Hemos de descubrir también en
la Navidad una fiesta que nos invita al cambio y a la renovación personal.
En la civilización
romana solían celebrarse, a finales de diciembre, diversas fiestas populares en
honor del sol, precisamente cuando los días comienzan a alargarse y la luz
solar empieza de nuevo a superar el poder de las tinieblas.
Cuando el
cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio, estas fiestas en
honor de la divinidad solar fueron sustituidas por la celebración del
nacimiento de Jesús, que para los creyentes es el verdadero sol y la auténtica
luz que ilumina las tinieblas de los hombres (Jn 1,4-5).
Por eso, las fiestas
de Navidad coinciden también hoy con el final de un año solar y el comienzo de
otro. Cambiamos de calendario, nos despedimos del año viejo y nos deseamos un
feliz Año Nuevo.
Pero no es fácil
comenzar un año nuevo. El paso del tiempo y la proximidad cada vez mayor de la
vejez y de la muerte es algo que resulta insoportable al hombre contemporáneo.
Por eso, no es
extraño que, al despedir el año, muchos necesiten olvidar, aturdirse y
engañarse a sí mismos de alguna manera. Cuántos comenzarán el nuevo año con la
mentira de una cena, celebrada entre ruidosas carcajadas, copas de champán y
augurios de felicidad y prosperidad.
¿Cómo creer de verdad
en esa mentira que nos repetiremos unos a otros deseándonos «año nuevo, vida nueva»? Año nuevo, pero
vida nada nueva, nada diferente, nada renovada. Porque seguiremos cometiendo
los mismos errores de siempre y repitiendo las mismas equivocaciones. Y porque
seguiremos estropeando cada día nuestra vida, haciendo difícil y dura nuestra
convivencia.
Llamada a la renovación
Para los creyentes,
la Navidad es una fiesta que invita a la renovación. Cristo es para nosotros el
Hombre Nuevo. Alguien que nos ha dejado el mandato nuevo del amor y nos invita
a vivir de manera nueva, en conversión y renovación constante.
En la Navidad no celebramos
solamente el nacimiento de Jesús. Celebramos también nuestro nacimiento a una
vida nueva, nuestra conversión y renovación. Así canta el antiguo poeta Angelus
Silesius: «Aunque Cristo nazca mil veces
en Belén, mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá:
habrás nacido en vano».
Por eso hemos de
comenzar el año nuevo con una voluntad de renovación. El año nuevo es un tiempo
abierto, un tiempo lleno de posibilidades nuevas porque es un tiempo que se nos
ofrece como gracia y salvación. En medio de la nostalgia de un año que se va y
la incertidumbre de un año nuevo que comienza, todos intuimos que hemos nacido
para vivir algo más grande, más pleno, más total y verdadero que lo que vamos
conociendo año tras año.
Por eso es bueno que
nos preguntemos qué esperamos del año nuevo.
- ¿Será un año dedicado a «hacer cosas», resolver asuntos, asegurar mi pequeño bienestar, acumular egoísmo, nerviosismo y tensión?
- ¿Será un año en que aprenderé a ser más humano? ¿Sabré amar con más ternura y dedicación?
- ¿Qué tiempo dedicaré al silencio, a la intimidad, al descanso, a la amistad, a la oración, al encuentro con Dios?
- ¿A qué personas me acercaré, a quiénes podré hacer un poco más felices; en quién podré despertar un poco de alegría y esperanza?
- En definitiva, ¿qué es lo que realmente quiero yo este año? ¿A qué le dedicaré el tiempo más precioso e importante? ¿Será un año más, un año vacío, aburrido, triste y rutinario? ¿Un año en que crecerá mi fe? ¿Un año que me acercará a la vida eterna?
La celebración
de la Navidad, al comienzo de un año nuevo, puede ser impulso renovador de
vida.
Jose
Antonio Pagola