Con cierta frecuencia, al comienzo de las
celebraciones litúrgicas, el presidente exhorta a los fieles a ponerse en
presencia de Dios. ¿Qué puede significar esto? Si lo pensamos bien resulta una
invitación un tanto extraña, puesto que los creyentes sabemos que, dado que
Dios está en todas partes, siempre estamos en su presencia. Ahora bien, hay dos
maneras de estar en presencia de alguien, una manera inconsciente y otra
consciente. Exhortar a alguien a ponerse en presencia de Dios, equivaldría a
invitarle a cobrar conciencia de una presencia que ya está siempre ahí. Con
todo, se trata de una presencia extraña. En todo caso, no es una presencia como
la que se da cuando estamos frente a otra persona, ni siquiera es una presencia
como la que se da frente a alguien distante o invisible. Dios es trascendente,
y su presencia no puede en modo alguno compararse con una presencia humana. No
es la presencia de alguien muy grande, o muy invisible, o muy distante. Es otra
cosa. Una presencia omniabarcante, aunque invisible y silenciosa para los ojos
de la carne.
Ponerse en la presencia de Dios supone una
determinada actitud. Más aún, una forma de vivir, la del que ha dejado de
mirarse a sí mismo, de considerarse el centro de toda la realidad, para ser así
consciente de que todo lo ha recibido, que todo es gracia, que nada, ni
siquiera la vida, le pertenece, porque la vida es un don. No es decir “aquí
estoy yo”, sino “aquí me tienes”. Es cobrar conciencia de que hay una Presencia
que desde siempre nos habita, nos reclama y requiere nuestra adhesión. Es dejar
de considerarse un sujeto posesivo, para ser sujeto convocado, vulnerable, y a
la entera disposición de la Presencia misteriosa que nos llama, nos envuelve y
nos sostiene.
Ponerse en presencia de Dios es ser consciente de
que nosotros no somos dioses, sino seres limitados; más aún, egoístas,
pecadores. Y estar dispuesto, al menos dispuesto, a renunciar a nuestro pecado.
Ahora bien, sólo con la conciencia del pecado y de la miseria podríamos
hundirnos. Por eso, al sentimiento de la pequeñez, hay que juntar el de la
grandeza. La vida es un regalo, sí, pero es el regalo que nos hace un Padre
amoroso, que nos sostiene, nos hace hijos suyos y quiere nuestra felicidad. Su
presencia misteriosa no es opresiva, ni acusadora, ni paralizadora, sino
liberadora y consoladora. Es la presencia del amor, nunca manipulable, pero
siempre atento. A la luz de Dios descubrimos no solo la miseria de nuestra
condición, sino la grandeza de nuestro destino.
Martín Gelabert Ballester, OP