Les dijeron que estaba vacío, que habían encontrado
la entrada abierta y el sepulcro vacío. Habían trascendido otros detalles, pero
eso fue suficiente para que los dos salieran disparados por las callejuelas de
la soñolienta ciudad.
Partieron enseguida, apretando los talones, y
recorrieron todo lo rápido que pudieron el largo y oscuro trayecto. Los
primeros rayos de sol ya comenzaban a alumbrar el cielo.
Lo habían sepultado apenas tres días antes. «¿Qué
más querrán hacer con Su cuerpo? —pensaban—. ¿No lo azotaron suficiente antes
de matarlo?»
Todavía estaba fresco en la mente de Pedro el
recuerdo de los soldados descargando sus látigos contra Él una y otra vez,
mucho más de lo que es capaz de soportar un hombre. Y Él lo había permitido.
Jesús pudo haberlo detenido. ¿Por qué dejó que lo
siguieran atormentando? Dijo que podría haber llamado a legiones de ángeles
para que lo protegieran. ¿Por qué no lo hizo?
De golpe le vino algo a la memoria. Era un texto
del profeta Isaías: «Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por Su llaga fuimos nosotros
curados»1.
Entonces lo entendió: «Lo hizo por nosotros».
Ya se veía la entrada del sepulcro. Juan se le
había adelantado y lo estaba examinando con la mirada sin atreverse a entrar.
Al acercarse, Pedro aminoró la marcha. El sol se
asomaba por encima de un pequeño montículo que quedaba a su espalda. Amanecía.
Entró, y Juan lo siguió de cerca. La tumba estaba
vacía. En el suelo habían quedado los lienzos que se habían empleado para
cubrir el cuerpo, y el sudario con que habían envuelto la cabeza de Jesús
estaba prolijamente doblado un poco más allá.
El cuerpo no estaba. Se lo habían llevado.
—¿Quién… qué…? —a Juan no le salían las palabras;
finalmente acertó a decir—: ¿A dónde se lo llevaron?
No hubo respuesta; solo silencio. El ambiente era
electrizante. Algo se les escapaba. Algo importante.
Permanecieron unos minutos inmóviles, aguardando.
De pronto se les hizo la luz, y brilló en su corazón con una intensidad
parecida a la de aquel amanecer. Jesús les había hablado de eso. En su momento
ellos no lo habían entendido, pero a esas alturas estaba clarísimo.
«El Hijo del hombre […] será entregado a los
gentiles […]; mas al tercer día resucitará»2.
* * *
Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en
Mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá
eternamente. Jesús en Juan 11:25,26
No está aquí, pues ha resucitado. Mateo
28:6
Los cuatro evangelios narran la resurrección de
Jesús. Este artículo es una adaptación de esos relatos.
1. Isaías 53,5
2. Lucas 18,31–33