Nadie nos ha preparado a familiares o amigos para coger la mano del enfermo y recorrer juntos el último tramo de su vida. Queremos acertar, pero no sabemos muy bien qué hacer. Lo primero es centrar nuestra atención en la persona enferma, no en la enfermedad. Los médicos y enfermeras se ocuparán de su mal. Nosotros hemos de estar muy atentos a lo que vive en su interior. Lo nuestro es no dejarle solo, acompañarle de cerca con cariño y ternura grande. Acompañarlo quiere decir escuchar su pena y su impotencia, entender sus deseos de curarse, comprender su desconcierto y sus miedos. Hemos de vitar siempre lo que puede crear en ese enfermo querido turbación, resentimiento o tristeza. Hemos de despertar en él paz, confianza y serenidad. Qué suerte es poder entonces conversar desde la fe para ayudarle, también en esa hora postrera, a sentirse envuelto por el amor inmenso de Dios…Cuando el final se acerca, las palabras resultan cada vez más pobres. Lo importante son ahora los gestos: la mirada cariñosa, el beso suave, la caricia sentida, nuestras manos apretando la suya. Qué consolador poder sugerir al enfermo una invocación sencilla y confiada a Dios que pueda repetir en su corazón”.
José Antonio Pagola