miércoles, 2 de marzo de 2016

De alboroto en alboroto



Relato novelado de los acontecimientos que tuvieron su culminación en el capítulo 2 del libro de los Hechos
Alboroto es lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en Él. No me olvidaré nunca de la primera vez que lo vi. Había acudido a la sinagoga para el oficio del sábado. Judit era una viuda anciana que tenía la espalda completamente deformada. Se acercó a aquel maestro itinerante y le imploró ayuda. Enseguida fue capaz de enderezarse, por primera vez en años. ¿Cómo era eso posible?1
Lo vi otras veces, generalmente de lejos. Gozo de buena salud, y me va relativamente bien. No seguía Sus progresos porque yo tuviera necesidades acuciantes. Más que nada me encantaba oírlo hablar y me gustaba ver la expresión que se dibujaba en el rostro de las personas cuando Él aliviaba su dolor, cuando las sanaba y les infundía esperanza. Todo en Él era extraordinario.
Aunque yo no tenía ni el tiempo ni la inclinación para dejarlo todo, como habían hecho Sus seguidores más cercanos, disfrutaba viéndolo y escuchándolo cuando nuestros caminos se cruzaban. Cuando fui a Jerusalén para la Pascua, esperaba que Él estuviera, y no me defraudó. Al entrar Él en la ciudad montado en un asno, otro alboroto. Me contagié del espíritu festivo y me puse a agitar ramas de palmeras como toda la multitud. Tal vez fuera cierto que iba a cambiar el mundo. Desde luego era un muy buen hombre, y posiblemente más que un simple maestro. Había oído decir que algunos lo llamaban el Mesías, el salvador de nuestro pueblo.
No obstante, unos días después me entristecí al oír la siguiente ola de rumores. Decían que lo habían detenido. Cuando supe que lo habían llevado ante Pilatos, casi no daba crédito a mis oídos. ¿Condenado a muerte como un vulgar criminal? Aquello no podía ser cierto. ¿Qué había hecho para merecer ese trato? Yo ya sabía que los dirigentes del templo envidiaban Su influencia y la aprobación de que gozaba entre la gente; pero eso no podía ser motivo suficiente para entregarlo a los romanos.
No tenía agallas para acercarme al lugar de la ejecución. ¡Qué tremenda injusticia! Cuanto más pensaba en el asunto, menos lograba entenderlo. Él había predicado un mensaje de amor a Dios y al prójimo; había recorrido la región ayudando a los desvalidos. Había renunciado a todo por el bien de los demás. ¿No habría podido Dios intervenir y obrar un milagro para salvarlo?
Quería conversar con algunos de Sus seguidores para expresarles mi confusión, pero no logré dar con ellos. Se especulaba que se habían ocultado. Así que retorné a mi aldea, todavía consternada. Sabía que Jesús no volvería más por nuestra región como en otras ocasiones, y lo echaba de menos. Aquel fascinante maestro —supongo que eso había sido, un maestro nada más— estaba muerto y enterrado.
Siete semanas más tarde fui nuevamente a Jerusalén para Shavuot, la festividad que conmemora la entrega de la Ley a Moisés. Todavía estaba ansiosa de plantear mis inquietudes a Sus seguidores; pero como se habían esfumado luego de la ejecución de su maestro, no albergaba muchas esperanzas.
A primera vista nada había cambiado en la ciudad. Tampoco dentro de mí. Desde la Pascua me sentía deprimida, y la ciudad misma parecía estar bajo una sombra, como si se sintiera culpable de que tantos de sus ciudadanos hubieran apoyado la ejecución de un hombre inocente.
Había multitudes de personas, entre ellas muchos extranjeros. Fue entonces cuando los volví a ver. Y como era de esperar, estaban protagonizando otro alboroto. Me alegré de ver sanos y salvos a los seguidores de Jesús, no solo por el bien de ellos, sino también por el mío, pues así podría plantearles mis inquietudes acerca de lo sucedido. Sin embargo, antes que tuviera ocasión de acercarme, uno de ellos comenzó a hablar en voz alta, con claridad.
Casi no daba crédito a lo que oía. Sabía que habían matado a Jesús; pero según Pedro, había resucitado de los muertos. Escuché atónita mientras Pedro se refería a las Escrituras y las explicaba. No escatimó críticas al hecho de que las multitudes hubieran permanecido pasivas cuando Jesús fue crucificado. Con todo, ofreció una vía para la reconciliación: «Transformen su vida. Vuélvanse a Dios y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo para que Dios les perdone sus pecados»2.
Habló largo rato. Lo explicó todo y nos rogó que aceptáramos el obsequio que Dios nos hacía. No pude hablar personalmente con él ni con ninguno de los otros. Tampoco me hacía falta. Abrí mi corazón mediante una oración; me entregué a Dios. Fue la mejor decisión que he tomado en la vida. Ahora trabajo con otros creyentes para dar a conocer que Dios nos ama tanto que envió a Su Hijo a morir por nosotros para que pudiéramos salvarnos3.
1. Lucas 13,10–13
2. Hechos 2,38
3. Juan 3,16
Abi May