martes, 22 de enero de 2013

Ponerse en presencia de Dios



Con cierta frecuencia, al comienzo de las celebraciones litúrgicas, el presidente exhorta a los fieles a ponerse en presencia de Dios. ¿Qué puede significar esto? Si lo pensamos bien resulta una invitación un tanto extraña, puesto que los creyentes sabemos que, dado que Dios está en todas partes, siempre estamos en su presencia. Ahora bien, hay dos maneras de estar en presencia de alguien, una manera inconsciente y otra consciente. Exhortar a alguien a ponerse en presencia de Dios, equivaldría a invitarle a cobrar conciencia de una presencia que ya está siempre ahí. Con todo, se trata de una presencia extraña. En todo caso, no es una presencia como la que se da cuando estamos frente a otra persona, ni siquiera es una presencia como la que se da frente a alguien distante o invisible. Dios es trascendente, y su presencia no puede en modo alguno compararse con una presencia humana. No es la presencia de alguien muy grande, o muy invisible, o muy distante. Es otra cosa. Una presencia omniabarcante, aunque invisible y silenciosa para los ojos de la carne.
Ponerse en la presencia de Dios supone una determinada actitud. Más aún, una forma de vivir, la del que ha dejado de mirarse a sí mismo, de considerarse el centro de toda la realidad, para ser así consciente de que todo lo ha recibido, que todo es gracia, que nada, ni siquiera la vida, le pertenece, porque la vida es un don. No es decir “aquí estoy yo”, sino “aquí me tienes”. Es cobrar conciencia de que hay una Presencia que desde siempre nos habita, nos reclama y requiere nuestra adhesión. Es dejar de considerarse un sujeto posesivo, para ser sujeto convocado, vulnerable, y a la entera disposición de la Presencia misteriosa que nos llama, nos envuelve y nos sostiene.
Ponerse en presencia de Dios es ser consciente de que nosotros no somos dioses, sino seres limitados; más aún, egoístas, pecadores. Y estar dispuesto, al menos dispuesto, a renunciar a nuestro pecado. Ahora bien, sólo con la conciencia del pecado y de la miseria podríamos hundirnos. Por eso, al sentimiento de la pequeñez, hay que juntar el de la grandeza. La vida es un regalo, sí, pero es el regalo que nos hace un Padre amoroso, que nos sostiene, nos hace hijos suyos y quiere nuestra felicidad. Su presencia misteriosa no es opresiva, ni acusadora, ni paralizadora, sino liberadora y consoladora. Es la presencia del amor, nunca manipulable, pero siempre atento. A la luz de Dios descubrimos no solo la miseria de nuestra condición, sino la grandeza de nuestro destino.
Martín Gelabert Ballester, OP