Si se echa una mirada alrededor o a lo lejos, resulta fácil
constatar que es mucha la gente que sufre, por distintos motivos. De ahí que
por mucho que intentemos modernizar la Salve no parece que sea posible quitarle
lo del "valle de lágrimas".
A nada que nos pase, un pequeño contratiempo, un
malentendido, un dolor, una enfermedad, un problemilla económico... somos
propensos a sentirnos mal y a quejarnos. Y sin embargo nos acostumbramos a ver
y oír casi todos los días noticias de gente que se muere de hambre, que perecen
como consecuencia de terremotos, de inundaciones, de guerras, de accidentes...
que ven cómo desaparecen bajo los escombros o arrastrados por las aguas sus
seres más queridos, que se quedan sin hogar y sin los objetos para ellos más
preciosos.
Si intentamos ponernos en el lugar de quienes padecen todas
estas desgracias, como si nos ocurrieran a nosotros, tal vez podríamos hacernos
una pequeña idea de lo que ese sufrimiento significa. Pero también nos puede
servir de consuelo en el sentido de que, al compararnos con ellos, podemos
comprobar que con frecuencia nos quejamos de vicio.
De vez en cuando les digo a mis alumnos que su mayor
problema es no tener problema ninguno. En efecto, cuando uno tiene de todo sin
hacer grandes esfuerzos, está tentado a no valorar las cosas. Tal vez por eso
desprecia más la comida el que la tiene en abundancia; no rinde en los estudios
el que tiene facilidades para estudiar; o desprecia las prácticas religiosas el
que más oportunidades tiene de participar en ellas.
Digamos que la experiencia del sufrimiento tiene una función
pedagógica en el sentido de que nos enseña a vivir con menos superficialidad y
a tratar a los demás con un poco más de comprensión. Por una parte debe
llevarnos a ser mucho más solidarios con los que sufren y por otra a ir
descubriendo el verdadero valor y medida de las cosas.
Si confiamos en Dios, nuestro Padre bueno, nuestro sufrimiento
es más ligero, porque saber que Dios nos ama es consuelo en medio de la
tristeza y fuerza en la debilidad.