miércoles, 12 de septiembre de 2012

¿Qué sucede después de la muerte?-2



El encuentro con Dios se convertirá para nosotros en juicio.
                Cada uno de nosotros ha experimentado ya, sin duda, algo semejante. Encontramos a un hombre que es pura bondad y rectitud y entonces se ve uno a sí mismo con otros ojos. Advertimos, de pronto, que nuestra postura era egoísta y estrecha hasta en las fibras más profundas del corazón; que el camino que hemos recorrido ha sido triste y que deberíamos dar un vuelco total a toda nuestra vida. Precisamente cuando un hombre bueno e importante tiene confianza en nosotros y nos aprecia y ama, nos invade -a pesar de toda la inmensa alegría- una profunda turbación; la turbación por lo poco que hemos merecido la confianza y el amor de los demás.
                Experiencias de este tipo son plenamente necesarias, si queremos comprender por qué el encuentro con Dios se va a convertir en juicio para nosotros. Cuando encontremos a Dios en el momento de nuestra muerte, conoceremos, por primera vez, lo que realmente hemos sido. Dios no necesita sentarse para ser nuestro juez; no necesita interrogarnos como interroga el juez humano a sus acusados; no necesita decirnos: en este y en este punto has fallado lamentablemente, esto y esto tienes que pagar; aquí está tu culpa, no tengo más remedio que condenarte. No, Dios no celebrará un juicio de ese tipo.
                Todo será de una manera completamente diferente: precisamente al experimentar nosotros, en el encuentro definitivo con Dios, la plena dimensión de la bondad y del amor con que Dios nos amó durante nuestra vida terrena, se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos. Y reconoceremos, sumidos en una terrible turbación, nuestra autosuficiencia; nuestra dureza de corazón; nuestra falta de amor y nuestro egoísmo. Todos nuestros autoengaños y las ilusiones vanas que hemos ido forjando en nosotros a lo largo de nuestra vida se derrumbarán de golpe. Caerán también todas las máscaras tras las cuales nos. hemos escondido. Tenemos que abandonar también todos los papeles que hemos desempeñado ante nosotros mismos y ante los demás. Esto será infinitamente doloroso y nos quemará como el fuego. Cuando Dios resplandezca con toda su luz ante nosotros, comprenderemos de golpe lo que nosotros habríamos podido ser y lo que hemos sido en realidad.
                Eso es también, y al mismo tiempo, nuestro «purgatorio». La palabra «purgatorio» es ciertamente una palabra totalmente desafortunada y equívoca que sólo de muy mala gana sale hoy en nuestras conversaciones. Es una palabra lastrada. No aclara las cosas, sino que las hace aún más difíciles. Pero el núcleo medular que esta palabra realmente expresa es una realidad que también la teología moderna sabe tomarse muy en serio. Su contenido fundamental consiste en que a nosotros se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos en el encuentro con el Dios santo; que el conocimiento de lo que somos en realidad, será para nosotros terriblemente doloroso; que este dolor va a ser precisamente el que nos va a purificar y nos va a capacitar, en última instancia, para realizar el encuentro con Dios. Pero todo esto no como un proceso que se nos impone como castigo temporal o como un estado, sino como un acontecimiento que se realiza inmediatamente en el encuentro con Dios; como un acontecimiento que es el que realmente posibilita ese encuentro con Dios. Lo mejor sería afirmar sencillamente: El encuentro con Dios en el momento de nuestra muerte se va a convertir para nosotros en juicio; un juicio que nos va a quemar como fuego.
GERHARD LOHFINK, “PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO”