En el encuentro con Dios experimentamos
nosotros a Dios no sólo como nuestro juez; sino que experimentamos, al
mismo tiempo y para siempre, su misericordia y su amor.
Permítaseme,
también en este punto, tomar el agua desde más arriba. Una de las
exigencias más claras y apremiantes propuestas por Jesús es la obligación
que tenemos siempre de perdonarnos unos a otros. No sólo siete veces, sino
setenta veces siete; es decir, siempre. Y no sólo debemos perdonar a
aquellos que nos aman y son buenos con nosotros, sino justamente también a
aquellos que nos odian. Dios exige, por tanto, de nosotros una ilimitada
disponibilidad al perdón, sin medidas ni condiciones previas. Esto
significa, así mismo, que Dios perdona de la misma manera. De otro modo,
nos exigiría a nosotros algo que El mismo no hace. Eso no puede ser. El
perdona siempre y sin ninguna excepción. Su misericordia no conoce límites.
Si no, ¿cómo podría haber dicho Jesús que nosotros teníamos que ser misericordiosos
como lo es nuestro Padre del cielo? Podemos confiar, pues, en que encontraremos
a la hora de la muerte a un Dios bueno y misericordioso. La bondad y el
amor de Dios no sólo nos acompañan durante la vida, sino que solamente
se nos revelarán en toda su plenitud cuando encontremos definitivamente
a Dios; cuando se nos abran los ojos y conozcamos nuestra dureza de
corazón y nuestra falta de misericordia. Precisamente entonces saldrá Dios
a nuestro encuentro como el padre bondadoso de la parábola; no nos
interrogará sobre nuestras culpas y nuestra justicia, sino que nos
apretará contra su corazón animado por una alegría infinita.
Esta
será la auténtica experiencia de nuestra muerte: el amor, la bondad y la
misericordia de Dios. Ya he dicho anteriormente que sólo por fe podemos creer
que la meta y el misterio de nuestra vida están escondidos en
nuestra muerte. Y ahora deseo añadir también que sólo por la fe
podemos esperar que Dios saldrá entonces a nuestro encuentro lleno de
amor y misericordia. Es claro y evidente que esto no se puede
demostrar en modo alguno. Pero ya lo hemos dicho también antes: el
amor nunca se puede probar. Sólo se puede creer en él. Sólo se puede responder
a él arriesgando nuestro propio amor. El que está dispuesto a asumir el
riesgo de creer en el amor de Dios, al final no pertenecerá al grupo de
los estúpidos ni de los desengañados. Al que cree en el amor de Dios, la
muerte le conducirá al misterio incomprensible e inefable de ese mismo
amor de Dios. Hasta ahora hemos hablado bastante extensamente de Dios; de Dios
tal como saldrá al encuentro del hombre en el momento de la muerte; del
Dios que resplandecerá ante nosotros; del Dios justo y perdonador. Ha
llegado el momento de ocuparnos algo más detalladamente del hombre al que
va a salir a recibir ese Dios. Habrá podido notarse, sin duda, que hasta
ahora he hablado siempre del «hombre», y nunca de su alma. Hasta ahora no
he dicho nunca: el alma del hombre va al encuentro de Dios en la muerte,
sino siempre: el hombre encuentra a Dios. Esto lo he dicho conscientemente
y muy en consonancia con una amplia corriente dentro de la teología actual.
En
los siglos pasados era muy frecuente encontrar esta formulación: en la
muerte, el alma del hombre se separa del cuerpo; el alma llega a Dios y es
juzgada por El. Si Dios concede la bienaventuranza eterna al alma, ésta
goza de la visión beatífica de Dios hasta que le sea asignado el cuerpo
transfigurado por Dios el día del Juicio final, cuando resuciten los
muertos. Esta concepción se impuso pronto en la teología, durante los
primeros siglos y sigue aún viva dentro de amplios sectores cristianos. Pero tiene que quedar bien claro que esta explicación no es sino una
imagen auxiliar; un tipo de representación ligada a un momento cultural
determinado. Este modelo imaginativo intentaba explicar que el Nuevo
Testamento habla de la resurrección del hombre completo al final de los
tiempos; a la vez tenía que tener en cuenta que ya inmediatamente, en el
mismo momento de la muerte, tiene el hombre que encontrarse con Dios. No es posible eliminar de la fe cristiana ninguno
de estos elementos: la resurrección corporal en el juicio final y el
encuentro de cada hombre con Dios ya en el momento de la muerte. Se pretendía mantener ambos elementos y se pensaba que sólo era
posible mantenerlos imaginando que el alma, inmediatamente después de la
muerte, iba al encuentro con Dios y que el cuerpo, por el contrario, sólo
al fin del mundo sería resucitado por Dios. Todo este modo de entender las
cosas va siendo abandonado hoy cada vez más por la teología, pues esta
concepción parte de unos presupuestos que no provienen, en modo alguno, de
la Biblia, sino de la filosofía griega; presupuestos que le resultan cada
vez más discutibles a la teología moderna; a saber: que el hombre
pueda descomponerse limpiamente en cuerpo y alma; que, además, el
alma sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma
pueda ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede hablarse
de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el cuerpo y el alma
como dos elementos que pueden disociarse y separarse y a los que también
se les puede unir de nuevo? Evidentemente hoy no es posible hablar así.
GERHARD LOHFINK, “PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO”
GERHARD LOHFINK, “PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO”