Una de las
cosas que más tristeza y estupor causan es oír a un niño blasfemar. Cada vez
más tempranamente los niños se inician en el repugnante vicio de la blasfemia.
La inocencia de los niños se pudre demasiado pronto. Apenas han aprendido a
hablar y ya se envalentonan con tacos y palabras soeces; nada más salir del
cascarón ya están de vuelta de todo, ya lo saben todo: ¡Claro que con tantas
clases particulares como reciben por la televisión es muy difícil que no salgan
expertos en “cosas de la vida” desde pequeños! Muchos aprenden a blasfemar de
Dios sin haber oído antes, en el hogar familiar, de boca de sus padres, una
sola palabra sobre El, sin haberlo invocado nunca: ¡saben blasfemar pero no
saben rezar! La blasfemia en boca de los niños denuncia la calidad humanamente
miserable de ese estilo de vida prepotente y matón que se exhibe sin rubor por
todas partes, de esta (mala) educación que se está imponiendo como caricatura
(o fraude) del verdadero progreso humano. Un niño blasfemo es un niño maleado
desde la infancia con el riesgo de ser luego un hombre violento, sin
escrúpulos, avasallador. La blasfemia envilece a quien la expele, pero el
envilecimiento prematuro no puede augurar grandes virtudes cívicas en el
futuro. Por eso,
aunque no fuera nada más por su propio interés, la ciudadanía debería mostrarse
menos complaciente con la blasfemia articulada, dibujada o representada,
debería exigir más respeto para con Dios en bien de todos y, en particular, de
los que están en período de formación, pues de lo que ahora beban vivirán más
tarde. Si los niños
blasfeman, no puede deberse a su propia responsabilidad, sino a la de los
mayores. Aun a riesgo de generalizar injustamente me atrevo a decir que ésta
-la nuestra- es una sociedad de blasfemos, quiero decir que son muchos los que blasfeman
descaradamente en público y en privado, en el trabajo y en la familia, en el
grupo de amigos (aquí de una manera particular, animándose unos a otros, antes
y después de beber hasta que el cuerpo aguante), lo mismo hombres que mujeres
(éstas en fase de aprendizaje acelerado). Al blasfemo, como a las ocurrencias
de los niños, se le ríen las presuntas gracias: se le considera un hombre duro
y liberado, lo cual le da alas para proseguir manchando no a Dios -que a Dios
no le alcanza su boca sucia- sino a su propia dignidad humana. En una sociedad
así, que premia, o por lo menos consiente generosamente la blasfemia como parte
de su cultura: es muy difícil que el niño se sustraiga a este poderoso influjo.
Si el hombre ‘macho’ blasfema cada dos palabras, como para asegurarse de su
hombría, si la mujer liberada echa tacos gruesos para sintonizar con los
tiempos, nada tiene de extraño que el niño imite tempranamente el ‘mal hacer’
de los mayores. Estos, aunque sean sus padres, con poca convicción podrán reprender
al niño blasfemo, cuando la blasfemia resuena casi como una interjección
imprescindible en gran número de conversaciones. Los mayores -no me refiero con
esta expresión a los ancianos, sino en general a los adultos y aun los jóvenes-
con su modo de hablar maldiciente son los responsables de que la blasfemia se
vaya extendiendo cada vez más, ensuciándolo todo, degradando el ambiente social
y maleando incluso el mundo infantil: ¡sí, el mundo de los niños! Los mayores
son los responsables de que los niños apenas puedan disfrutar de la inocencia:
los niños se hacen enseguida ‘mayores’ y ‘resabiados’ a imagen y semejanza de
sus mayores malhablados que, según lo que se muestra por la pantalla, se
divorcian fácilmente, son adúlteros por vocación, se matan deportivamente,
roban y engañan a quien pueden y lo que pueden. Este es el mundo que los
mayores están enseñando y dejando a los niños: un mundo carente de cualquier
valor espiritual, de dignidad y respeto; si a pesar de todo hay ciertos
arranques de solidaridad, como la campaña del 0’7, es en gran parte a pesar de
los mayores. Para valorar
la gravedad de la blasfemia conviene tener presente lo que dice el Catecismo de
la Iglesia Católica: “La blasfemia se opone directamente al segundo
mandamiento. Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente-
palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al
respecto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios… La prohibición de la
blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y
las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para
justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar
muerte. El abuso del
nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión”(n.
2148). Ciertamente, invocar el nombre de Dios para humillar, ofender y hasta
eliminar al prójimo es la peor de las blasfemias. Pero esto no debería hacernos
tolerantes (es decir, indiferentes) con la blasfemia verbal, cantada,
representada o escrita que tanto prolifera por desgracia entre nosotros,
alcanzando a los niños desde muy temprana edad. ¡Injuriar a Dios, a la
Santísima Virgen o a los Santos es de una irresponsabilidad absoluta! Aquí sí
que se puede afirmar: ¡no saben lo que dicen! Debería ser normal que los
creyentes en Dios exigiéramos respeto para con Dios; las injurias al Rey se
persiguen y castigan, las blasfemias contra Dios resuenan libremente por todas
partes. Los creyentes no quieren complicaciones; lo mejor es no oír nada, no
darse por enterados. Tampoco esto es tan extraño, pues una sociedad
teóricamente cristiana, una sociedad de bautizados, es la misma sociedad que,
exagerando y generalizando tal vez más de lo conveniente, muestra su querencia
blasfema desde la infancia. ¿Será por esto que no se da ninguna reacción social
contra la creciente proliferación de la blasfemia, a la que se apuntan ya los
niños en cuanto se juntan con otros en el patio del colegio?