó naturalmente este encuentro de toda la humanidad con Dios a un determinado momento, en el Fin del Mundo. Desde el momento en que se admite en serio que es el hombre entero el que comparece ante Dios en el momento de la muerte, y se acepta, al mismo tiempo, que a cada hombre particular le pertenece su cuerpo y toda una parte del mundo, y que ese mundo lo constituyen otros muchos hombres, desde ese mismo instante hay que admitir necesariamente que yo y cada uno de los hombres tendremos que presentarnos ante Dios, en el momento de la muerte, con todos los hombres que tienen vinculación conmigo y con mi propio mundo; es decir, que tendremos que comparecer cada uno de nosotros ante Dios con todo el resto de la humanidad. Pero ¿cómo va a ser eso posible? ¿No es todo esto absurdo? Yo vivo, pero muchos de mis amigos han muerto ya. ¿Cómo van a presentarse ellos al mismo tiempo que yo ante Dios? Y otra dificultad: yo muero, pero otros siguen viviendo. Y también: yo y los hombres con los que he convivido hemos muerto; pero la historia sigue su curso milenio tras milenio. ¿Cómo puede afirmarse que toda la historia, que todos los hombres, comparecerán juntamente conmigo ante la presencia de Dios en el momento de mi muerte? El tiempo aparece ante nosotros, sin duda, como algo sumamente real. El tiempo dentro del cual queda enmarcada nuestra vida se nos presenta como algo férreo e inmodificable. Vivimos en el tiempo, tenemos que adaptarnos a él y no podemos saltárnoslo. Y sin embargo, el tiempo es algo mucho más irreal y quebradizo de lo que pudiera parecer en un primer momento. Pues el tiempo no es una cosa como las demás cosas de este mundo. El tiempo en sí mismo no es una realidad. El tiempo es una forma de captación de nuestra conciencia. Es un esquema en el que nos otros vivimos la duración de las cosas. Ya en la microfísica se le asesta un duro golpe a nuestro concepto del tiempo. Los fenómenos parapsicológicos muestran bien claramente la relatividad del tiempo. Más allá de nuestro mundo, ¿existe aún tiempo? Nosotros suponemos esto con frecuencia como algo evidente. El que distingue entre el juicio personal después de la muerte y el Juicio U1timo al Fin del Mundo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que la purificación del hombre después de la muerte exige un determinado tiempo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que el alma humana está, en primer lugar, junto a Dios sin el cuerpo y que el cuerpo sólo se une a ella más adelante, presupone que existe el tiempo en el más allá. Sin embargo, en realidad, el tiempo, exactamente lo mismo que el espacio, es una función de nuestro mundo terreno. El espacio y el tiempo son formas de captación con las que nosotros experimentamos la existencia terrena. Tienen consistencia o caen con la experiencia de este mundo nuestro. En el mundo de Dios ya no existe nuestro espacio ni tampoco nuestro tiempo. Esto significa, por tanto, que el hombre, desde el momento en que muere y penetra en el mundo de Dios, no existe ya en el tiempo, sino más allá de todo tipo de tiempo terreno. Sólo tiene algo que ver con el tiempo terreno en cuanto que todos los momentos de su existencia están refundidos en su nueva existencia junto a Dios. Su nueva existencia junto a Dios es el compendio y el fruto de todo su tiempo terreno, ciertamente transfigurado y sublimado por Dios; pero su nueva existencia, en sí misma, ya no es una existencia en el tiempo. Si estas reflexiones son válidas, entonces no podemos decir que un hombre concreto esté junto a Dios antes que otro cualquiera. Eso supondría, sin duda, que en el más allá sigue existiendo el tiempo terreno; que allí transcurren los días, los meses y los años igual que en este mundo. Pero, más bien, tenemos que decir lo siguiente: Como junto a Dios ya no sigue existiendo ningún tipo de tiempo terreno, entonces todos los hombres, aunque hayan muerto en épocas e instantes diversos, encontrarán a Dios «al mismo tiempo», en el único y eterno «momento» de la eternidad. Como junto a Dios ya no existe ninguna clase de tiempo terreno, entonces ha pasado ya la historia en el momento en que yo muero, y mi encuentro con Dios coincide con el encuentro de toda la humanidad con El. Como junto a Dios ya no hay ninguna clase de tiempo terreno, entonces mi muerte es ya el Ultimo Día e igualmente ha llegado con mi muerte la resurrección de la carne. Es posible también formular todo esto del modo siguiente: Al morir un hombre y dejar, por eso, el tiempo tras sí, llega a un «punto» en el que todo el resto de la historia llega con él «al mismo tiempo» a su fin Y todo esto, a pesar de que esta historia, «dentro» de la dimensión del tiempo terreno, haya dejado atrás tramos inmensos e inconmensurables. Ahora puede comprenderse por qué parto con tal confianza de que no sólo es mi alma la que encuentra a Dios, sino toda mi existencia y juntamente con ella toda la humanidad. El Fin del Mundo está llamando ya a mi puerta. El momento del Juicio no está lejano. Todos nosotros vivimos en los últimos tiempos; estamos ya próximos al fin.
GERHARD LOHFINK

El alma y el cuerpo después de la muerte



En los siglos pasados era muy frecuente encontrar esta formulación: En la muerte, el alma del hombre se separa del cuerpo; el alma llega a Dios y es juzgada por El. Si Dios concede la bienaventuranza eterna al alma, ésta goza de la visión beatífica de Dios hasta que le sea asignado el cuerpo transfigurado por Dios el día del Juicio final, cuando resuciten los muertos. Esta concepción se impuso pronto en la teología, durante los primeros siglos y sigue aún viva dentro de amplios sectores cristianos. Pero tiene que quedar bien claro que esta explicación no es sino una imagen auxiliar; un tipo de representación ligada a un momento cultural determinado. Este modelo imaginativo intentaba explicar que el Nuevo Testamento habla de la resurrección del hombre completo al final de los tiempos; a la vez tenía que tener en cuenta que ya inmediatamente, en el mismo momento de la muerte, tiene el hombre que encontrarse con Dios. No es posible eliminar de la fe cristiana ninguno de estos elementos: la resurrección corporal en el juicio final y el encuentro de cada hombre con Dios ya en el momento de la muerte. Se pretendía mantener ambos elementos y se pensaba que sólo era posible mantenerlos imaginando que el alma, inmediatamente después de la muerte, iba al encuentro con Dios y que el cuerpo, por el contrario, sólo al fin del mundo sería resucitado por Dios. Todo este modo de entender las cosas va siendo abandonado hoy cada vez más por la teología, pues esta concepción parte de unos presupuestos que no provienen, en modo alguno, de la Biblia, sino de la filosofía griega; presupuestos que le resultan cada vez más discutibles a la teología moderna; a saber: que el hombre pueda descomponerse limpiamente en cuerpo y alma; que, además, el alma sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma pueda ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede hablarse de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el cuerpo y el alma como dos elementos que pueden disociarse y separarse y a los que también se les puede unir de nuevo? Evidentemente hoy no es posible hablar así. El cuerpo y el alma no son dos partes del hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e indivisible que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas cosas en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a todo el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo, no toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si el alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se dirigiese al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el hombre, a toda su existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y todo lo que es nuestro. Quien se represente las cosas de otra manera, tiene que preguntarse si hace realmente justicia a la pavorosa importancia y seriedad de la muerte. Sí; tiene que preguntarse si no considera al cuerpo como algo superfluo, quizá, incluso, como algo negativo. Pues si el alma halla su plena y perfecta felicidad en la contemplación intuitiva de Dios, prescindiendo del cuerpo, entonces la resurrección de la carne es algo sencillamente superfluo. ¿No se habrá deslizado en esta concepción del hombre un oculto desprecio y desestima del cuerpo? También es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que el hombre constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe experimentar la muerte, entonces será más fácil y más inequívoco mantener que, en la muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y alma, el que llega a Dios. Pues cuando morimos no nos sumergimos en la nada, sino en la vida eterna junto a Dios. La muerte nos afecta como totalidad, pero nos sitúa también en lo que será nuestro permanente estado definitivo, frente a Dios. Nosotros y todo lo que es nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero también esto otro es igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios, nosotros y todo lo nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma llega a Dios en Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad distinta de nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación de que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser humano, los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma abstracta. El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo un mundo. Al hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos, sus gozos y sus tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las obras que ha llevado a cabo en su vida, todas las cosas que ha creado, todas las ideas y proyectos para los que ha vivido, todos los momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado, todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente, en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante El. En el momento de la muerte se presenta ante Dios todo el hombre en «cuerpo y alma»; es decir, con toda su vida, con todo su mundo personal y con toda la historia incambiable de su vida.
