martes, 30 de abril de 2019

¿Me amas?


Más pronto cae un hablador que un cojo’, dice el refrán. Sabiduría popular que nos enseña una lección que a veces  aprendemos dolorosamente cuando luego de alardear de  algo, los hechos nos desmienten rotundamente. Así le pasó a Pedro. Cuando en la Última Cena Jesús anunció que todos se iban a escandalizar, Pedro se puso a decir que él no, que él daría su vida por Jesús. Pero cuando más  tarde su Maestro fue aprehendido, sólo se atrevió a seguirlo de  lejos, y cuando alguien lo reconoció y lo señaló como  discípulo de Jesús lo negó vehementemente. Cayó en lo que  había jurado no caer, y la vergüenza lo hizo llorar. Pero  aprendió la lección, como lo prueba cierto texto del Evangelio  que se proclama este domingo en Misa. (ver Jn 21,1-19). En una de las apariciones de Jesús Resucitado, en la  que a la orilla del lago ha compartido con Sus discípulos un  almuerzo a las brasas (cortesía Suya, que ya tenía algunos  peces preparados y les concedió conseguir otros más en una  pesca milagrosa), Jesús le pregunta a Pedro: “¿Me amas más  que éstos?” (Jn 21, 15). En su precioso libro sobre los apóstoles, el Papa  Benedicto XVI comenta este pasaje y, como acostumbra,  enriquece increíblemente la reflexión porque aporta siempre  un enfoque nuevo, sabio, profundo, que le permite a uno ver  con nuevos ojos un texto bíblico que creía ya conocer. Dice el Papa con relación a esta pregunta de Jesús que está planteada con el término ‘agapao’, que se emplea para  referirse a un amor total, a un amor que es total donación de  uno mismo, un amor sin egoísmo, en el que quien ama se da  por completo sin esperar nada a cambio. Dice el Papa que Jesús le pregunta a Pedro: ‘¿Agapes- me?’, es decir, le pregunta si lo ama con ese amor capaz de  una entrega absoluta. El antiguo Pedro no hubiera tardado en responder que claro que sí, que lo amaba mucho más que  nadie, que su amor era muy superior al que le tenían los  demás. Pero ya no. El nuevo Pedro aprendió bien la lección. Ya sabe de su debilidad, de su fragilidad, de su capacidad para caer. Tiene frescos en su memoria el canto de aquel gallo y el  sabor de las más amargas lágrimas que ha derramado jamás. Y por eso ya no se atreve a responder con presunción, como lo  hubiera hecho antes. Dice el Papa que en su respuesta Pedro no usa el término ‘agapao’ sino ‘fileo’, que hace referencia a  un amor de amistad, pero que no alcanza la plenitud. Pedro  responde: ‘filos-te’, un ‘te quiero’ en el que a la vez que  declara su cariño acepta su propia incapacidad para amar a Jesús como Él merecería ser amado. Por segunda vez Jesús le pregunta a Pedro si lo ama, y  nuevamente usa el término ‘agapao’ y por segunda vez Pedro  responde de la misma manera, con ‘fileo’.  Entonces sucede algo que el Papa hace notar y que  estremece el corazón: Jesús, comprendiendo que no es posible  pedirle más a Pedro, pero dispuesto a aceptar lo que éste puede  buenamente ofrecerle, se abaja, se pone a su nivel, y con toda comprensión, compasión y ternura le pregunta: ‘¿Fileis-me?’, usando el término que usó Pedro, como ya no cuestionándole  si es capaz de una entrega absoluta como la Suya, sino  contentándose con preguntarle si al menos es capaz de quererlo aunque sea limitadamente, aunque sea poco. Es profundamente conmovedor que el Señor, Aquel  que lo dio todo por nosotros se conforme con lo que queramos  o podamos ofrecerle desde nuestro pobre corazón humano, defectuoso y egoísta. Pudiendo exigirlo todo, más aún, mereciéndolo todo, toma y aun agradece lo que sea que queramos entregarle. Se adapta a nuestra pequeñez. Bellísima escena en la que podemos reconocernos en Pedro, que se acepta limitado y reconocidos con Jesús, que lo  acepta -y nos acepta-. 
    
Señor: 
Tú que lo sabes todo  
preguntas si te amo y no sé qué decirte.
Si respondo que sí 
me desmienten las veces en que te he defraudado 
porque he tenido miedo de escucharte o seguirte.
Si respondo que no  
de inmediato protesta  mi corazón enamorado.
Tú, que lo sabes todo, bien conoces mi amor y cobardía.
No me preguntes ya nada, 
sólo dame el valor para vivir cada día 
sin rehuir Tu mirada.
Amén.
Alejandra María Sosa Elízaga

miércoles, 24 de abril de 2019

Emaús


«Dos discípulos de Jesús iban andando a una aldea llamada Emaús». La expectación había sido máxima. Los prodigios de Jesús habían alcanzado su cumbre cuando resucitó a un hombre ya casi descompuesto después de cuatro días. La grandiosa entrada en Jerusalén indicaba la proximidad de la venida del Reino de Dios. Todos estaban convencidos de que iba a ser en esa fiesta cuando Jesús, por fin, iba a revelarse como Mesías con todo su poder y gloria. Sin embargo, todas estas esperanzas acabaron clavadas en la Cruz. Jesús acabó condenado, muerto y sepultado como un bandido, un malhechor y maldito. No podemos hacernos a la idea de la desazón y el desaliento que cundió entre los discípulos del Señor. Nada tenía sentido; todo había acabado para ellos. Habían dado la vida para seguir a un fracasado. Con una enorme tristeza y preocupación en el alma, como el que ha perdido la razón para vivir, dos discípulos decidieron volver, ese mismo día, a su pueblo de Emaús. Por lo menos, pensaban, regresar a nuestra vida normal nos hará olvidar todo lo que ha sucedido. Vuelven cabizbajos, como dos soldados derrotados tras una dura batalla. «Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos». Pero Jesús nunca abandona a sus amigos. En persona de un misterioso caminante se acercó a ellos y se hizo su compañero de camino. Sus ojos no eran capaces de reconocerlo por la tristeza, pero Él estaba allí ya. Él es ese misterioso acompañante que no sabemos cómo, cuándo ni por qué, pero va a nuestro paso. No deja de sorprender que Jesucristo, con todo lo que tenía que hacer por el mundo en el día de su Resurrección, se interesa por la conversación triste y desesperanzada de dos derrotados. A Él le interesan nuestras cosas; es más, disfruta escuchando nuestras penas, porque Él las llevó ya antes por nosotros. Y así, el Resucitado se vuelve a hacer el encontradizo y, como alguien que no sabe, quiere volver a escuchar la historia que Él mismo ha vivido en primera persona. Al escucharla le da un sentido: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en la gloria?”. No sabemos qué les explicó a aquellos dos discípulos esa tarde… Pero es seguro que, si le insistimos (“¡Quédate con nosotros!”), Él, que camina a nuestro lado, volverá a contarnos una y otra vez la historia del amor infinito de Dios con los hombres. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Si pudiéramos buscar una característica común a todos los relatos de las apariciones del Resucitado, nos daríamos cuenta de que Jesús nunca se revela apabullando e imponiendo su presencia gloriosa. Al contrario, el estilo de Jesús es acercarse, esperar, acompañar y suscitar un enorme deseo en los hombres. Y lo mismo hizo con aquellos dos de Emaús. Primero, se puso a caminar con ellos; luego hizo que su palabra ardiera en sus corazones; más tarde, se hizo el huésped inesperado; por último, realizó su gesto más característico: la Eucaristía. Ese es su acto inconfundible, único e irrepetible. No dejó lugar a dudas: aquel misterioso caminante era el mismo que, unos días antes, había ofrecido su Cuerpo y su Sangre por todos los hombres. Ellos le reconocieron al escuchar su Palabra y al partir el pan, ¿yo le descubro vivo y presente en cada Misa?
Lc 24,13-35

sábado, 20 de abril de 2019

Sepulcro nuevo


“En el lugar donde había sido crucificado 
había un huerto, 
y en el huerto un sepulcro nuevo”. (Jn 19. 41)
Había un huerto. Un jardín. Huerto y jardín nos hablan de creación y nos hablan de semillas, de flores y de vida. Es la lectura que hace Juan del Calvario. El Calvario es el nuevo huerto de la nueva creación. Del hombre nuevo que nace de la muerte de Jesús. El Calvario es el huerto donde se siembran las nuevas semillas que serán las flores y los frutos nuevos de la Pascua. En la muerte de Jesús Dios va a completar la obra incompleta de la Creación. En el Calvario, en la muerte de Jesús, hasta el sepulcro es nuevo. No estrenado por nadie. Porque es a partir de su muerte que también los sepulcros serán todos nuevos. Porque en cada uno de ellos dejará de escribir su nombre la muerte para escribir el nombre de la vida. Jesús estrena un sepulcro nuevo donde la muerte no tiene nada que hacer. Un sepulcro que no ha experimentado la muerte y que por primera vez va a experimentar la vida. Un sepulcro que no se estrena con la muerte sino que se estrena con la vida. En él, la vida fue más que la muerte. En él, la muerte quedó vencida por la vida. Por eso Jesús no tiene un sepulcro propio. Es un sepulcro prestado. Porque desde entonces, todos los sepulcros están prestados a Jesús para que en ellos venza a la muerte y anuncie la vida. Todos los sepulcros son suyos, porque en todos, Él se revela: como el Señor de la vida.
Bernardo Baldeón

lunes, 15 de abril de 2019

Me volveré a Ti


 Habrá horas inciertas
y preguntas sin respuesta.
Morderán nostalgias eternas
y dudas infinitas.
Las sombras amenazarán.
Pesará la cruz de algunos días.
Faltará la energía,
el aliento,
la pasión...
¿Flaqueará la fe?
Pero seguirás ahí,
Tú que siempre sigues.
Cuando me sienta cansado,
cuando me pueda la vida,
cuando me asuste el mañana,
cuando me falle el amor.
Entonces me volveré a Ti: Dios mío.
Te preguntaré: «¿Dónde estás?».
Te diré: «No me olvides».
Enviarás tu luz y tu verdad:
ellas me guiarán,
me llevarán por el camino de la vida
y me darán la alegría profunda,
la esperanza firme,
la luz única.
José María Olaizola SJ