Dentro
de una semana será Navidad. En estos días, mientras corremos para hacer los
preparativos de la fiesta, podemos preguntarnos: “¿Cómo me preparo para el
nacimiento del festejado? Un modo sencillo pero eficaz de prepararse es hacer el belén
Este año yo también he seguido este camino: fui a Greccio, donde San Francisco
hizo el primer belén, con los lugareños. Y escribí una carta para recordar el
significado de esta tradición, lo que significa el belén en el tiempo de
Navidad.
En efecto, el pesebre “es como un
Evangelio vivo” (Carta apostólica Admirabile
signum, 1). Lleva el Evangelio a los lugares donde uno vive: a
las casas, a las escuelas, a los lugares de trabajo y de reunión, a los
hospitales y a las residencias de ancianos, a las cárceles y a las plazas. Y
allí donde vivimos nos recuerda algo esencial: que Dios no permaneció invisible
en el cielo, sino que vino a la Tierra, se hizo hombre, un niño. Hacer el pesebre
es celebrar la
cercanía de Dios. Dios siempre estuvo cerca de su pueblo, pero
cuando se encarnó y nació, estuvo muy cerca, muy cerca. Hacer el belén es
celebrar la cercanía de Dios, es redescubrir que Dios es real, concreto, vivo y
palpitante. Dios no es un señor lejano ni un juez distante, sino Amor humilde,
descendido hasta nosotros. El Niño en el pesebre nos transmite su ternura.
Algunas figuritas representan al “Niño” con los brazos abiertos, para decirnos
que Dios vino a abrazar nuestra humanidad. Entonces es bonito estar delante del
pesebre y allí confiar nuestras vidas al Señor, hablarle de las personas y
situaciones que nos importan, hacer con Él un balance del año que está llegando
a su fin, compartir nuestras expectativas y preocupaciones.
Junto a Jesús vemos a la Virgen y a
San José. Podemos imaginar los pensamientos y sentimientos que tuvieron cuando
el Niño nació en la pobreza: alegría, pero también consternación. Y también
podemos invitar a la Sagrada Familia a nuestra casa, donde hay alegrías y
preocupaciones, donde cada día nos levantamos, comemos y dormimos cerca de
nuestros seres queridos. El pesebre es un evangelio doméstico. La palabra
pesebre significa literalmente “comedero”, mientras que la ciudad del pesebre,
Belén, significa “casa del pan”. El pesebre que hacemos en casa, donde
compartimos comida y afecto, nos recuerda que Jesús es el alimento, el pan de
vida (cf. Jn 6,34). Es Él quien alimenta nuestro amor, es Él quien da a
nuestras familias la fuerza para seguir adelante y perdonarnos.
El pesebre nos ofrece otra enseñanza
de vida. En los ritmos de hoy, a veces frenéticos, es una invitación a la contemplación.
Nos recuerda la importancia de detenernos. Porque sólo cuando sabemos
recogernos podemos acoger lo que cuenta en la vida. Sólo si dejamos el
estruendo del mundo fuera de nuestras casas nos abrimos a escuchar a Dios, que
habla en silencio. El pesebre es actual, es la actualidad de cada familia. Ayer
me dieron una foto de un belén especial, uno pequeño, llamado: “Dejemos descansar a mamá”. Allí estaba
la Virgen dormida y José con el Niño, que hacía que se durmiera. Cuántos de
vosotros tienen que repartir la noche entre marido y mujer por el niño o la
niña que llora, llora, llora, llora. “Dejemos
que mamá descanse” es la ternura de una familia, de un matrimonio.
El pesebre es más actual que nunca,
cuando cada día se fabrican en el mundo tantas armas y tantas imágenes
violentas que entran por los ojos y el corazón. El pesebre es, en cambio,
una imagen artesanal
de la paz. Por eso es un evangelio vivo.