El encuentro con Dios se
convertirá para nosotros en juicio.
Cada
uno de nosotros ha experimentado ya, sin duda, algo semejante. Encontramos
a un hombre que es pura bondad y rectitud y entonces se ve uno a sí mismo
con otros ojos. Advertimos, de pronto, que nuestra postura era egoísta y
estrecha hasta en las fibras más profundas del corazón; que el camino
que hemos recorrido ha sido triste y que deberíamos dar un vuelco total
a toda nuestra vida. Precisamente cuando un hombre bueno e importante
tiene confianza en nosotros y nos aprecia y ama, nos invade -a pesar de
toda la inmensa alegría- una profunda turbación; la turbación por lo poco
que hemos merecido la confianza y el amor de los demás.
Experiencias
de este tipo son plenamente necesarias, si queremos comprender por qué el
encuentro con Dios se va a convertir en juicio para nosotros. Cuando
encontremos a Dios en el momento de nuestra muerte, conoceremos, por
primera vez, lo que realmente hemos sido. Dios no necesita sentarse para
ser nuestro juez; no necesita interrogarnos como interroga el juez humano
a sus acusados; no necesita decirnos: en este y en este punto has
fallado lamentablemente, esto y esto tienes que pagar; aquí está tu culpa,
no tengo más remedio que condenarte. No, Dios no celebrará un juicio de
ese tipo.
Todo
será de una manera completamente diferente: precisamente al experimentar
nosotros, en el encuentro definitivo con Dios, la plena dimensión de la
bondad y del amor con que Dios nos amó durante nuestra vida terrena, se
nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos. Y reconoceremos, sumidos en
una terrible turbación, nuestra autosuficiencia; nuestra dureza de
corazón; nuestra falta de amor y nuestro egoísmo. Todos nuestros
autoengaños y las ilusiones vanas que hemos ido forjando en nosotros a lo
largo de nuestra vida se derrumbarán de golpe. Caerán también todas las
máscaras tras las cuales nos. hemos escondido. Tenemos que abandonar
también todos los papeles que hemos desempeñado ante nosotros mismos
y ante los demás. Esto será infinitamente doloroso y nos quemará
como el fuego. Cuando Dios resplandezca con toda su luz ante
nosotros, comprenderemos de golpe lo que nosotros habríamos podido ser y
lo que hemos sido en realidad.
Eso
es también, y al mismo tiempo, nuestro «purgatorio». La palabra
«purgatorio» es ciertamente una palabra totalmente desafortunada y
equívoca que sólo de muy mala gana sale hoy en nuestras conversaciones. Es
una palabra lastrada. No aclara las cosas, sino que las hace aún más
difíciles. Pero el núcleo medular que esta palabra realmente expresa es
una realidad que también la teología moderna sabe tomarse muy en serio.
Su contenido fundamental consiste en que a nosotros se nos abrirán
los ojos sobre nosotros mismos en el encuentro con el Dios santo; que
el conocimiento de lo que somos en realidad, será para nosotros terriblemente
doloroso; que este dolor va a ser precisamente el que nos va a purificar y
nos va a capacitar, en última instancia, para realizar el encuentro con
Dios. Pero todo esto no como un proceso que se nos impone como castigo
temporal o como un estado, sino como un acontecimiento que se realiza
inmediatamente en el encuentro con Dios; como un acontecimiento que es el
que realmente posibilita ese encuentro con Dios. Lo mejor sería
afirmar sencillamente: El encuentro con Dios en el momento de
nuestra muerte se va a convertir para nosotros en juicio; un juicio que
nos va a quemar como fuego.
GERHARD
LOHFINK, “PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO”