El acontecimiento que
constituye la garantía y la promesa de nuestra propia resurrección es la
Resurrección de Jesús. Esta es la fe que anima a las primeras comunidades
cristianas: "Aquél que resucitó al Señor Jesús nos resucitará también
a nosotros con él" (2 Cor, 4, 14). La fe de las primeras comunidades no ha
surgido como desarrollo de las especulaciones apocalípticas del judaísmo
tardío. No es tampoco una certeza de orden metafísico que se deduce
racionalmente de la antropología semita. No proviene tampoco de una especie
de revelación que Jesús habría descubierto a sus discípulos sobre la
suerte del hombre después de la muerte (el creyente no está mejor
informado sobre los acontecimientos, los lugares, y las situaciones del
futuro). Tampoco se trata de un optimismo sin fundamento alguno o de una
rebelión irracional contra el destino brutal del hombre que parece acabar
definitivamente en la muerte. La fe cristiana en la Resurrección se funda en la Resurrección de Cristo de
entre los muertos. Es una actitud de confianza y esperanza gozosa que ha
nacido de la experiencia vivida por los primeros discípulos que han
creído en la acción resucitadora de Dios que ha levantado al muerto Jesús
a la Vida definitiva. El punto de partida de la fe cristiana es Jesús
experimentado y reconocido como viviente después de su muerte. El Crucificado
vive para siempre junto a Dios como compromiso y esperanza para nosotros. Los primeros cristianos nunca han considerado la Resurrección de Jesús como un
hecho aislado que sólo le afectara a El, sino como un acontecimiento que
nos concierne a nosotros, porque constituye la garantía de nuestra propia
resurrección. Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que no solamente es el Creador
que pone en marcha la vida. Dios es un Padre lleno de amor, capaz de
superar el poder destructor de la muerte y dar vida a lo muerto. Si Dios ha
resucitado a Jesús, esto significa que la resurrección que los judíos esperaban
para el final de los tiempos ya se ha hecho realidad en El. Pero Jesús es sólo el primero que ha resucitado de entre los muertos. El
primero que ha nacido a la vida. El que ha abierto el seno de la muerte y
se nos ha anticipado a todos para alcanzar esa Vida definitiva que nos
está reservada también a nosotros. Su resurrección no es sino la primera
y decisiva fase de la resurrección de la humanidad. Uno de los nuestros, un hermano nuestro, Jesucristo, ha resucitado ya,
abriéndonos una salida a esta vida nuestra que termina fatalmente en la
muerte. Por eso, la meta de nuestra esperanza no es simplemente nuestra
resurrección, sino la comunión con el Señor resucitado. Cuando los cristianos
confesamos nuestra esperanza, vinculamos nuestro destino al de Cristo
resucitado por el Padre. La Resurrección de Jesucristo es, por consiguiente, el fundamento, núcleo y eje
de toda esperanza cristiana. El es quien "tiene las llaves de la
muerte" (Ap. 1, 18).
JOSÉ
A. PAGOLA