Las apariciones
del Resucitado sabemos que no pueden tomarse a la letra, pues son
construcciones imaginativas a base de recuerdos del Jesús a quien habían visto
y oído; pero narran un acontecimiento real, pues verdaderamente el Señor se les
apareció, reavivando su fe y transformando su vida.
El Resucitado es
Jesús llegado a su plenitud. En un nuevo modo de existencia, pero con el mismo
amor y la misma ternura, con el mismo cuidado y la misma entrega. Sus rasgos ya
no son visibles, pero no por haber sido anulados, sino porque están potenciados
al máximo y por eso superan nuestra capacidad de imaginación y comprensión. No
vemos al Cristo, pero en la ve sabemos que, más que nunca, está con nosotros y
en nosotros.
Con todo, no
debiera encerrarse esta verdad en lo meramente intimista. Cierto, la relación
con Jesús no puede en modo alguno renunciar a esa dimensión: él no es un
espacio abstracto o una fuerza neutra, sino una presencia personalísima,
alguien que nos ama –lo sabemos desde su historia- con todo el corazón y a
quien estamos llamados –los santos lo muestran palpablemente- a corresponder
como culminación de nuestra plenitud y felicidad humanas. Pero la intimidad con
Jesús, al introducirnos en su dinamismo, nos irradia hacia la anchura de lo
real: hacia Dios, realizándonos como hijos, y hacia los demás, amándolos y
sirviéndolos como hermanos.
Seguirlo y amarlo
es identificarse con él, entrar en su mismo movimiento: vivir en la apertura al
Padre y en la entrega al hermano. Pablo lo había dicho ya de modo insuperable: “vivo, pero no yo: es Cristo quien vive en
mí” (Gal 2,20). Y K. Rahner saca interesantes consecuencias, al insistir en
que se ama y conoce realmente a Cristo cuando, aun sin explicitarlo, se ama y
conoce “absolutamente”
(crísticamente) al hermano.
Torres Queiruga,
A.: “Repensar la Cristología”