miércoles, 2 de marzo de 2016

Cuando no puedes más



«Respóndeme pronto, oh Señor, porque desmaya mi espíritu. […] Busco la ayuda del Señor. Espero confiadamente que Dios me salve, y con seguridad mi Dios me oirá»Salmo 143,7; Miqueas 7,7
Cuando ya has sufrido todo un rosario de reveses o contrariedades, una aparente nimiedad puede llevarte más allá de lo que eres capaz de soportar. La tensión se ha ido acumulando gradualmente y sientes que estás a punto de derrumbarte, que no aguantas más.
Pero sí aguantas, o aguantaste; de otro modo no estarías leyendo esto ahora. Puede ser muy reconfortante recordar esos momentos en que sobreviviste a lo que parecían circunstancias espantosas. Leer la Biblia también puede ser muy alentador, ya que describe la vida de personas que se salvaron contra todo pronóstico:
«¡Socórreme!», clamó una madre desesperada por la salud de su hija, a quien Jesús entonces sanó1
«Sálvanos, oh Dios, salvación nuestra», clamó el pueblo2, y Dios lo hizo en numerosas ocasiones.
«Sáname, oh Señor», rogó el profeta Jeremías3, que a pesar de sus muchas tribulaciones —estuvo en la cárcel y aún peor— disfrutó de una vida larga y productiva.
«¡Ten misericordia de mí!», clamó un ciego a Jesús cuando lo oyó pasar. Minutos más tarde recuperó la vista4.
«¡Sálvame!», fue el clamor angustioso de Simón Pedro cuando comenzó a hundirse entre las olas embravecidas. Jesús extendió la mano y lo salvó5. Pedro afirmó más tarde: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo»6. Sabía de lo que hablaba. Se había salvado en más de un sentido.
Un común denominador en todos estos ejemplos es que cada persona, a su manera, le pidió a Dios que la socorriera.
«Invócame en el día de la angustia», dice Dios. Y añade esta promesa: «Te libraré»7.
Tal vez la mejor forma de sobrevivir a una situación límite —o para el caso, a cualquier situación penosa— es pedir auxilio. Verás que no tarda en llegar.

1. Mateo 15:22–28
2. 1 Crónicas 16:35
3. Jeremías 17:14
4. Marcos 10:47–52
5. Mateo 14:30–32
6. Hechos 2:21
7. Salmo 50:15