GERHARD LOHFINK

El juicio



El encuentro definitivo con Dios se convertirá para nosotros en juicio. Cada uno de nosotros ha experimentado ya, sin duda, algo semejante. Encontramos a un hombre que es pura bondad y rectitud y entonces se ve uno a sí mismo con otros ojos. Advertimos, de pronto, que nuestra postura era egoísta y estrecha hasta en las fibras más profundas del corazón; que el camino que hemos recorrido ha sido triste y que deberíamos dar un vuelco total a toda nuestra vida. Precisamente cuando un hombre bueno e importante tiene confianza en nosotros y nos aprecia y ama, nos invade -a pesar de toda la inmensa alegría- una profunda turbación; la turbación por lo poco que hemos merecido la confianza y el amor de los demás. Experiencias de este tipo son plenamente necesarias, si queremos comprender por qué el encuentro con Dios se va a convertir en juicio para nosotros. Cuando encontremos a Dios en el momento de nuestra muerte, conoceremos, por primera vez, lo que realmente hemos sido. Dios no necesita sentarse para ser nuestro juez; no necesita interrogarnos como interroga el juez humano a sus acusados; no necesita decirnos: en este y en este punto has fallado lamentablemente, esto y esto tienes que pagar; aquí está tu culpa, no tengo más remedio que condenarte. No, Dios no celebrará un juicio de ese tipo. Todo será de una manera completamente diferente: precisamente al experimentar nosotros, en el encuentro definitivo con Dios, la plena dimensión de la bondad y del amor con que Dios nos amó durante nuestra vida terrena, se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos. Y reconoceremos, sumidos en una terrible turbación, nuestra autosuficiencia; nuestra dureza de corazón; nuestra falta de amor y nuestro egoísmo. Todos nuestros autoengaños y las ilusiones vanas que hemos ido forjando en nosotros a lo largo de nuestra vida se derrumbarán de golpe. Caerán también todas las máscaras tras las cuales nos hemos escondido. Tenemos que abandonar también todos los papeles que hemos desempeñado ante nosotros mismos y ante los demás. Esto será infinitamente doloroso y nos quemará como el fuego. Cuando Dios resplandezca con toda su luz ante nosotros, comprenderemos de golpe lo que nosotros habríamos podido ser y lo que hemos sido en realidad. Eso es también, y al mismo tiempo, nuestro «purgatorio». Su contenido fundamental consiste en que a nosotros se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos en el encuentro con el Dios santo; que el conocimiento de lo que somos en realidad, será para nosotros terriblemente doloroso; que este dolor va a ser precisamente el que nos va a purificar y nos va a capacitar, en última instancia, para realizar el encuentro con Dios. Pero todo esto no como un proceso que se nos impone como castigo temporal o como un estado, sino como un acontecimiento que se realiza inmediatamente en el encuentro con Dios; como un acontecimiento que es el que realmente posibilita ese encuentro con Dios. Lo mejor sería afirmar sencillamente: El encuentro con Dios en el momento de nuestra muerte se va a convertir para nosotros en juicio; en juicio que nos va a quemar como fuego. Quizá todo esto serían afirmaciones  unilaterales si no añadiéramos inmediatamente una tercera afirmación: En este encuentro experimentamos nosotros a Dios no sólo como nuestro juez; sino que experimentamos, al mismo tiempo y para siempre, su misericordia y su amor. Podemos confiar en que encontraremos a la hora de la muerte a un Dios bueno y misericordioso. La bondad y el amor de Dios no sólo nos acompañan durante la vida, sino que solamente se nos revelarán en toda su plenitud cuando encontremos definitivamente a Dios; cuando se nos abran los ojos y conozcamos nuestra dureza de corazón y nuestra falta de misericordia. Precisamente entonces saldrá Dios a nuestro encuentro como el padre bondadoso de la parábola; no nos interrogará sobre nuestras culpas y nuestra justicia, sino que nos apretará contra su corazón animado por una alegría infinita. Esta será la auténtica experiencia de nuestra muerte: el amor, la bondad y la misericordia de Dios. Sólo por fe podemos creer que la meta y el misterio de nuestra vida están escondidos en nuestra muerte. Y ahora deseo añadir también que sólo por la fe podemos esperar que Dios saldrá entonces a nuestro encuentro lleno de amor y misericordia. Es claro y evidente que esto no se puede demostrar en modo alguno. Pero ya lo hemos dicho también antes: el amor nunca se puede probar. Sólo se puede creer en él. Sólo se puede responder a él arriesgando nuestro propio amor. El que está dispuesto a asumir el riesgo de creer en el amor de Dios, al final no pertenecerá al grupo de los estúpidos ni de los desengañados. Al que cree en el amor de Dios, la muerte le conducirá al misterio incomprensible e inefable de ese mismo amor de Dios. 
GERHARD LOHFINK

lunes, 14 de octubre de 2013

¿Qué sucede después de la muerte?



¿«Qué sucede después de la muerte?» ¿Tiene auténtico sentido esta pregunta? ¿Tenemos derecho a formularla de esta manera? ¿Nos es lícito hablar sobre realidades que trascienden nuestra existencia? ¿Puede realmente ayudarnos una mirada al más allá? ¿Nos hacemos mejores si reflexionamos sobre una vida imperecedera? ¿Nos volvemos más nobles, más honrados, más justos, más sabios, más humanos? ¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a realizar en este mundo, lo mejor posible, nuestra existencia? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en llevar la vida, que se nos. ha dado ahora, lo más decente y humanamente posible y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar silenciosamente el misterio de la vida, su oscuridad y sus enigmas, con paciencia, valentía y una confianza callada y serena, y dejar el más allá como un misterio del que nada sabemos? No podemos olvidar que el hombre es, al mismo tiempo, un ser que no deja de preguntarse y que sigue indagando en la búsqueda de la realidad total sin cansarse nunca de formular nuevos interrogantes. Precisamente esa actitud indagadora es la que le distingue del animal, y cuando se limita a callar y se resigna y no se inquieta constantemente buscando siempre nuevas preguntas, con la esperanza de obtener una respuesta, hay que decir que no se realiza en su plenitud como auténtico ser humano. Por eso opino que podemos y debemos preguntarnos: ¿Qué viene después de la muerte? ¿Qué sucede con nuestra vida; con nuestro yo; con nuestra conciencia; con nuestra existencia, una vez que hemos muerto? ¿Se acaba todo en ese momento para nosotros? ¿Viene entonces la noche interminable, el sueño eterno, la nada? ¿Nos extinguimos para siempre, o surge en ese instante lo auténtico, la verdadera vida? ¿Qué sucede después de la muerte? Tenemos el derecho y el deber de plantearnos esta pregunta. Pero aun admitiendo que tengamos derecho a plantearnos estas preguntas, ¿existe realmente una respuesta? Cuando hablamos sobre el aspecto teológico de la muerte, es decir, sobre lo que nos sucede en la muerte y más allá de la muerte, estamos hablando sobre una cuestión que ninguno de nosotros ha experimentado aún y sobre un camino que ninguno de nosotros ha recorrido todavía. ¿Puede haber una respuesta a semejantes preguntas? Es claro que no es posible una respuesta fuera del ámbito de la fe. Lo que nos sucede después de la muerte sólo lo podemos saber por la fe y, por eso, sólo es posible abordar el tema a partir de la fe. Esto tiene que quedar bien claro desde el principio. La expresión «sólo podemos conocerlo por la fe» no hay que entenderla como algo negativo, como algo a lo que hay que recurrir cuando no se sabe nada con exactitud. Pues no es eso lo que significa «creer», considerado desde una perspectiva teológica. La fe significa un conocimiento personal. Creer significa fiarse totalmente de otro y llegar a conocer por ese medio. Lo decimos en el mismo sentido en que nos sucede llegar a conocer las realidades más importantes de la vida humana, sólo porque creemos y confiamos. Comencemos inmediatamente por la realidad más sublime e importante para la vida humana: la experiencia del cariño y del amor. Que haya alguien que nos ame de corazón, sólo podemos creerlo; y sólo podemos fiarnos de que sea verdaderamente así. No sirven en esto los análisis ni los experimentos. Cuanto más seccionamos e investigamos a un hombre psicológicamente, tanto más se nos escapa de las manos. Naturalmente que hay expresiones, signos e incluso pruebas de amor. Pero ¿cómo podemos saber si tras todas esas