En la cueva de Greccio (Es una pequeña localidad situada en el valle de
Rieti, en Umbría, no muy lejos de Roma ) se encontraban aquella Nochebuena,
conforme a la indicación de san Francisco de Asis, el buey y el asno:
«Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como nació en
Belén, y todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez. Quisiera ver
con mis ojos corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre el heno, entre
un buey y un asno». Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda
representación del pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en realidad? Como es
sabido, los relatos navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si
tratamos de aclarar esta pregunta, tropezamos con uno hechos importantes para
los usos y tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y
pascual de la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares. El buey y el asno no son simplemente productos de la fantasía piadosa. Gracias
a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, se han
convertido en acompañantes del acontecimiento navideño. De hecho, en Isaías 1,3
se dice: "Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel
no conoce, mi pueblo no discierne." Los Padres de la Iglesia vieron en estas palabras una profecía referida al
nuevo pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de judíos y gentiles.
Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin
razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para
que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo. En las representaciones navideñas medievales, sorprende continuamente cómo a
ambos animales se les dan rostros casi humanos; cómo, de forma consciente y
reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio del Niño. Esto era
lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra profética tras la que se
esconde el misterio de la Iglesia –nuestro misterio, el de que, ante el Eterno,
somos bueyes y asnos–, bueyes y asnos a los que en la Nochebuena se les abren
los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su Señor. Pero, ¿lo reconocemos
realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno, debe venirnos a la
mente la palabra entera de Isaías, que no sólo es buena nueva –promesa de
conocimiento venidero–, sino también juicio sobre la presente ceguedad. El buey
y el asno conocen, pero «Israel no conoce, mi pueblo no discierne». ¿Quién es
hoy el buey y el asno, quién es mi pueblo que no discierne? ¿En qué se conoce
al buey y al asno, en qué a mi pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que la
irracionalidad conoce y la razón está ciega? Para encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres de
la Iglesia, a la primera Navidad.
¿Quién no conoció? ¿Por qué fue así?
Quien no
conoció fue
Herodes: no sólo no entendió nada cuando le hablaron del Niño, sino que sólo
quedó cegado todavía más profundamente por su ambición de poder y la manía
persecutoria que le acompañaba.
Quien no
conoció
fue, «con él, toda Jerusalén». Quienes no conocieron fueron los hombres
elegantemente vestidos, la gente refinada. Quienes no conocieron fueron los
señores instruidos, los expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis
escriturística, que desde luego conocían perfectamente el pasaje bíblico
correcto, pero, pese a todo, no comprendieron nada.
Quienes conocieron fueron –comparados a estas
personas de renombre– bueyes y asnos: los pastores, los magos, María y José.
¿Podía ser de otro modo? En el portal, donde está el Niño Jesús, no se
encuentran a gusto las gentes refinadas, sino el buey y el asno.
Ahora bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos tan
alejados del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos? ¿No
nos enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en pruebas de la
inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que
estamos ciegos para el Niño como tal y no nos enteramos de nada de Él? ¿No
estamos también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en
nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución,
como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir a adorar? De esta
manera, los rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen una
pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz del Señor? Cuando
ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a Dios que dé
a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al Señor –como una vez
San Francisco en Greccio–. Entonces podría sucedernos también –de forma muy
semejante a san Lucas cuando habla sobre los pastores de la primera
Nochebuena–: todos volvieron a casa llenos de alegría.
Joseph Ratzinger