jueves, 31 de enero de 2013

El Cielo como plenitud de intimidad con Dios



Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024). Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55). A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos,» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21). El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo. Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18). En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios. El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en Él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él» (n. 1026). Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con Él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu Él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20). 
Juan Pablo II - 21 de junio de 1999

El infierno: rechazo definitivo a Dios



Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno». Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aun plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8. 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7.13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6). El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos. Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31). También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9). Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033). Por eso, la «condenación», no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación», consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios. La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abba, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». 
Juan Pablo II - 28 de junio de1.999

miércoles, 30 de enero de 2013

Frases para recordar

- “Dios no elige 
personas capacitadas, 
Él capacita a los elegidos”. Anónimo


- “La muerte 
no es el extinguirse la luz, 
si no el apagar la lámpara 
porque ha llegado el amanecer.” Anónimo

martes, 29 de enero de 2013

Domingo 3 de Febrero

Comentario sonoro 
al Evangelio del 4º Domingo del Tiempo Ordinario

lunes, 28 de enero de 2013

¿Responde Dios a nuestras oraciones?

“Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha, y lo salva de sus angustias”. ¿Hasta qué punto estas palabras del salmo 33 son algo más que un deseo? ¿De verdad escucha Dios nuestras plegarias? Y, sobre todo, ¿qué experiencia tiene el ser humano de ser escuchado por Dios? Porque la evidencia es que, ante la plegaria humana, no hay más que silencio. ¿Será el silencio la respuesta de Dios a todas nuestras oraciones? ¿En qué consiste la experiencia de que nuestra oración es escuchada? Una forma de experimentar que nuestra oración es escuchada sería ver realizado aquello que pedimos. Pero, en la mayoría de los casos, por no decir en todos, parece que los acontecimientos discurren del mismo modo con oración o sin ella.

¿Y si la experiencia de la escucha no consistiera en que acontece un cambio en los acontecimientos, sino un cambio en el orante? El solo hecho de poner nuestras necesidades en manos de Dios, el solo hecho de decirle a Dios lo mucho que lo necesitamos, es ya un modo de situarnos de otra manera ante la vida y sus circunstancias. Al orar con fe nos situamos delante de Dios y, al hacerlo, confiamos en que la muerte no tiene la última palabra. Porque, en realidad, lo que le pedimos a Dios a través de lo concreto y de lo urgente de una determinada situación, es la salvación. Es posible que la salvación esperada no se haga presente del modo cómo lo hemos pedido. Pero eso no quita que, al pedir, confiemos en el Dios de la salvación, un Dios que sólo quiere lo bueno para el ser humano. Y, por tanto, el pedir, si se hace con fe, siempre lleva implícito un “hágase tu voluntad”. No se trata de una fórmula de resignación, sino de la confianza en que la voluntad de Dios es lo mejor que le puede ocurrir a nuestra vida, aunque a veces no comprendamos las extrañas maneras humanas en que esta voluntad se manifiesta.

Como muy bien ha escrito Juan Martín Velasco, “la oración de la fe transforma el horizonte de la experiencia en que se situaba la situación de necesidad; ésta se resitúa en un conjunto enteramente nuevo, incluso cuando la necesidad en sí misma se mantiene. Y su inclusión en el nuevo horizonte de la esperanza, el consuelo, la confianza y la alegría, la cambia por completo, incluso si se mantienen sus condiciones objetivas. De ahí que pueda decirse que no hay ninguna oración que no sea oída”.

Martín Gelabert Ballester, OP

domingo, 27 de enero de 2013

La conciencia


La recta conciencia es la mejor almohada; mientras que la conciencia errónea y falsa es, a medio plazo —cuando no a corto plazo—, fuente de sufrimientos y de desequilibrios… Alguien dijo que la conciencia es como una abeja: si la usamos bien, nos da miel; pero si la usamos mal, nos clava su aguijón…
José Ignacio Munilla, Obispo

