Orar
es tan sencillo que puede hacerlo un niño pequeño. Pero, a veces, parece
tan difícil que millones de hombres son incapaces de elevar su corazón a Dios
y comunicarse con él. Son bien conocidas las principales dificultades. «Orar,
¿para qué?». Es la típica objeción de nuestro pragmatismo occidental. Lo
primero que brota de ese hombre que se mueve entre la autosuficiencia y el
utilitarismo. ¿Para qué le quiero a Dios? ¿Es que me va a resolver los
problemas? ¿Me va a dar de comer? ¿Me va a procurar trabajo, dinero,
seguridad? ¿Cómo me voy a dirigir a alguien que no me sirve para nada? Y, sin
embargo, sigue siendo verdad que «no sólo de pan vive el hombre»; o ¿es que
el hombre de hoy ya no necesita paz interior, perdón, fuerza de conversión,
esperanza? «¿Orar?
No tengo tiempo». Es otra reacción muy general. Porque esto no lo dice uno u
otro. Lo dicen hoy muchos. No hay tiempo para orar. Tenemos el día totalmente
ocupado. Imposible introducir otra tarea más. Sin embargo, sería mejor llamar
a las cosas por su nombre. Siempre tenemos tiempo para lo que realmente nos
interesa. Decir «no tengo tiempo para orar», ¿no equivale casi siempre a
decir «Dios no me interesa»? Cada
uno sabrá cómo va construyendo su vida. Pero si un creyente no encuentra
tiempo para estar con Dios, tampoco lo tendrá para estar consigo mismo, ni para
estar en profundidad con las personas ni para crecer interiormente. ¿Dónde se
alimentará su fe? «¿Orar? Es que no sé hacerlo. ¿Qué le puedo decir yo a
Dios?». Son muchas las personas que hablan en términos parecidos. No saben
exactamente por qué, pero se sienten bloqueadas interiormente. No aciertan a
ponerse en comunicación con él. Las razones pueden ser diferentes, pero,
muchas veces, detrás de todos los razonamientos se esconde una verdad pura y
llana. Sentimos miedo a la oración. Tenemos miedo a vernos tal como somos.
Miedo a entrar dentro de nosotros y descubrir qué frágiles son los apoyos
sobre los que se sustenta esa fachada de lo que aparentamos ser. No
nos atrevemos a afrontar nuestra propia verdad. Nos da miedo esa realidad tan
deslucida de lo que verdaderamente somos y sentimos. Nos cuesta encontrarnos a
solas y cara a cara con Dios, el espejo más limpio y el que mejor delata
nuestras torpezas y nuestra mediocridad. La misma santa Teresa decía: «Me
espanto de ver en la oración tantas verdades y tan claras». ¿Qué
podemos hacer? ¿Seguir huyendo de Dios y de nosotros mismos? El episodio de los
magos no es sólo un relato lleno de encanto. La búsqueda esforzada de esos
hombres hasta caer de rodillas ante el Niño en actitud de adoración es una
llamada que se nos hace a todos. La vida del hombre alcanza su mayor grandeza
cuando sabe arrodillarse interiormente ante Dios. En él encuentra su auténtica
verdad, el perdón y la paz.
JOSE ANTONIO
PAGOLA