sábado, 8 de septiembre de 2012

Cristo en nuestra vida



Las apariciones del Resucitado sabemos que no pueden tomarse a la letra, pues son construcciones imaginativas a base de recuerdos del Jesús a quien habían visto y oído; pero narran un acontecimiento real, pues verdaderamente el Señor se les apareció, reavivando su fe y transformando su vida.
El Resucitado es Jesús llegado a su plenitud. En un nuevo modo de existencia, pero con el mismo amor y la misma ternura, con el mismo cuidado y la misma entrega. Sus rasgos ya no son visibles, pero no por haber sido anulados, sino porque están potenciados al máximo y por eso superan nuestra capacidad de imaginación y comprensión. No vemos al Cristo, pero en la ve sabemos que, más que nunca, está con nosotros y en nosotros.
Con todo, no debiera encerrarse esta verdad en lo meramente intimista. Cierto, la relación con Jesús no puede en modo alguno renunciar a esa dimensión: él no es un espacio abstracto o una fuerza neutra, sino una presencia personalísima, alguien que nos ama –lo sabemos desde su historia- con todo el corazón y a quien estamos llamados –los santos lo muestran palpablemente- a corresponder como culminación de nuestra plenitud y felicidad humanas. Pero la intimidad con Jesús, al introducirnos en su dinamismo, nos irradia hacia la anchura de lo real: hacia Dios, realizándonos como hijos, y hacia los demás, amándolos y sirviéndolos como hermanos.
Seguirlo y amarlo es identificarse con él, entrar en su mismo movimiento: vivir en la apertura al Padre y en la entrega al hermano. Pablo lo había dicho ya de modo insuperable: “vivo, pero no yo: es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Y K. Rahner saca interesantes consecuencias, al insistir en que se ama y conoce realmente a Cristo cuando, aun sin explicitarlo, se ama y conoce “absolutamente” (crísticamente) al hermano.
Torres Queiruga, A.: “Repensar la Cristología”