jueves, 24 de enero de 2013

La Santísima Trinidad



HAY UN SOLO DIOS VERDADERO.
Sólo puede haber un Dios verdadero. Si hubiera más, o uno mandaría sobre los demás -y éste sería el único Dios verdadero-, o serían independientes unos de otros. Pero esto es imposible, porque el Dios verdadero tiene que tener dominio absoluto sobre todo lo que existe fuera de Él. Si no, no lo podría todo. Y Dios -como demuestran los filósofos- lo puede todo. Dice la Biblia: "Así habla Yahvé...; no hay otro Dios fuera de mí". Los hebreos, por respeto a Dios, no querían ni siquiera pronunciar su nombre. Lo escribían sólo con consonantes: "YHVH". Había que rellenar las consonantes con vocales. De ahí los nombres de "Yahveh" o "Yehovah" con los que se llama a Dios.
EN DIOS HAY TRES PERSONAS DISTINTAS.
"Dios es amor", por eso es trinitario; porque el amor reclama alteridad, necesita otra persona a quien amar. Por eso en Dios hay tres personas.
LAS TRES PERSONAS SON: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.
El Padre nos ama y nos ha hecho sus hijos. El Hijo nos ha salvado muriendo por nosotros. El Espíritu Santo nos ayuda con su gracia a ser buenos cristianos. Con la sola razón podemos llegar a conocer algo de Dios: su eternidad, su omniperfección. Pero no la vida íntima de Dios (la Trinidad). La Segunda Persona es como la idea que brota del entendimiento. Por eso se le llama Verbo: Palabra. La Tercera Persona es el Amor que brota entre las dos Primeras Personas. Sin embargo las tres Personas son simultáneas en el tiempo, porque las Tres son eternas.
EL HIJO ES DIOS.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad procede del Padre, pero no es posterior a Él en el tiempo. Es procedencia de origen, no de tiempo. Podemos ilustrarlo con un ejemplo. Si yo enciendo la luz de mi cuarto, de noche, veo simultáneamente mi mano y la sombra de ella sobre la mesa. La sombra está originada por mi mano, pero veo las dos simultáneamente. No hay prioridad en el tiempo. La sombra y la mano aparecen ante mis ojos simultáneamente, aunque la sombra está originada por la mano. Por ejemplo: el fuego da origen a la luz; pero la luz no es posterior al fuego, sino que surge simultáneamente con el fuego. Lo mismo ocurre en Dios con el Padre y el Hijo.
EL ESPIRITU SANTO ES DIOS.
Dijo Cristo: "Os es conveniente que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá con vosotros el Consolador; pero si me voy, os lo enviaré". El Espíritu Santo es también una Persona Divina, por lo tanto debe recibir la misma adoración y honor que las otras dos.
La Sagrada Escritura da al Espíritu Santo atributos de Dios: Omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia. El Espíritu Santo es el poder activo de Dios; es Dios en acción. Dice Jesucristo que el Espíritu Santo nos inspira y nos enseña, y San Lucas que mentir al Espíritu Santo es mentir a Dios. San Juan dice que nos inspira, y nos consuela. San Pablo dice que es dador de la vida, y que nos santifica. El Espíritu Santo nos ayuda a comprender mejor lo que Jesús nos dijo, y nos da fuerza para seguir al Señor. En el Credo del Concilio Niceno-Constantinopolitano se dice que el Espíritu Santo procede del Padre: ex Patre. Esta fórmula significa que tiene la misma naturaleza del Padre, es decir, que es Dios como el Padre. Cuando vivimos en gracia santificante somos templos vivos del Espíritu Santo. Él habita en nosotros y nos llena de sus dones. Sin su inspiración y ayuda, nada bueno podemos hacer. Dice Jesucristo que el pecado contra el Espíritu Santo no se perdona. Los teólogos lo interpretan como la voluntad de no querer arrepentirse. Y Dios no puede perdonar a quien no quiere arrepentirse. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna. El Catecismo habla de los Dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo. son siete:
Don de Sabiduría: Es un gusto especial para lo espiritual.
Don de Entendimiento: Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar en las verdades reveladas.
Don de Consejo: Es una luz para saber en cada momento lo que es la voluntad de Dios.
Don de Ciencia: Nos hace saber distinguir entre lo verdadero y lo falso en orden a la vida eterna.
Don de Fortaleza: Es una fuerza especial para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida.
Don de Piedad: Es un afecto filial a Dios como Padre.
Don de Temor de Dios: Es una humilde actitud de temor a ofender a Dios, reconociendo nuestra debilidad.
LAS TRES PERSONAS NO SON TRES DIOSES IGUALES, SINO UN SOLO DIOS VERDADERO EN TRES PERSONAS DISTINTAS.
Las tres Personas son distintas, porque el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, y el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen del Padre y entre sí. Pero las tres Personas tienen la misma y única naturaleza divina. La misma grandeza, poder, sabiduría, bondad, santidad, el mismo querer y el mismo obrar, etc. Lo que hace una Persona lo hacen las tres; sin embargo, ciertas actividades parecen más apropiadas a una Persona que a otra: la Creación al Padre, la Redención al Hijo, y la Santificación al Espíritu Santo. No es que entre las tres Personas se repartan la divinidad, el poder, la sabiduría, etc., sino que cada una de las tres Personas tiene toda la divinidad, todo el poder, toda la sabiduría. La Trinidad es un misterio de amor. El amor es un darse mutuamente para formar un nosotros. En la Trinidad, las Tres Personas se funden por el amor formando una sola naturaleza. Es verdad que no está la palabra Trinidad en la Biblia, pero está la doctrina, que se deduce de todo el Evangelio, y que Cristo condensó cuando dijo que había que bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Loring, J.