expresiones de amor que nos da una persona no se oculta el más sutil y larvado egoísmo? Que una persona nos ame verdaderamente, sólo lo podemos creer. Sólo cuando creemos en el amor del otro y le correspondemos con nuestro propio amor y sólo cuando somos capaces de asumir el riesgo de que nos dejen plantados como estúpidos o engañados, es cuando experimentamos realmente y de un modo definitivo que somos amados. Así acontece, tal como hemos dicho, con las realidades más importantes de nuestra vida humana; y así sucede, por tanto, con nuestro conocimiento sobre lo que encontraremos en el momento de la muerte. También en esto tenemos que creer y confiar. Tenemos que creer que en nuestra muerte están escondidos la meta y el misterio de nuestra vida; sí, tenemos que creer que en la muerte se abrirá ante nosotros un horizonte infinito, porque nosotros no morimos para sumergirnos en la nada, sino en Dios: entonces es cuando encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Pero con esto no hemos conseguido todavía adentrarnos en el contenido nuclear del tema, que es el siguiente: ¿Qué viene después de la muerte? Y la primera respuesta es ésta: En nuestra muerte encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Lo decisivo de esta frase es la palabra «definitivamente». Porque, ya en nuestra vida terrena, encontramos a Dios de muchas maneras. Le encontramos en los momentos de felicidad y cuando rezamos para pedir algo que necesitamos. Le encontramos en nuestros actos litúrgicos, cuando levantamos hacia El nuestra mirada y le damos gracias por algo. Le encontramos también en cada servicio que prestamos a otros y en cualquier intercambio positivo que mantenemos con nuestros semejantes. Pero en todos estos encuentros Dios permanece oculto para nosotros. Parece callar. Sí; parece como que se nos escapara constantemente de nuestra vista. No le podemos retener nunca ni podemos decir jamás: ahora le he conocido. Constantemente nos encontramos de camino en su búsqueda y constantemente tenemos que comenzar a buscarle. Encontramos a Dios de muchas maneras, pero nunca llegamos a conseguir el fin apetecido del encuentro pleno. Sin embargo, en la muerte encontraremos definitivamente a Dios; al Dios de nuestras oraciones; al Dios de nuestras aspiraciones, de nuestra esperanza y de nuestra fe. Cuando hablamos del cielo, no nos referimos a una cierta clase de cosas que allí nos esperan. Sólo hay cosas en este mundo terreno. Cielo significa exclusivamente encuentro con Dios mismo. Dios mismo resplandecerá entonces ante nosotros y no existe hombre alguno que pueda describir cómo será eso. Lo más que podemos hacer es pensar en momentos de nuestra vida en los que parecen desprenderse repentinamente las escamas de nuestros ojos y en los que súbitamente, como sacudidos por un profundo estremecimiento, descubrimos relaciones y conexiones que antes no habíamos soñado ni imaginado nunca. Pero tales comparaciones no son, en el fondo, más que pálidos reflejos que tienen que difuminarse ante el estremecimiento gozoso y pleno del encuentro real con Dios. En nuestra muerte encontraremos a Dios definitivamente. Y entonces comprenderemos que siempre ha estado enormemente próximo a nosotros, de un modo misterioso; incluso en los momentos que pensábamos que El estaba lejos. Entonces conoceremos lo grande y lo santo que es Dios; infinitamente más grande y más santo que la imagen que de El nos habíamos formado. Dios aparecerá tan grandioso y santo ante nosotros que sólo con eso colmará todo nuestro pensamiento y todo nuestro ser definitivamente y para siempre. En nuestra muerte encontraremos definitivamente y para siempre a Dios.
GERHARD LOHFINK