Cuando haya pasado la figura de este
mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente
a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud
de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. Como
enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y
de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados
se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de
las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de
dicha» (n. 1024). En el marco
de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos
encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las
nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es preciso
mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que
su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra
reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos
situará la comunión definitiva con Dios. El Catecismo de la Iglesia católica
sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo
nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en
la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que
asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en Él y han
permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de
todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026). Con todo,
esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida
sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante
la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor
nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día
gozaremos plenamente.
Juan Pablo II, junio de 1999