Para unos fui un loco molesto, para otros un gran profeta, pero si
alguna locura envolvió mi vida fue el firme convencimiento de que solo Yahvé es
el dios verdadero. Ante él, no hay ni dioses ni poderes que merezcan la pena
ser tenidos en cuenta, de hecho, cuando estos inútiles ídolos se endiosan, no
son servidos por fieles creyentes sino por sumisos y despersonalizados siervos.
Mi nombre es Elías, y no podía ser otro, pues significa «Yahvé es mi dios». ¿De
qué otro modo me podía llamar si ese era el sentido de mi vida: anunciar a
todos quién es el verdadero Dios? Y para eso, como decía antes, hube de
enfrentarme a los dioses y a los poderes humanos idolátricos. Entre los
primeros, mi mayor lucha fue contra Baal, bueno..., contra sus sacerdotes y
profetas, pues él no era nadie. Y entre los segundos hube de vérmelas con Ajab,
el rey de Israel, y su mujer Jezabel, en defensa de un buen israelita, Nabot,
al que querían desposeer de su viña. Como él se negaba, porque era el don que
Dios había dado a su familia para siempre, mediante una grave calumnia
consiguieron que, en nombre de Dios, fuera lapidado. Los que hayáis leído mis
aventuras y desventuras (1 Re 17 – 2 Re 1) sabéis que los tiempos en que viví
eran difíciles y muy violentos. Y que, llevado por ese ambiente, me dejé arrastrar
sirviendo a Dios por ese mismo camino. Pero qué iba a hacer, no conocía otro
modo. Cuando vi que mis hermanos israelitas se olvidaban cada día más de buscar
a Dios, el auténtico, el que los había sacado de Egipto, les había dado un
nombre, un proyecto de futuro, una entidad de pueblo, una tierra donde vivir y
unos hijos con los que abrirse camino en la historia, ahora lo abandonaban indolentemente
para echarse en brazos de una religión que adoraba a un dios que nada había
hecho por ellos, me enfurecí mucho. ¿Cómo se sentiría el Señor que había hecho
tanto por ellos? Es cierto que nuestro Dios no tenía una imagen a la que
regalarle mantos y adornos de oro, como Baal. Pues, oculto en su misterio,
nadie puede alcanzarlo con su conocimiento. Yo lo percibí airado contra su
pueblo, contra los falsos adoradores de Baal, y la emprendí a golpes y
cuchilladas contra ellos, provocando una gran matanza. Hube de huir, me refugié
en la montaña. Y allí, oculto por miedo en una cueva, comprendí el verdadero
poder de Dios, que es más fuerte que la tormenta, el rayo o el huracán..., pero
que sin embargo se manifiesta en el susurro de una suave brisa. Comprendí tarde
que, para luchar en nombre de nuestro Dios, no sirve el ímpetu de la violencia,
sino la agradable fragancia del amor. Lo mismo me pasó cuando me enteré de lo
que los reyes hicieron a Nabot. ¿Cómo se puede abusar así del poder para hacer
violencia a los débiles? Los maldije en nombre de Dios y pagaron las
consecuencias. Al final, como profeta, me fui acercando cada vez más al Señor.
Y tanto me acerqué a él que fui arrebatado a su lado en un carro de fuego. Así
lo cuentan, al menos, mis amigos. No importa cómo fue, el caso es que, al final
de mis días, me encontré sumido en la suave brisa que un día me salió al paso y
me llenó de esperanza en aquel mundo violento y destructivo que me tocó vivir.