Abi May

De alboroto en alboroto



Relato novelado de los acontecimientos que tuvieron su culminación en el capítulo 2 del libro de los Hechos
Alboroto es lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en Él. No me olvidaré nunca de la primera vez que lo vi. Había acudido a la sinagoga para el oficio del sábado. Judit era una viuda anciana que tenía la espalda completamente deformada. Se acercó a aquel maestro itinerante y le imploró ayuda. Enseguida fue capaz de enderezarse, por primera vez en años. ¿Cómo era eso posible?1
Lo vi otras veces, generalmente de lejos. Gozo de buena salud, y me va relativamente bien. No seguía Sus progresos porque yo tuviera necesidades acuciantes. Más que nada me encantaba oírlo hablar y me gustaba ver la expresión que se dibujaba en el rostro de las personas cuando Él aliviaba su dolor, cuando las sanaba y les infundía esperanza. Todo en Él era extraordinario.
Aunque yo no tenía ni el tiempo ni la inclinación para dejarlo todo, como habían hecho Sus seguidores más cercanos, disfrutaba viéndolo y escuchándolo cuando nuestros caminos se cruzaban. Cuando fui a Jerusalén para la Pascua, esperaba que Él estuviera, y no me defraudó. Al entrar Él en la ciudad montado en un asno, otro alboroto. Me contagié del espíritu festivo y me puse a agitar ramas de palmeras como toda la multitud. Tal vez fuera cierto que iba a cambiar el mundo. Desde luego era un muy buen hombre, y posiblemente más que un simple maestro. Había oído decir que algunos lo llamaban el Mesías, el salvador de nuestro pueblo.
No obstante, unos días después me entristecí al oír la siguiente ola de rumores. Decían que lo habían detenido. Cuando supe que lo habían llevado ante Pilatos, casi no daba crédito a mis oídos. ¿Condenado a muerte como un vulgar criminal? Aquello no podía ser cierto. ¿Qué había hecho para merecer ese trato? Yo ya sabía que los dirigentes del templo envidiaban Su influencia y la aprobación de que gozaba entre la gente; pero eso no podía ser motivo suficiente para entregarlo a los romanos.
No tenía agallas para acercarme al lugar de la ejecución. ¡Qué tremenda injusticia! Cuanto más pensaba en el asunto, menos lograba entenderlo. Él había predicado un mensaje de amor a Dios y al prójimo; había recorrido la región ayudando a los desvalidos. Había renunciado a todo por el bien de los demás. ¿No habría podido Dios intervenir y obrar un milagro para salvarlo?
Quería conversar con algunos de Sus seguidores para expresarles mi confusión, pero no logré dar con ellos. Se especulaba que se habían ocultado. Así que retorné a mi aldea, todavía consternada. Sabía que Jesús no volvería más por nuestra región como en otras ocasiones, y lo echaba de menos. Aquel fascinante maestro —supongo que eso había sido, un maestro nada más— estaba muerto y enterrado.
Siete semanas más tarde fui nuevamente a Jerusalén para Shavuot, la festividad que conmemora la entrega de la Ley a Moisés. Todavía estaba ansiosa de plantear mis inquietudes a Sus seguidores; pero como se habían esfumado luego de la ejecución de su maestro, no albergaba muchas esperanzas.
A primera vista nada había cambiado en la ciudad. Tampoco dentro de mí. Desde la Pascua me sentía deprimida, y la ciudad misma parecía estar bajo una sombra, como si se sintiera culpable de que tantos de sus ciudadanos hubieran apoyado la ejecución de un hombre inocente.
Había multitudes de personas, entre ellas muchos extranjeros. Fue entonces cuando los volví a ver. Y como era de esperar, estaban protagonizando otro alboroto. Me alegré de ver sanos y salvos a los seguidores de Jesús, no solo por el bien de ellos, sino también por el mío, pues así podría plantearles mis inquietudes acerca de lo sucedido. Sin embargo, antes que tuviera ocasión de acercarme, uno de ellos comenzó a hablar en voz alta, con claridad.
Casi no daba crédito a lo que oía. Sabía que habían matado a Jesús; pero según Pedro, había resucitado de los muertos. Escuché atónita mientras Pedro se refería a las Escrituras y las explicaba. No escatimó críticas al hecho de que las multitudes hubieran permanecido pasivas cuando Jesús fue crucificado. Con todo, ofreció una vía para la reconciliación: «Transformen su vida. Vuélvanse a Dios y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo para que Dios les perdone sus pecados»2.
Habló largo rato. Lo explicó todo y nos rogó que aceptáramos el obsequio que Dios nos hacía. No pude hablar personalmente con él ni con ninguno de los otros. Tampoco me hacía falta. Abrí mi corazón mediante una oración; me entregué a Dios. Fue la mejor decisión que he tomado en la vida. Ahora trabajo con otros creyentes para dar a conocer que Dios nos ama tanto que envió a Su Hijo a morir por nosotros para que pudiéramos salvarnos3.
1. Lucas 13,10–13
2. Hechos 2,38
3. Juan 3,16
Abi May

