Relato novelado de los acontecimientos que
tuvieron su culminación en el capítulo 2 del libro de los Hechos
Alboroto es lo primero que me viene a
la cabeza cuando pienso en Él. No me olvidaré nunca de la primera vez que lo
vi. Había acudido a la sinagoga para el oficio del sábado. Judit era una
viuda anciana que tenía la espalda completamente deformada. Se acercó a aquel
maestro itinerante y le imploró ayuda. Enseguida fue capaz de enderezarse, por
primera vez en años. ¿Cómo era eso posible?1
Lo vi otras veces, generalmente de lejos. Gozo de
buena salud, y me va relativamente bien. No seguía Sus progresos porque yo
tuviera necesidades acuciantes. Más que nada me encantaba oírlo hablar y me
gustaba ver la expresión que se dibujaba en el rostro de las personas cuando Él
aliviaba su dolor, cuando las sanaba y les infundía esperanza. Todo en Él era
extraordinario.
Aunque yo no tenía ni el tiempo ni la inclinación
para dejarlo todo, como habían hecho Sus seguidores más cercanos, disfrutaba
viéndolo y escuchándolo cuando nuestros caminos se cruzaban. Cuando fui a
Jerusalén para la Pascua, esperaba que Él estuviera, y no me defraudó. Al
entrar Él en la ciudad montado en un asno, otro alboroto. Me contagié del
espíritu festivo y me puse a agitar ramas de palmeras como toda la multitud.
Tal vez fuera cierto que iba a cambiar el mundo. Desde luego era un muy buen
hombre, y posiblemente más que un simple maestro. Había oído decir que algunos
lo llamaban el Mesías, el salvador de nuestro pueblo.
No obstante, unos días después me entristecí al oír
la siguiente ola de rumores. Decían que lo habían detenido. Cuando supe que lo
habían llevado ante Pilatos, casi no daba crédito a mis oídos. ¿Condenado a
muerte como un vulgar criminal? Aquello no podía ser cierto. ¿Qué había hecho
para merecer ese trato? Yo ya sabía que los dirigentes del templo envidiaban Su
influencia y la aprobación de que gozaba entre la gente; pero eso no podía ser
motivo suficiente para entregarlo a los romanos.
No tenía agallas para acercarme al lugar de la
ejecución. ¡Qué tremenda injusticia! Cuanto más pensaba en el asunto, menos
lograba entenderlo. Él había predicado un mensaje de amor a Dios y al prójimo;
había recorrido la región ayudando a los desvalidos. Había renunciado a todo
por el bien de los demás. ¿No habría podido Dios intervenir y obrar un milagro
para salvarlo?
Quería conversar con algunos de Sus seguidores para
expresarles mi confusión, pero no logré dar con ellos. Se especulaba que se
habían ocultado. Así que retorné a mi aldea, todavía consternada. Sabía que
Jesús no volvería más por nuestra región como en otras ocasiones, y lo echaba
de menos. Aquel fascinante maestro —supongo que eso había sido, un maestro nada
más— estaba muerto y enterrado.
Siete semanas más tarde fui nuevamente a Jerusalén
para Shavuot, la festividad que conmemora la entrega de la Ley a Moisés.
Todavía estaba ansiosa de plantear mis inquietudes a Sus seguidores; pero como
se habían esfumado luego de la ejecución de su maestro, no albergaba muchas
esperanzas.
A primera vista nada había cambiado en la ciudad.
Tampoco dentro de mí. Desde la Pascua me sentía deprimida, y la ciudad misma
parecía estar bajo una sombra, como si se sintiera culpable de que tantos de sus
ciudadanos hubieran apoyado la ejecución de un hombre inocente.
Había multitudes de personas, entre ellas muchos
extranjeros. Fue entonces cuando los volví a ver. Y como era de esperar,
estaban protagonizando otro alboroto. Me alegré de ver sanos y salvos a los
seguidores de Jesús, no solo por el bien de ellos, sino también por el mío,
pues así podría plantearles mis inquietudes acerca de lo sucedido. Sin embargo,
antes que tuviera ocasión de acercarme, uno de ellos comenzó a hablar en voz
alta, con claridad.
Casi no daba crédito a lo que oía. Sabía que habían
matado a Jesús; pero según Pedro, había resucitado de los muertos. Escuché
atónita mientras Pedro se refería a las Escrituras y las explicaba. No escatimó
críticas al hecho de que las multitudes hubieran permanecido pasivas cuando
Jesús fue crucificado. Con todo, ofreció una vía para la reconciliación:
«Transformen su vida. Vuélvanse a Dios y bautícese cada uno en el nombre de
Jesucristo para que Dios les perdone sus pecados»2.
Habló largo rato. Lo explicó todo y nos rogó que
aceptáramos el obsequio que Dios nos hacía. No pude hablar personalmente con él
ni con ninguno de los otros. Tampoco me hacía falta. Abrí mi corazón mediante
una oración; me entregué a Dios. Fue la mejor decisión que he tomado en la
vida. Ahora trabajo con otros creyentes para dar a conocer que Dios nos ama
tanto que envió a Su Hijo a morir por nosotros para que pudiéramos salvarnos3.
1. Lucas 13,10–13
2. Hechos 2,38
3. Juan 3,16
Abi May