jueves, 15 de septiembre de 2016

La mano



Se acercaba el día de Acción de Gracias y la maestra pidió a sus alumnos de primer grado que dibujaran algo por lo que estuvieran muy agradecidos. Pensó que esos niños, en su mayoría muy pobres, no tendrían muchas cosas que agradecer: Sabía que la mayoría de ellos pintarían pavos horneados, tortas, helados, tal vez la playa…
La maestra se quedó helada con el dibujo que le entregó Martín: una simple mano dibujada con dificultad, sin gracia.
¿Qué querría expresar con esa mano? ¿De quién sería esa mano? La clase quedó cautivada con el dibujo de Martín. .
– Maestra, esa es la mano de Dios que nos da la comida -dijo un alumno.
– Yo creo que es la mano del señor que vende los gallitos en el portón de la escuela -aventuró una niña.
– Es la mano del panadero que hace el pan y las tortas -expresó otra.
– Es la mano del médico que curó a Martín cuando estuvo hospitalizado -gritó con entusiasmo un niño. Martín permanecía en silencio negando con su cabeza. La maestra se acercó a él, se inclinó cariñosamente sobre su pupitre y le preguntó de quién era esa mano.
– Es su mano, señorita -dijo ruborizado Martín. Entonces recordó la maestra que muchas veces, a la hora del recreo, había llevado a Martín, un niño muy débil y desamparado, de la mano. Y comprendió que ese gesto tan simple para ella era la experiencia más placentera en la vida de Martín.
Ser educador (padre, catequista, sacerdote, profesor…) es tener la mano siempre abierta, dispuesta a ayudar al que lo necesite. Frente a una cultura que separa, excluye, rechaza o convierte la mano en puño que golpea, abramos manos y corazones, enseñemos con la palabra y el ejemplo, el valor de la aceptación que crea alegría y esperanza.
Convirtámonos todos hoy en esa mano que acompaña, que apoya y que sostiene… Y así expresaremos el amor que hay en nuestro corazón y haremos este mundo más habitable.

