Seguramente has tenido la experiencia de una decepción, un
fracaso, una traición, de cuando tal vez alguien que considerabas un buen amigo
o un buen socio te da una puñalada por la espalda, un ser querido que
desaparece cuando más lo necesitas y te deja en completa soledad, un tiempo
prolongado de inestabilidad en tu casa, de un hermano, un hijo o un amigo que
se va, de alguien que no cumplió su palabra y tú sufriste graves consecuencias,
un sueño en el que has invertido mucho y se te derrumba... Me refiero a la
experiencia de haber puesto tus esperanzas en alguien o en algo y que todo se
te venga abajo.
Experimentas
una gran decepción. Surgen en la mente todo tipo de preguntas. Te cuestionas si
fuiste tú el culpable. Dudas de todo y de todos.
Hay
personas que en éstas circunstancias se desmoronan. Son situaciones difíciles,
a veces muy difíciles, pero también pueden ser muy provechosas. Yo creo que,
por más dolorosas que se presenten, son oportunidades de oro para afianzarse y
crecer.
Lo que se
echa de menos en estas situaciones es la fidelidad. Viene una gran nostalgia de
un amor que sea fiel, que no falle, que no pueda fallar. Algo o alguien que dé
garantías de estabilidad. El amor no puede pisar sobre arenas movedizas,
necesita tierra firme: FIDELIDAD.
Dios es
fiel y permanece siempre fiel. En el contexto bíblico, la fidelidad es sobre
todo un atributo divino: Dios se nos da a conocer como Aquél que es fiel para
siempre a la alianza que ha establecido con su pueblo, no obstante la
infidelidad de éste.
¿Buscamos
certezas? Aquí está la más sólida de todas. Del amor de Dios podemos estar
siempre seguros, completamente seguros. Lo sintamos o no lo sintamos. A veces
dudamos del amor de Dios porque no nos concede lo que pedimos, pero no es que
diga "no" sino "te tengo algo mejor"; otra cosa es que no
lo entendamos.