"Había un joven que continuamente se quejaba de
lo muy pobre que era y le reclamaba a Dios por qué no había sido generoso con
él y no le había dado riquezas como a otro. Un anciano, molesto por su continuo
lloriqueo, le dijo un día: -Deja ya de lamentarte y reconoce de una vez lo muy
rico que eres. El joven miró al anciano con rabia y le dijo: -No diga
estupideces. ¿Rico yo? No tengo coche, vivo en una casa muy humilde, vea mi ropa
gastada y vieja. El anciano le agarró por un brazo y le dijo: -¿Te dejarías
cortar los brazos por diez millones? -¡Por supuesto que no! – respondió el
joven-. ¿Para qué quiero diez millones si no voy a poder comer solo, trabajar,
jugar pelota, abrazar a mi novia? -¿Y te dejarías cortar las piernas por
cincuenta millones? -No, no, ni hablar... ¿Para qué quiero cincuenta millones
si no voy a poder caminar, bailar, pasear, salir de excursión? -¿Y dejarías que
te sacaran los ojos por cien millones? -¡Ni loco! ¿Para qué quiero cien
millones si no voy a poder ver el amanecer, ni el rostro de mi madre, mi novia
y mis amigos, ni las flores, las montañas, las estrellas y los ríos, ni la
televisión o las películas, si no voy a poder ver nada? -Entonces, reconoce de
una vez lo muy rico que eres y deja ya de quejarte."