Lo que viene después



  • Cuando el universo me abandone […], cuando el sol esté ausente del cielo y no me alcance el día, cuando el mundo no me proteja del vacío, cuando el todo se aleje y se confunda en la nada, […] entonces cambiaré mi torpe cuerpo por las alas con las que entraré en la mañana del despertar eterno. Facundo Cabral (1937–2011)
  • Todas las sutilezas de la metafísica no me harán dudar ni un momento de la inmortalidad del alma y de la existencia de una Providencia bienhechora. Yo la siento, la creo, la quiero, la espero y la defenderé hasta mi último suspiro. Jean-Jacques Rousseau (1712–1778)
  • La Tierra es la morada de los que mueren; debemos extender nuestra perspectiva hacia el Cielo, que es la morada de los que viven. George Horne (1730–1792)
  • En el Cielo oiré. Últimas palabras atribuidas a Ludwig van Beethoven (1770–1827)
  • Es imposible que algo tan natural, tan necesario y tan universal como la muerte pueda haber sido concebido por la Providencia como un mal para la humanidad. Jonathan Swift (1667–1745)
  • Entendamos, amados, en qué forma el Señor nos muestra continuamente la resurrección futura, de la que hizo primicias al Señor Jesucristo […].Observemos, amados, la resurrección que tiene lugar en la sucesión del tiempo. El día y la noche nos muestran una resurrección: muere la noche, el día se levanta; el día se va, viene la noche. Fijémonos en los frutos de la tierra: Sale el sembrador y lanza a la tierra cada una de las semillas, las cuales cayendo sobre la tierra, secas y desnudas, empiezan a descomponerse; pero a partir de su disolución, la magnanimidad de la providencia del Señor las hace resurgir, de suerte que un solo grano se multiplica y da fruto. San Clemente de Roma (m. 99)
  • Pensamos que la muerte viene a destruir; pensemos más bien que Cristo nos viene a salvar. Asociamos la muerte con un final; identifiquémosla más bien con una vida que comienza más abundantemente. Pensamos que con ella vamos a perder algo; concentrémonos en cambio en lo mucho que vamos a ganar. La concebimos como una partida; imaginemos más bien que será un encuentro. Y cuando la voz de la muerte nos susurre al oído: «Tienes que dejar la Tierra», oigamos la voz de Cristo que nos dice: «Estás llegando a Mí». Norman Macleod (1812–1872)
  • Sea lo que sea que llevamos dentro y que nos anima y nos hace sentir, pensar, anhelar y desear es algo celestial, divino, y por lo tanto imperecedero. Aristóteles (384–322 a. C.)
  • Si en medio de tanto pecado y muerte Dios un bello mundo ha creado, ¡cuánto más hermoso será el Paraíso esperado! James Montgomery (1771–1854)

El tercer día



Les dijeron que estaba vacío, que habían encontrado la entrada abierta y el sepulcro vacío. Habían trascendido otros detalles, pero eso fue suficiente para que los dos salieran disparados por las callejuelas de la soñolienta ciudad.
Partieron enseguida, apretando los talones, y recorrieron todo lo rápido que pudieron el largo y oscuro trayecto. Los primeros rayos de sol ya comenzaban a alumbrar el cielo.
Lo habían sepultado apenas tres días antes. «¿Qué más querrán hacer con Su cuerpo? —pensaban—. ¿No lo azotaron suficiente antes de matarlo?»
Todavía estaba fresco en la mente de Pedro el recuerdo de los soldados descargando sus látigos contra Él una y otra vez, mucho más de lo que es capaz de soportar un hombre. Y Él lo había permitido.
Jesús pudo haberlo detenido. ¿Por qué dejó que lo siguieran atormentando? Dijo que podría haber llamado a legiones de ángeles para que lo protegieran. ¿Por qué no lo hizo?
De golpe le vino algo a la memoria. Era un texto del profeta Isaías: «Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por Su llaga fuimos nosotros curados»1.
Entonces lo entendió: «Lo hizo por nosotros».
Ya se veía la entrada del sepulcro. Juan se le había adelantado y lo estaba examinando con la mirada sin atreverse a entrar.
Al acercarse, Pedro aminoró la marcha. El sol se asomaba por encima de un pequeño montículo que quedaba a su espalda. Amanecía.
Entró, y Juan lo siguió de cerca. La tumba estaba vacía. En el suelo habían quedado los lienzos que se habían empleado para cubrir el cuerpo, y el sudario con que habían envuelto la cabeza de Jesús estaba prolijamente doblado un poco más allá.
El cuerpo no estaba. Se lo habían llevado.
—¿Quién… qué…? —a Juan no le salían las palabras; finalmente acertó a decir—: ¿A dónde se lo llevaron?
No hubo respuesta; solo silencio. El ambiente era electrizante. Algo se les escapaba. Algo importante.
Permanecieron unos minutos inmóviles, aguardando. De pronto se les hizo la luz, y brilló en su corazón con una intensidad parecida a la de aquel amanecer. Jesús les había hablado de eso. En su momento ellos no lo habían entendido, pero a esas alturas estaba clarísimo.
«El Hijo del hombre […] será entregado a los gentiles […]; mas al tercer día resucitará»2.
* * *
Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente.  Jesús en Juan 11:25,26

No está aquí, pues ha resucitado.  Mateo 28:6

Los cuatro evangelios narran la resurrección de Jesús. Este artículo es una adaptación de esos relatos.

1. Isaías 53,5
2. Lucas 18,31–33