El cuerpo y el alma no son dos
partes del hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e
indivisible que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas
cosas en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a
todo el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo,
no toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si
el alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se dirigiese
al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el hombre, a toda su
existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y todo lo que es nuestro.
Quien
se represente las cosas de otra manera, tiene que preguntarse si hace
realmente justicia a la pavorosa importancia y seriedad de la muerte. Sí;
tiene que preguntarse si no considera al cuerpo como algo superfluo,
quizá, incluso, como algo negativo. Pues si el alma halla su plena y
perfecta felicidad en la contemplación intuitiva de Dios, prescindiendo
del cuerpo, entonces la resurrección de la carne es algo sencillamente
superfluo. ¿No se habrá deslizado en esta concepción del hombre un oculto
desprecio y desestima del cuerpo?
También
es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que el hombre
constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe experimentar la
muerte, entonces será más fácil y más inequívoco mantener que, en la
muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y alma, el que llega a Dios.
Pues cuando morimos no nos sumergimos en la nada, sino en la vida eterna
junto a Dios. La muerte nos afecta como totalidad, pero nos sitúa también
en lo que será nuestro permanente estado definitivo, frente a Dios.
Nosotros y todo lo que es nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero
también esto otro es igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios,
nosotros y todo lo nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma
llega a Dios en Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad
distinta de nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación
de que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser
humano, los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma abstracta.
El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo un mundo. Al
hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos, sus gozos y sus
tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las obras que ha llevado a
cabo en su vida, todas las cosas que ha creado, todas las ideas y
proyectos para los que ha vivido, todos los
momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado, todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente, en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante El.
momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado, todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente, en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante El.
En
cada hombre palpitan las vivencias y experiencias de su pasado. Sumidas en
lo profundo del inconsciente descansan la experiencia de nuestro primer
amor, la experiencia de nuestro primer dolor, la vivencia de nuestra
primera nieve. Y porque cada uno tiene sus experiencias totalmente propias,
que sólo puede tener él y que sólo a él le pertenecen, por eso es cada
hombre un misterio infinitamente valioso e incomprensible y exactamente
por eso es la muerte algo terrible. Cuando un hombre muere, mueren con
él, al mismo tiempo, su primer beso y su primera nieve, todo su amor
y todo su sufrimiento, su alegría y su dolor. Cuando muere un
hombre, desaparece un mundo plenamente personal, un mundo original y único, distinto a todos los demás que le habían precedido y que le seguirán.
Yo
opino que esta perplejidad ante el mundo misterioso e incambiable que es
propio de cada hombre, es un presupuesto incondicionalmente necesario para
poder comprender, de alguna manera, lo que se quiere decir cuando hablamos
de la resurrección de los muertos desde una perspectiva de fe. Pues la
resurrección significa que es todo el hombre el que llega a Dios; todo el
hombre con todas sus experiencias y con todo su pasado, con su primer
beso y con su primera nieve, con todas las palabras que ha pronunciado y con
todos los hechos que ha realizado. Pues bien: todo esto es infinitamente
más que un alma abstracta y, por eso, no es imaginable que sea sólo el
alma la que llegue a Dios en el momento de la muerte. Por tanto me
gustaría añadir esta cuarta afirmación: en el momento de la muerte se presenta
ante Dios todo el hombre en «cuerpo y alma»; es decir, con toda su vida,
con todo su mundo personal y con toda la historia incambiable de su vida.
GERHARD
LOHFINK, “PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO”