martes, 18 de septiembre de 2012

¿Qué sucede después de la muerte?- 7 y última



Y llego a un último punto que, entendido correctamente, es el más importante. Hasta ahora he estado hablando sólo de Dios y del hombre, pero no había introducido a Cristo en la reflexión. Esto significa, por tanto, que todavía no había abordado la dimensión auténticamente cristiana de Ia muerte y la eternidad. Ha llegado ahora el momento más propicio para hacerlo con toda claridad. Cuando el Nuevo Testamento habla de la vida eterna, es decir, de aquello que acontece en la muerte y al Fin del Mundo, no habla jamás sólo de Dios, sino siempre conjuntamente de Jesucristo. Y lo mismo hace toda la tradición cristiana. Todo lo que he dicho hasta ahora del encuentro definitivo del hombre con Dios se explica en el Nuevo Testamento, de la misma manera, como encuentro con Cristo. 
                Nuestra muerte es el gran y definitivo encuentro con Cristo; El aparecerá ante nosotros; El es nuestro juez y salvador; El transformará nuestro pobre cuerpo asemejándolo a la figura de su cuerpo resucitado; El juzgará al mundo y otorgará la vida eterna: todo esto lo afirma de Jesucristo el Nuevo Testamento. Esta presencia conjunta de Dios y de Jesucristo en los acontecimientos finales no es mera yuxtaposición de dos presencias. Si somos exactos, tenemos que decir: nosotros encontraremos a Dios en Jesucristo. En El resplandecerá Dios ante nosotros. En su presencia contemplaremos nosotros la presencia de Dios. En el encuentro con El experimentaremos el Juicio de Dios. En El nos concederá Dios su misericordia. En El encontraremos la vida eterna de Dios.
                En una palabra: nuestro definitivo encuentro con Dios acontece en Jesucristo. Si queremos profundizar en las afirmaciones mantenidas por el Nuevo Testamento y la Tradición, cabe preguntarse por qué es esto así; por qué encontraremos definitivamente a Dios en Jesucristo. Y la respuesta no puede ser más que ésta: porque así ha sido también en la historia. Dios nos ha hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras; pero su última, definitiva e insuperable palabra nos la ha dicho en Jesucristo. En El, Dios se ha convertido en la definitiva revelación y en la definitiva presencia en este mundo. En El se ha vinculado Dios definitivamente a este mundo. En El se ha revelado el sí amoroso de Dios al mundo y al hombre de un modo definitivo y para siempre. Quien desde ahora desee saber quién es Dios, tiene que contemplar a Jesús. El que le ve a El, ve también al Padre. Jesús es el lugar en el que la acción liberadora y redentora de Dios para con el mundo ha alcanzado su máxima profundidad. Ahora bien, si Jesús es el lugar en el que se ha instituido de ese modo la manifestación y la acción definitiva de Dios en nuestra historia y si la historia terrena no tiene sencillamente una proIongación en el más allá, sino que encuentra allí su definitivo estado permanente en el que queda inmerso todo lo que ha sido esencial alguna vez en la historia terrena, entonces será también Jesucristo, más allá de toda la historia, el auténtico lugar de nuestro encuentro con Dios. El será, ya para toda la eternidad, lo que ha sido ya aquí en la tierra: Aquel en quien Dios nos comunica la palabra eterna de su amor.
                Permítaseme acabar en este momento, porque hemos llegado al misterio más profundo y más hermoso de nuestra fe: Dios nos ha aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan entrañablemente, que solo nos quiere encontrar, por toda la eternidad, en el hombre Jesús; sí: encontraremos, para siempre y eternamente, a Dios mismo en el corazón de un Hombre y allí nos veremos envueltos en el amor infinito de Dios.
 GERHARD LOHFINK, “PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO”