Los “símbolos” de la Navidad
Durante las fiestas
navideñas se ha hecho ya tradicional la colocación del Belén en los templos,
hogares, plazas, escaparates. Su origen o, al menos, su desarrollo se remonta a
San Francisco de Asís y a los franciscanos que lo extienden por toda Europa. En
el siglo XVII lo encontramos allá en Nápoles, España, Portugal, Francia,
Alemania del Sur.
Alrededor del Belén
surge todo un mundo de villancicos, nanas, bailes, cuentos de Navidad,
recorridos por las calles... En cada pueblo se entremezclan luego otros
elementos autóctonos como nuestro “Olentzaro”,
personaje de origen difícil de precisar, a que la tradición cristiana ha
convertido en embajador del nacimiento de Jesús.
Más recientemente han
llegado también hasta nosotros dos elementos importados de otros países: el cirio
y el árbol. Es probable que su origen se remonta a las fiestas paganas en las
que se rendía culto a los emperadores el día en que se conmemorada su
nacimiento. La luz era entendida como símbolo de la vida y el ramo verde era
utilizado como símbolo de eternidad.
Ambos elementos han
sido luego empleados con simbolismo hondamente cristiano. El cirio que se
enciende la Nochebuena simboliza el nacimiento del Señor que viene a iluminar
este mundo envuelto en tinieblas (Jn 1,9; Is 9,2-7; Is 60,1-6). El árbol, por
su parte, recuerda el árbol del paraíso perdido por el pecado del primer Adán y
del que somos salvados por el nacimiento del segundo Adán. Cristo es Árbol de
vida para la humanidad.
En concreto, el árbol
iluminado y lleno de regalos, simboliza a Cristo, verdadero Árbol de vida, que
nos trae la luz capaz de orientar nuestras vidas y el regalo de nuestra
salvación.
Pero, con frecuencia,
todo este simbolismo ha quedado banalizado y trivializado al perder su vigor
original. Las calles se llenan de árboles y luces sin que apenas nadie lea su
hondo significado. Muchas veces todo queda en mero adorno decorativo que oculta
el misterio de Belén.
Ante misterio de Belén.
Sin embargo, el
centro de todas las fiestas navideñas está en ese portal de Belén al que hemos
de saber acercarnos.
No está equivocado
afirmar que la Navidad es la fiesta de los niños y de aquellos que saben vivir
con corazón de niño. Solo ellos pueden disfrutar como nadie del regalo de un Dios
niño.
A los adultos se nos
hace más difícil disfrutar del contenido entrañable de estas fiestas. Lo que
nos impide gozar como los niños no es la edad, sino nuestro corazón envejecido,
autosuficiente, lleno de egoísmos e intereses; nuestra vida agitada, dispersa,
polarizada por la búsqueda obsesiva de eficacia, rendimiento, seguridad y
bienestar a cualquier precio.
El teólogo A. Delp veía en el “endurecimiento interior” el mayor peligro para el hombre moderno: “La incapacidad del hombre actual para
adorar, amar, venerar, tiene su causa en su desmedida ambición y el
endurecimiento de la existencia.”
El niño es un hombre
que todavía no ha endurecido su existencia, no ha cerrado todavía las puertas
de su ser a lo bueno, lo hermoso, lo admirable. Sabe admirar, acoger y
disfrutar. Su vida es acogida y crecimiento.
A. Saint-Exupery dice en el prólogo de su delicioso “Principito”, que “todas las personas mayores han sido niños antes, pero pocas lo
recuerdan.” La Navidad nos invita a despertar lo que queda de nosotros de
ese niño que fuimos, capaces de mirar, escucharle a coger con sorpresa y gozo el
regalo de la vida.
A pesar de nuestra aterradora
superficialidad, nuestro desencanto y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo
y mezquindad de “adultos”, siempre hay en nuestro corazón un rincón secreto en
el que todavía no hemos dejado de ser niños.
Atrevámonos a acercarnos
con corazón sencillo al portal de Belén. Dios está ahí. No es un ser peligroso,
inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso y
entrañable desde la ternura y transparencia de un niño.
Este es el mensaje de
la Navidad: hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón,
hacerse niños, nacer de nuevo, recuperar la transparencia, abrirse confiados a
la gracia.
Paul Claudel, describiendo su conversión, nos recuerda cómo sintió
un día de Navidad en la catedral de Notre Dame de París “el sentimiento desgarrador de la inocencia, revelación inefable de la eterna
infancia de Dios”. Sorprendido ante “la
eterna infancia de Dios” y sollozando, comenzó a salir de su “estado habitual de asfixia y desesperanza”.
La celebración
sencilla pero honda de la Navidad puede despertar en nosotros la fe. Una fe que
no esteriliza, sino que rejuvenece, que no nos encierra en nosotros mismos,
sino que nos abre; que no separa, sino que une; que no recela, sino confía; que
no entristece sino que ilumina; que no teme sino que ama.
Felices los que, en
medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas, sepan acoger con corazón
creyente y agradecido el regalo de un Dios Niño. Para ellos habrá sido Navidad.
Jose
Antonio Pagola