«Milagro»:
esta palabra suscita sin duda en nosotros un montón de cuestiones. Empecemos
por medir su alcance. Nos ayudará a ello una discusión entre jóvenes:
“¿Los milagros? Son
importantes, porque en ellos es donde se basa la fe.
-Demuestran que Jesús es
Dios.
-Yo no creo que eso sea
posible; de pequeño, sí que creía en ellos, pero ahora todo eso me suena a
magia.
-Si no hubiera milagros, la
gente creería más fácilmente, pero todo eso les repugna.
-¿Cómo pudo Jesús cambiar
el agua en vino? ...
-La ciencia lo explica
todo, o al menos procura explicarlo todo.
-¿Está entonces uno
obligado a escoger entre la ciencia y la fe?
-Quizás la gente dijo que
eran milagros, pero ¿no sería en el fondo más que una cuestión de puras
coincidencias? Por ejemplo, cuando los hebreos pasaron el mar Rojo, quizás es
que estaba casualmente seco.
-Pero entonces, al hablarnos de milagro, nos
«doraron la píldora».
-No necesariamente; quizás
les chocó a ellos el que se secase el mar precisamente cuando lo necesitaban.
Además, no importa cómo, es necesario creer para decir que se trata de un
milagro. En Lourdes, por ejemplo, un ateo no dirá que es un milagro; solamente
verá algo que él no sabe explicar. Y si los milagros no son una «prueba», ¿qué es lo que podrían ser?
-¿Quizás es que Jesús quiso
mostrar con ellos su bondad?
-iY su injusticia!... porque
no curó a los otros.
-Es verdad. Yo me pregunto
si, cuando curaba a alguien, no nos querría dar un «anticipo», demostrarnos qué
pasará más tarde cuando se resucite.
-A mí me parece que un
nacimiento es un milagro. Desde luego, son los padres los que dan la vida, pero que uno pueda
nacer así , que uno pueda caminar, utilizar las manos, vivir”
Son
muchos los educadores que lo comprueban: los milagros son con frecuencia una
ocasión para los jóvenes de abandonar la fe cuando llegan a la adolescencia; la
fe les parece incompatible con la ciencia.
La
mayoría de nuestras dificultades provienen de que se ha hecho del milagro una
«prueba», una cosa científicamente comprobable, mientras que es ante todo un
«signo» percibido por la fe. En otras palabras, se olvida que el milagro tiene
dos caras, dos niveles de significación: una cara visible –el hecho
extraordinario que todos pueden comprobar y otra cara invisible- el sentido
religioso percibido por el creyente.
Pongamos
algunos ejemplos escogidos deliberadamente de matiz distinto. Le damos una flor
a un botánico; reacciona como científico: "¿Qué es esto?». La analiza,
la clasifica y, si le es desconocida, no parará hasta que haya encontrado su
origen. Un joven le da una flor a su novia; ésta descubre en ella un mensaje;
esa flor “le dice algo”. Entonces, la
cuestión no es ya:
“¿Qué
es esto?”, sino: “¿Qué es lo que esto
significa?”. De este modo la flor es considerada en dos
niveles de significación muy diversa. Esas dos visiones no son incompatibles
-también hay botánicos enamorados-, pero son muy diferentes. Uno se sitúa al nivel del propio
acontecimiento (“¿Qué es esto?”), el
otro expresa la significación que reconoce en él (“¿Qué significa esto?”). Una curación en Lourdes: la oficina de
cómo probaciones médicas, compuesta de médicos creyentes y no creyentes,
declarará que tal curación no es explicable por la ciencia (precisando o
sobreentendiendo: “en la actualidad”);
el creyente reconocerá allí un milagro.
En
lo que nosotros llamamos “milagro” hay que distinguir, por consiguiente, los
dos niveles mencionados: el hecho, comprobado por todos y que puede
tener un significado científico, y el signo, la interpretación que
proviene de la fe.
No sólo la Biblia, sino también algunos textos griegos o judíos
nos cuentan milagros. ¿Podemos a través de esos relatos reconstruir lo que
ocurrió? Confesemos que esto resulta difícil, muchas veces imposible,
y
en el fondo sin mucho Interés. Esos relatos no
son “procesos verbales” de escribanos,
sino testimonios de creyentes. Al vivir en un mundo religioso, en donde
se ve completamente natural que
Dios o los dioses se manifiesten, las gentes de aquellas épocas no se
fijan en el hecho histórico (“¿Qué pasó?”) que
admiten espontáneamente, sino en su
significado (“¿Qué quiere decirme eso? ¿Quién me habla
y que es lo que me dice?”). Cuando se
estudian esos relatos antiguos, no tenemos entonces que preguntarnos: “¿Cómo o cuándo tuvo eso lugar?”, sino más bien: “¿Por qué ha sido contado?”.
Pero, por otra parte, el dar una interpretación humana o teológica de un hecho concreto no quiere decir que reconozcamos que eso no tuvo lugar. ¿Qué ocurrió en el mar Rojo, en el Sinaí o en el lago de Tiberíades?
Es sin duda imposible -y sin interés-
querer reconstruirlo. Lo único que sé es que ocurrió algo que el pueblo o los discípulos
percibieron como un hecho extraordinario y en lo
que descubrieron que Dios les interpelaba. Me basta con saber que en esos
acontecimientos (¿cuáles? poco importa) los discípulos percibieron que “Dios
obraba por ese hombre” (Hech 2, 22).
Para
la ciencia no hay milagros; hay solamente hechos que comprobar. Su función es la
de explicar el mundo y los acontecimientos y, para ello, encontrar las causas.
La ciencia tiene como principio cierto el determinismo, esto es, el hecho de
que la naturaleza tiene sus leyes y que las obedece; la ciencia tiene que
descubrirlas; entonces puede actuar sobre las causas y hacer que se reproduzca,
siempre que se desee, aquel mismo hecho. Mientras no haya encontrado las leyes
que explican un hecho determinado, solamente puede comprobar su propia
ignorancia y seguir investigando. Me han contado la reacción de un médico
incrédulo ante un niño ciego, que había nacido sin retina, y que en Lourdes
empezó a ver; declaraba: “es preciso que revise todas
mis concepciones científicas; hasta ahora pensaba que era imposible ver sin
retina y ahora compruebo que se puede ver sin retina”. Poco importa que esta
reflexión sea exacta o inventada; indica perfectamente la reacción normal que
el científico tiene espontáneamente ante un fenómeno inexplicado. Pero esto no quiere decir
que el milagro, en su cara visible, sea un hecho extraordinario cumplido “fuera
(o en contra) de las leyes de la naturaleza”. El milagro está por encima de las
leyes, no ya en el sentido de que esté en contradicción con ellas o de que les
sea totalmente extraño, sino en el sentido de que las utiliza... Todo ocurre
como si Dios, fuente de toda vida, le diera al enfermo por unos instantes un
aumento de vitalidad, una hipervitalidad, gracias a la cual la persona
agraciada con el milagro repara en una fracción de segundo ciertas lesiones que
quizás no hubiera visto nunca reparadas o que habrían tenido necesidad de años enteros
para llegar a ese resultado... La curación sobrenatural no es otra cosa más que
un fenómeno natural cuya rapidez y amplitud se salen de las reglas habituales.
El milagro multiplica, transforma o cura, pero no crea. Supera las fuerzas
naturales, pero no viola sus leyes. Los determinismos siguen en pie; lo que
pasa es que son como utilizados por una libertad superior. Y dominándolos de
ese modo es como se manifiesta misteriosamente esa libertad.
Charpentier, E.