Puede uno caer en la tentación de pensar así. ¿No es la
sinceridad lo que cuenta en definitiva ante los ojos de Dios?
Y de hecho, si la religión es esencialmente el esfuerzo del
hombre por encontrar a Dios, en la medida en que este esfuerzo se lleve a cabo
con sinceridad, debe ser grato a los ojos de Dios y, por extensión, también le
serán gratas aquellas religiones surgidas en otros tiempos y culturas, pero
llevadas por un mismo deseo de búsqueda.
Sin embargo, el valor de una religión no debe medirse
solamente por la sinceridad de su fundador o de sus adeptos. Se puede ser
sincero en el error, basta con tener una información mala o insuficiente. Hace
falta, pues, saber si Dios mismo, por su parte, no ha revelado un medio
privilegiado para encontrarle. Esto pertenece ya al ámbito de la libre
iniciativa de Dios que, cuando se manifiesta, tiene como contra partida, del
lado del hombre, la fe.
No se puede negar la posibilidad de que Dios tome una
iniciativa de esta naturaleza. La revelación es posible. Y si Dios se revela,
no puede contradecir su propio mensaje. Su revelación, si se ha producido, ha
de ser coherente consigo misma. En otras palabras, no es posible que existan
varias religiones auténticamente reveladas por Dios.
Por tanto, admitiendo que, en principio, toda religión
conlleva elementos de verdad en su credo, no puede ser éste, sin embargo,
plenamente convincente más que en la medida en que se adhiera exactamente a la
voluntad de Dios, claramente expresada por el mismo Dios.
Para el cristiano estos signos de la revelación existen,
y se hallan en la milagrosa persona de Jesús, tal como nos la transmiten los
evangelistas en el relato que hacen de su paso por la tierra y de su
resurrección (cf. nº 4 y nº 12).
• «En esto está la vida eterna, en que te conozcan a Ti,
el único Dios verdadero, y al que has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3)
Yves Moreau, “Razones para Creer”