La blasfemia en boca de los niños



Una de las cosas que más tristeza y estupor causan es oír a un niño blasfemar. Cada vez más tempranamente los niños se inician en el repugnante vicio de la blasfemia. La inocencia de los niños se pudre demasiado pronto. Apenas han aprendido a hablar y ya se envalentonan con tacos y palabras soeces; nada más salir del cascarón ya están de vuelta de todo, ya lo saben todo: ¡Claro que con tantas clases particulares como reciben por la televisión es muy difícil que no salgan expertos en “cosas de la vida” desde pequeños! Muchos aprenden a blasfemar de Dios sin haber oído antes, en el hogar familiar, de boca de sus padres, una sola palabra sobre El, sin haberlo invocado nunca: ¡saben blasfemar pero no saben rezar! La blasfemia en boca de los niños denuncia la calidad humanamente miserable de ese estilo de vida prepotente y matón que se exhibe sin rubor por todas partes, de esta (mala) educación que se está imponiendo como caricatura (o fraude) del verdadero progreso humano. Un niño blasfemo es un niño maleado desde la infancia con el riesgo de ser luego un hombre violento, sin escrúpulos, avasallador. La blasfemia envilece a quien la expele, pero el envilecimiento prematuro no puede augurar grandes virtudes cívicas en el futuro. Por eso, aunque no fuera nada más por su propio interés, la ciudadanía debería mostrarse menos complaciente con la blasfemia articulada, dibujada o representada, debería exigir más respeto para con Dios en bien de todos y, en particular, de los que están en período de formación, pues de lo que ahora beban vivirán más tarde. Si los niños blasfeman, no puede deberse a su propia responsabilidad, sino a la de los mayores. Aun a riesgo de generalizar injustamente me atrevo a decir que ésta -la nuestra- es una sociedad de blasfemos, quiero decir que son muchos los que blasfeman descaradamente en público y en privado, en el trabajo y en la familia, en el grupo de amigos (aquí de una manera particular, animándose unos a otros, antes y después de beber hasta que el cuerpo aguante), lo mismo hombres que mujeres (éstas en fase de aprendizaje acelerado). Al blasfemo, como a las ocurrencias de los niños, se le ríen las presuntas gracias: se le considera un hombre duro y liberado, lo cual le da alas para proseguir manchando no a Dios -que a Dios no le alcanza su boca sucia- sino a su propia dignidad humana. En una sociedad así, que premia, o por lo menos consiente generosamente la blasfemia como parte de su cultura: es muy difícil que el niño se sustraiga a este poderoso influjo. Si el hombre ‘macho’ blasfema cada dos palabras, como para asegurarse de su hombría, si la mujer liberada echa tacos gruesos para sintonizar con los tiempos, nada tiene de extraño que el niño imite tempranamente el ‘mal hacer’ de los mayores. Estos, aunque sean sus padres, con poca convicción podrán reprender al niño blasfemo, cuando la blasfemia resuena casi como una interjección imprescindible en gran número de conversaciones. Los mayores -no me refiero con esta expresión a los ancianos, sino en general a los adultos y aun los jóvenes- con su modo de hablar maldiciente son los responsables de que la blasfemia se vaya extendiendo cada vez más, ensuciándolo todo, degradando el ambiente social y maleando incluso el mundo infantil: ¡sí, el mundo de los niños! Los mayores son los responsables de que los niños apenas puedan disfrutar de la inocencia: los niños se hacen enseguida ‘mayores’ y ‘resabiados’ a imagen y semejanza de sus mayores malhablados que, según lo que se muestra por la pantalla, se divorcian fácilmente, son adúlteros por vocación, se matan deportivamente, roban y engañan a quien pueden y lo que pueden. Este es el mundo que los mayores están enseñando y dejando a los niños: un mundo carente de cualquier valor espiritual, de dignidad y respeto; si a pesar de todo hay ciertos arranques de solidaridad, como la campaña del 0’7, es en gran parte a pesar de los mayores. Para valorar la gravedad de la blasfemia conviene tener presente lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respecto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios… La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión”(n. 2148). Ciertamente, invocar el nombre de Dios para humillar, ofender y hasta eliminar al prójimo es la peor de las blasfemias. Pero esto no debería hacernos tolerantes (es decir, indiferentes) con la blasfemia verbal, cantada, representada o escrita que tanto prolifera por desgracia entre nosotros, alcanzando a los niños desde muy temprana edad. ¡Injuriar a Dios, a la Santísima Virgen o a los Santos es de una irresponsabilidad absoluta! Aquí sí que se puede afirmar: ¡no saben lo que dicen! Debería ser normal que los creyentes en Dios exigiéramos respeto para con Dios; las injurias al Rey se persiguen y castigan, las blasfemias contra Dios resuenan libremente por todas partes. Los creyentes no quieren complicaciones; lo mejor es no oír nada, no darse por enterados. Tampoco esto es tan extraño, pues una sociedad teóricamente cristiana, una sociedad de bautizados, es la misma sociedad que, exagerando y generalizando tal vez más de lo conveniente, muestra su querencia blasfema desde la infancia. ¿Será por esto que no se da ninguna reacción social contra la creciente proliferación de la blasfemia, a la que se apuntan ya los niños en cuanto se juntan con otros en el patio del colegio?

lunes, 12 de septiembre de 2016

LAS PIEDRAS



Un experto estaba dando una conferencia a un grupo de profesionales. Para dejar en claro un punto, utilizó un ejemplo que los profesionales jamás olvidaron. Parado frente al auditorio de gente muy exitosa dijo:
-Quisiera hacerles un pequeño examen…
De debajo de la mesa sacó un jarro de vidrio, de boca ancha y lo puso sobre la mesa frente a él. Luego sacó una docena de rocas del tamaño de un puño y empezó a colocarlas una por una en el jarro. Cuando el jarro estaba lleno hasta el tope y no podía colocar más piedras preguntó al auditorio:
-¿Está lleno este jarro?
Todos los asistentes dijeron SI.
Entonces dijo:
-¿Están seguros? -y sacó de debajo de la mesa un balde de piedrecillas pequeñas. Echó unas cuantas piedras en el jarro y lo movió haciendo que las piedrecitas pequeñas se acomodaran en el espacio vacío que quedaba las grandes. Cuando hubo hecho esto preguntó una vez más…-
– Y ahora, ¿Está lleno este jarro?
Esta vez el auditorio ya suponía lo que vendría y uno de los asistentes dijo en voz alta “probablemente no”.
– Muy bien -contestó el expositor-
Sacó de debajo de la mesa un balde lleno de arena y empezó a echarlo en el jarro. La arena se acomodó en el espacio entre las piedras grandes y las pequeñas. Otra vez preguntó al grupo:
-¿Está lleno el jarro?
Esta vez varias personas respondieron a coro: ¡NO! Una vez más el expositor dijo:
-¡Muy bien! -y entonces sacó una jarra llena de agua y la echó en al jarro hasta llenarlo. Cuando terminó, miro al auditorio y preguntó:
-¿Cuál creen que es la enseñanza de esta pequeña demostración?
Uno de los espectadores levantó la mano y dijo:
-La enseñanza es que no importa cuán lleno está tu horario, si de verdad lo intentas, siempre podrás incluir más cosas…
-No, -replicó el expositor- esa no es la enseñanza. La realidad que esta demostración nos enseña es que si no pones las piedras grandes primero, no podrás ponerlas en ningún otro momento. ¿Cuáles son las piedras grandes en tu vida… tu familia, tu Fe, tu educación? ¿Tus finanzas? ¿Alguna causa que desees apoyar? ¿Enseñar lo que sabes a otros? Recuerda poner esas piedras grandes primero o no encontrarás un lugar para ellas. Tómate el tiempo para clarificar cuales son tus prioridades y revisa como usas tu tiempo para que no se te quede ninguna afuera, o lo que es peor, que te veas obligado a sacar una piedra grande para poder meter arena.

Hablar de Dios a los niños



Cuando yo era pequeño había siempre un día de otoño en que las noches empezaban a ser más que frescas; al acostarme notaba con sorpresa y satisfacción que mi madre había puesto una manta en la cama y ¡qué bien se estaba! No había hecho falta decirle que teníamos frío. No habíamos pasado ninguna noche con frío. La manta llegaba puntual a su cita…”. Muchos años después, cuando he sido yo el que he realizado esa tarea con niños pequeños, me he dado cuenta de la atención, el trabajo y el cariño que hay tras ese gesto tan sencillo, pero a la vez tan oportuno. ¿Qué tiene que ver esto con Dios? Pues mucho… Quizá la palabra Providencia le dice bien poco a un niño y, sin embargo, la Providencia de Dios, ese cuidado amoroso, que decía el catecismo, es lo de la manta que llega a tiempo, o las botas de agua que también nos tenía preparadas cuando empezaba el curso por si llovía… De Dios se puede hablar de muchas maneras, con y sin palabras. Aunque nuestros hijos sean pequeños, siempre hay maneras de decirles cómo es Dios: un Padrenuestro al oído cogiendo sus manitas entre las nuestras, o mezclando las palabras con caricias… Quizá no entiendan las palabras, no importa, más tarde llegará el momento de entender. Ahora es el momento de “dejarse mojar”, de oír Padre y saber que Padre es ternura, entrega, presencia… Llegar a lo explícito, a una fe confesada requiere experiencia de Dios y se hace experiencia desde el principio, desde lo que somos capaces de captar por todos los sentidos, desde lo que podemos saber de Dios por sus huellas en la vida diaria. Para el que sabe ver -y se puede aprender a mirar- todo habla de Dios. Sabremos que Dios es amor cuando hayamos experimentado el amor, cuando nos hayamos sentido amados gratuitamente. Podremos confiar en Dios si sabemos lo que es la acogida incondicional… Tenemos que llenar de contenido las hermosas palabras. Dar vida a las palabras para que cuando las oigan nuestros hijos tengan imágenes a donde agarrarse. Hay una palabra que me gusta especialmente, es la palabra misericordia. Tampoco sabría muy bien definirla, pero me parece que es como cuando un hijo está columpiándose en una silla, atrás, adelante… ¡Qué te vas a caer! Se lo repites: ¡te vas a hacer daño! De repente, la caída, el llanto… y, entre besos, ponemos hielo en el chichón y le hacemos caricias, a veces menos de las que nos pide el cuerpo por aquello de no perder la autoridad… Luego, por la noche, ya en la cama, comprobamos que el chichón ha bajado. Volvemos a besarle. ¡Que se entere que le queremos entre sueños! Digo yo que la misericordia de Dios debe ser algo así. De Dios decimos que tiene entrañas de misericordia. Yo creo que hace con nosotros como nosotros con nuestros hijos, también nos besa entre sueños… aún cuando nos equivocamos.

