Todo el proceso del
duelo está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que
se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la
muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación interior, vuelve
la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos
perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos
hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La
persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que
arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y
nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no
existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su
presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es
fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le
permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser
querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús
resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no
lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente.
“Amoris laetitia, 255”