Dios es Padre infinitamente bueno
y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la
libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón,
renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta
trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de
condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el
exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta
vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición
puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras
terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno». Con todo, en sentido teológico,
el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo,
que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa
definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último
instante de su vida. Para describir esta realidad, la
sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará
progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no
estaba aun plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general,
se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf.
Ez 28, 8. 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7.13), una fosa de la
que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar
gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6). El Nuevo Testamento proyecta
nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo,
con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador
también en el reino de los muertos. Sin embargo, la redención sigue
siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con
libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20,
13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a
los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el
rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego
que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en
la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar
de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf.
Lc 16, 19-31). También el Apocalipsis representa
plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el
libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13
ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se
predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la
gloria de su poder» (2 Ts 1, 9). Las imágenes con las que la
sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente.
Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno,
más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y
definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los
datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en
pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección.
Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033). Por eso, la «condenación», no se
ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él
no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es
la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación», consiste precisamente
en que el hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y
confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de
Dios ratifica ese estado. La fe cristiana enseña que, en el
riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas,
alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se
rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV
de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena
como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que
desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que
siempre dijo «sí» a Dios. La condenación sigue siendo una
posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina,
si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella.
El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las
imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero representa una
exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que
Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos
hace invocar «Abba, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta perspectiva, llena de
esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la
tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan por ejemplo, las palabras
del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad esta ofrenda de tus siervos y de
toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos
entre tus elegidos».
Juan Pablo II - 28 de junio de1.999
Juan Pablo II - 28 de junio de1.999