viernes, 2 de septiembre de 2016

La resurrección de Cristo y la nuestra



El acontecimiento que constituye la garantía y la promesa de nuestra propia resurrección  es la Resurrección de Jesús. Esta es la fe que anima a las primeras comunidades cristianas:  "Aquél que resucitó al Señor Jesús nos resucitará también a nosotros con él" (2 Cor, 4, 14). La fe de las primeras comunidades no ha surgido como desarrollo de las especulaciones  apocalípticas del judaísmo tardío. No es tampoco una certeza de orden metafísico que se  deduce racionalmente de la antropología semita. No proviene tampoco de una especie de  revelación que Jesús habría descubierto a sus discípulos sobre la suerte del hombre  después de la muerte (el creyente no está mejor informado sobre los acontecimientos, los  lugares, y las situaciones del futuro). Tampoco se trata de un optimismo sin fundamento  alguno o de una rebelión irracional contra el destino brutal del hombre que parece acabar  definitivamente en la muerte. La fe cristiana en la Resurrección se funda en la Resurrección de Cristo de entre los  muertos. Es una actitud de confianza y esperanza gozosa que ha nacido de la experiencia  vivida por los primeros discípulos que han creído en la acción resucitadora de Dios que ha  levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva. El punto de partida de la fe cristiana es Jesús  experimentado y reconocido como viviente después de su muerte. El Crucificado vive para  siempre junto a Dios como compromiso y esperanza para nosotros. Los primeros cristianos nunca han considerado la Resurrección de Jesús como un hecho  aislado que sólo le afectara a El, sino como un acontecimiento que nos concierne a  nosotros, porque constituye la garantía de nuestra propia resurrección. Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que no solamente es el Creador que pone en  marcha la vida. Dios es un Padre lleno de amor, capaz de superar el poder destructor de la muerte y dar vida a lo muerto. Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que la resurrección que los judíos esperaban para el final de los tiempos ya se ha hecho realidad en El. Pero Jesús es sólo el primero que ha resucitado de entre los muertos. El primero que ha  nacido a la vida. El que ha abierto el seno de la muerte y se nos ha anticipado a todos para  alcanzar esa Vida definitiva que nos está reservada también a nosotros. Su resurrección no  es sino la primera y decisiva fase de la resurrección de la humanidad. Uno de los nuestros, un hermano nuestro, Jesucristo, ha resucitado ya, abriéndonos una  salida a esta vida nuestra que termina fatalmente en la muerte. Por eso, la meta de nuestra  esperanza no es simplemente nuestra resurrección, sino la comunión con el Señor resucitado. Cuando los cristianos confesamos nuestra esperanza, vinculamos nuestro destino al de Cristo resucitado por el Padre. La Resurrección de Jesucristo es, por consiguiente, el fundamento, núcleo y eje de toda  esperanza cristiana. El es quien "tiene las llaves de la muerte" (Ap. 1, 18).

 JOSÉ A. PAGOLA