«Dos
discípulos de Jesús iban andando a una aldea llamada Emaús». La expectación había sido
máxima. Los prodigios de Jesús habían alcanzado su cumbre cuando resucitó a un
hombre ya casi descompuesto después de cuatro días. La grandiosa entrada en
Jerusalén indicaba la proximidad de la venida del Reino de Dios. Todos estaban
convencidos de que iba a ser en esa fiesta cuando Jesús, por fin, iba a
revelarse como Mesías con todo su poder y gloria. Sin embargo, todas estas
esperanzas acabaron clavadas en la Cruz. Jesús acabó condenado, muerto y
sepultado como un bandido, un malhechor y maldito. No podemos hacernos a la
idea de la desazón y el desaliento que cundió entre los discípulos del Señor. Nada
tenía sentido; todo había acabado para ellos. Habían dado la vida para seguir a
un fracasado. Con una enorme tristeza y preocupación en el alma, como el que ha
perdido la razón para vivir, dos discípulos decidieron volver, ese mismo día, a
su pueblo de Emaús. Por lo menos, pensaban, regresar a nuestra vida normal nos
hará olvidar todo lo que ha sucedido. Vuelven cabizbajos, como dos soldados
derrotados tras una dura batalla. «Mientras
conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con
ellos». Pero Jesús nunca abandona a sus amigos. En persona de un misterioso
caminante se acercó a ellos y se hizo su compañero de camino. Sus ojos no eran
capaces de reconocerlo por la tristeza, pero Él estaba allí ya. Él es ese
misterioso acompañante que no sabemos cómo, cuándo ni por qué, pero va a
nuestro paso. No deja de sorprender que Jesucristo, con todo lo que tenía que
hacer por el mundo en el día de su Resurrección, se interesa por la
conversación triste y desesperanzada de dos derrotados. A Él le interesan
nuestras cosas; es más, disfruta escuchando nuestras penas, porque Él las llevó
ya antes por nosotros. Y así, el Resucitado se vuelve a hacer el encontradizo
y, como alguien que no sabe, quiere volver a escuchar la historia que Él mismo
ha vivido en primera persona. Al escucharla le da un sentido: “¿No era necesario que el Mesías padeciera
esto para entrar así en la gloria?”. No sabemos qué les explicó a aquellos
dos discípulos esa tarde… Pero es seguro que, si le insistimos (“¡Quédate con nosotros!”), Él, que
camina a nuestro lado, volverá a contarnos una y otra vez la historia del amor
infinito de Dios con los hombres. «A
ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Si pudiéramos buscar una
característica común a todos los relatos de las apariciones del Resucitado, nos
daríamos cuenta de que Jesús nunca se revela apabullando e imponiendo su
presencia gloriosa. Al contrario, el estilo de Jesús es acercarse, esperar,
acompañar y suscitar un enorme deseo en los hombres. Y lo mismo hizo con
aquellos dos de Emaús. Primero, se puso a caminar con ellos; luego hizo que su
palabra ardiera en sus corazones; más tarde, se hizo el huésped inesperado; por
último, realizó su gesto más característico: la Eucaristía. Ese es su acto
inconfundible, único e irrepetible. No dejó lugar a dudas: aquel misterioso
caminante era el mismo que, unos días antes, había ofrecido su Cuerpo y su
Sangre por todos los hombres. Ellos le reconocieron al escuchar su Palabra y al
partir el pan, ¿yo le descubro vivo y presente en cada Misa?
Lc 24,13-35