Cuando haya pasado la figura de
este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto
sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar
de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia
humana. Como enseña el Catecismo de la
Iglesia católica, «esta vida perfecta con
la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen
María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo".
El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas
del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024). Hoy queremos tratar de comprender
el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que
remite esa expresión. En el lenguaje bíblico el
«cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A
propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). En sentido metafórico, el cielo
se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf.
Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf.
Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin
embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el
cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a
pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es
simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55). A la representación del cielo
como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los
creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las
historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta
figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos,» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6,
20; cf. 19, 21). El Nuevo Testamento profundiza la
idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que
el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los
Hebreos afirma que Jesús «penetró los
cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en
un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino
en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de
modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del
cielo. Vale la pena escuchar lo que a
este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande
amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó
juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con Él nos resucitó y
nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos
venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la
paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios,
crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la
derecha del Padre. Así pues, la participación en la
completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena,
pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con
una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos
al final de los tiempos: «Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes,
junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires.
Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas
palabras» (1 Ts 4, 17-18). En el marco de la Revelación
sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es
una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación
viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se
realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre
cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su
representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra
reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos
situará la comunión definitiva con Dios. El Catecismo de la Iglesia
católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección,
Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados
consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por
Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en Él y
han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada
de todos los que están perfectamente incorporados a Él» (n. 1026). Con todo, esta situación final se
puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro
es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si
sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día,
experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente.
Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento
de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.
Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a
buscar «las cosas de arriba, donde está
Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con Él en el
cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu Él reconcilie totalmente con
el Padre «lo que hay en la tierra y en
los cielos» (Col 1, 20).
Juan Pablo II - 21 de junio de 1999
Juan Pablo II - 21 de junio de 1999